Llamaron a la puerta y Fey, con su rostro curtido y por lo común inexpresivo, cruzó el vestíbulo y la abrió. Al otro lado, se hallaba una mujer alta y bien vestida; su cabello gris oscuro, que llevaba arreglado con meticulosidad, asomaba debajo del ala de un sombrero elegante pero cómodo. Estaba envuelta en pieles y, junto a ella, había un hombre con el uniforme del Regal-Athenian Hotel. Éste intercambió una mirada con Fey, asintió con un gesto, se volvió y se alejó.
—Sir Denis la espera, señora —dijo Fey apartándose a un lado.
Mientras la visitante entraba, Nayland Smith salió con premura de la salita contigua con la mano tendida. Sus facciones, adustas y bronceadas, reflejaban una excitación reprimida.
—Señorita Lakin —le dijo— le doy mi más calurosa bienvenida. Recibí la carta que me envió por mensajería especial, pero su llamada telefónica me ha intrigado más que la carta. Por favor, siéntese y cuénteme todos los detalles.
La salita en la que entró la señorita Lakin tenía varias características peculiares. A través de las ventanas que ocupaban, casi por completo, una de las paredes, se apreciaba la vista de una extensa área de Nueva York. Las nubes tormentosas habían pasado, y un sol invernal iluminaba un panorama de extraña belleza. La nieve cubría las innumerables azoteas de más abajo y también las gárgolas y otros adornos grotescos que rompían las líneas rectas de los edificios más altos. El efecto era el de una ciudad de gnomos de hielo agigantada de forma mágica. A través de un aire claro y helado, se veía el puerto e incluso el océano distante. Frente a un escritorio abarrotado de objetos y situado cerca de una de las ventanas, colgaba un mapa enorme de la ciudad; el resto de la pared estaba ocupado por otro mapa, a menor escala, de los Estados Unidos. Ambos tenían una característica en común: estaban salpicados con cientos de chinchetas de colores que parecían clavadas al azar.
—La habitación está bastante caldeada, señora —dijo Fey—. Permítame su abrigo.
A continuación, colgó de su brazo el pesado abrigo de pieles.
—¿Una taza de té, señora? —le sugirió.
—Té inglés —terció Nayland Smith.
—Gracias —repuso la señorita Lakin con una leve sonrisa—, es una tentación. Sí, me gustaría tomar una.
Nayland Smith estaba de pie junto a la repisa de la chimenea con las manos a la espalda. Tenía ese tipo de pelo crespo, plateado ya en las sienes, que siempre parece estar peinado. Iba bien rasurado y su rostro bronceado no mostraba indicios de haber dormido sólo seis horas en los últimos dos días. Llevaba puesto un traje de mezclilla muy usado y lo que a simple vista parecía una camisa a rayas, pero que un examen más riguroso habría revelado como la chaqueta del pijama. Fey salió de la sala.
—Señorita Lakin —prosiguió Smith con una excitación febril—, ¿ha traído la carta de la que nos habló?
Sarah Lakin extrajo un sobre del bolso y lo alargó a Nayland Smith mientras lo observaba con sus ojos profundos y serenos. Él le echó una ojeada a la dirección escrita a mano y se dirigió al escritorio.
—También tengo la dirección del lugar donde podemos ponernos en contacto con la desagradable persona que me visitó ayer —dijo ella—.
Nayland Smith se volvió con expresión grave.
—Me temo —dijo al instante— que no podemos esperar mucha ayuda por esa parte. —Se volvió de nuevo hacia la mesa atestada—. Aquí tengo tres cartas escritas por Orwin Prescott en Weaver’s Farm justo antes de su desaparición. ¿Sabe por qué las he guardado y lo que he descubierto?
La señorita Lakin asintió en silencio.
—Hemos remitido copias a los destinatarios, pero, aunque no soy un especialista en esta cuestión, diría que la letra de su carta es la del doctor Prescott.
—Puedo asegurarle que lo es, sir Denis. Conozco tan bien a mi primo que no podrían engañarme. Esta carta la ha escrito Orwin. Por favor, léala.
Mientras Nayland Smith extraía la carta del sobre, se oyó un leve tintineo de tazas procedente de la pequeña cocina a la que Fey se había retirado. Sarah Lakin miró con atención a sir Denis: la fascinaba. A pesar de que hacía muy poco que se conocían, su refinada naturaleza le permitía reconocer y apreciar el espíritu vigoroso e indomable de aquel hombre que, en una emergencia personal y nacional, había puesto toda la carne en el asador.
Smith examinó la carta en silencio y la leyó dos veces. A continuación, lo hizo en voz alta.
Querida Sarah:
Te escribo para aliviar tu ansiedad. En estos momentos ya sabrás que soy víctima de un complot. De todos modos, he llegado a un acuerdo con el enemigo, pax in bello, y te felicito a ti y a quienes colaboran contigo por haber evitado que los periódicos mencionen mi desaparición temporal. He dado instrucciones a Norbert, que se pondrá en contacto contigo. La experiencia no está siendo agradable e, incluso ahora, no soy del todo dueño de mí mismo. Por favor, compórtate como si no supieras nada de mi desgracia, pero no te preocupes por mi aparición en Carnegie Hall: allí estaré. No me gusta crear misterios, pero actuarías en mi favor si no intentaras comunicarte conmigo hasta la noche del debate. Sé que no es preciso que te anime para que seas valiente.
Siempre afectuosamente tuyo,
ORWIN
—No hay fecha —comentó Nayland Smith—, ni tampoco dirección. Una hoja arrancada de una libreta común. El sobre es, también, del tipo ordinario con un sello de correos de Nueva York. ¡Hum…!
Dejó la carta y el sobre encima del escritorio, tomó la petaca de tabaco y empezó a cargar la pipa. Fey entró con la bandeja del té y la colocó sobre una mesita delante de la señorita Lakin.
—¿Crema o leche?
—Leche, y un terrón de azúcar, gracias.
Salvo por cierta palidez en el rostro de Nayland Smith y su vestimenta, que resultaba extraña en alguien habituado a cumplir con las normas sociales, nada, en el ambiente de la habitación situada muy por encima de la agitación de Nueva York, permitía suponer la implacable batalla que se cernía sobre las dos personas sentadas, una frente a la otra, a la mesa del té.
—Me siento totalmente desorientada sobre lo que debo hacer, sir Denis —dijo la voz ronca de la señorita Lakin rompiendo el silencio mientras sus ojos serenos miraban con fijeza a Nayland Smith.
El encendió la pipa y la miró también.
—Lo siento, no es correcto fumar una apestosa pipa a la hora del té —soltó mientras dejaba la pipa en un cenicero—. Por favor, discúlpeme. Me enfrento a la mayor y quizá la última maquinación de mi vida.
—Sir Denis… —repuso la señorita Lakin mientras se inclinaba hacia delante, tomaba la pipa chamuscada y se la alargaba—. Puede estar seguro de que lo comprendo. He vivido en un mundo más amplio que Connecticut y necesito desesperadamente su consejo. Por favor, concéntrese en el problema a su manera. ¿Qué debo hacer? ¿Qué me aconseja que haga?
Nayland Smith observó con intensidad aquellos ojos graves. A continuación, con la pipa en la mano, empezó a recorrer la habitación de un lado a otro tirando del lóbulo de su oreja izquierda. Estaban a cuarenta pisos de altura de las sorprendentes calles de Nueva York, y aun así, su incesante estruendo llegaba hasta ellos a través de las ventanas abiertas: los bocinazos de los camiones, el rugido de miles de motores, el fragor de un tren distante que traqueteaba sobre los raíles, la sirena de un remolcador en el East River… La ciudad se extendía a su alrededor, palpitante, viva como una entidad propia, como un semidiós que los reclamara y, según le pareció en aquel momento, exigiera su destrucción.
—¿La redacción corresponde al estilo de su primo? —preguntó Nayland Smith.
—Sí, más o menos.
—Comprendo. Me ha parecido un tanto pedante.
—Tiene un estilo muy erudito, sir Denis, aunque, en general, no lo es tanto en las cartas personales.
—¡Ah…! ¿Quién es Norbert?
—Maurice Norbert es el secretario personal de Orwin.
—Comprendo. ¿Es posible, señorita Lakin, que en esta lucha por el dominio de los Estados Unidos, su primo no aspire a la presidencia?
—Ni siquiera lo desea, sir Denis. Es lo que la prensa califica de norteamericano al ciento por ciento, pero en el mejor sentido del término. Esperaba poder acabar con el apoyo a la campaña de Harvey Bragg. Sus objetivos son idénticos a los del abad Donegal. Y su desaparición de la escena política en estos momentos sería fatal.
—¡Estoy de acuerdo! Pero, por lo visto, no va a desaparecer.
—¿Entonces cree que lo que dice es cierto?
—Me inclino a creer que así es, señorita Lakin. Mi consejo es que siga al pie de la letra lo que le recomienda y pide en la carta.
La señorita Lakin lo miraba con atención.
—Me temo que no estoy de acuerdo con usted, sir Denis —repuso.
—¿Por qué? —preguntó Smith volviéndose hacia ella.
—Sabemos que Orwin ha sido secuestrado. ¡Gracias a Dios sigue con vida!, pero es casi seguro que los secuestradores lo han obligado a escribir la carta. Quieren ganar tiempo. ¡Estoy segura de que usted también lo ve así!