I

A la luz de un amanecer frío y gris que asomaba débilmente por las ventanas, Nayland Smith y Mark Hepburn miraban unos objetos curiosos colocados sobre la mesa grande de la esquina. Eran las pertenencias de Richet.

Uno de ellos era una insignia de oro y marfil. Hepburn la tomó en sus manos y la observó con curiosidad. Llevaba inscrito el número 38.

—Se la he enseñado al taxista y, según él —dijo Nayland Smith—, estas insignias significan, simplemente, que quien las posee es un miembro oficial de la Liga de los Buenos Norteamericanos de Harvey Bragg. Por lo visto, la compañía de taxis Lotus no contrata a nadie que no sea de esta liga.

—No se trata sólo de eso —murmuró Hepburn pensativamente.

—Estoy de acuerdo, pero no creo que el taxista lo sepa. Ha admitido que, a veces, reciben órdenes de individuos con estas insignias que les exigen que recojan a determinados pasajeros en ciertos lugares y que les informen de cuál es su destino.

—¿Y ha negado haber recibido esas órdenes esta noche pasada?

—Así lo ha mantenido de forma inflexible. Según su relato, Richet tomó su taxi por casualidad.

Hepburn dejó la insignia.

—Sólo hay otros dos objetos de interés —dijo Nayland Smith—, aunque podríamos averiguar algo más si localizáramos el equipaje de Richet. Lo interesante son sus notas sobre Weaver’s Farm, nuestra dirección y… esto.

Era realmente extraño que alguien llevara encima el objeto que señaló y que se encontró en el suelo del taxi. Se trataba del estuche de una baraja de naipes… ¡pero dentro no había ninguno!

También habían encontrado varias hojas de papel en blanco dobladas, como si hubieran estado dentro de la cajetilla de cartón. En opinión de Smith, el taxista confundió la caja con una libretita de notas.

—En realidad, Hepburn, Richet la sostenía en su mano cuando le sobrevino el ataque —soltó con vehemencia—. Este hecho es de la mayor importancia.

Hepburn, con los ojos medio cerrados, asintió con lentitud. La energía de aquel hombre sobrepasaba todo lo que había visto hasta entonces. Y como si de repente Nayland Smith se hubiera dado cuenta del cansancio de su compañero, asió a Hepburn por el brazo.

—¡Ya está usted medio dormido! —afirmó mientras sonreía con comprensión—, ¿qué le parece si nos encontramos a mediodía para tomar unos huevos con bacon? No olvide que la señorita Lakin vendrá a las cuatro. Si la ve, no le diga ni una palabra sobre Richet.