En la habitación abovedada iluminada por una luz ámbar que se filtraba por las peculiares ventanas góticas, el escultor de pelo blanco estaba sentado fumando cigarrillos egipcios y dando los últimos toques al siniestro busto de arcilla que parecía ser la obra de su vida. Clavada en un panel de madera que había junto al trípode de la escultura, había una pequeña fotografía coloreada. Ésta estaba tapada en parte, de modo que lo que quedaba a la vista era una cara diminuta enmarcada en papel blanco.
El escultor examinaba la fotografía a través de una potente lupa y, a continuación, estudiaba el busto de arcilla. Era evidente que su intención era reproducir a tamaño natural la diminuta cabeza fijada al tablero.
No parecía estar del todo satisfecho, así que dejó la lupa con un suspiro y deslizó el trípode sobre sus ruedas hasta el extremo de la mesa. En ese instante, la luz ámbar se apagó y sonó un timbre amortiguado. Una voz aguda, imperiosa y gutural preguntó:
—¿El último informe del Regal-Athenian?
—Transmitido a las cinco y diez de la madrugada por el número responsable. Vestíbulo principal cerrado al público por orden federal. El despacho del gerente de noche está precintado. El taxi, en un garaje en Lexington. El cuerpo del difunto, identificado como el de James Richet, el antiguo secretario del abad Donegal, fue retirado a las cinco de la madrugada al depósito de cadáveres. Causa de la muerte, desconocida. Los agentes federales Smith y Hepburn están en sus aposentos del rascacielos. Fin del informe.
Siguieron unos momentos de silencio quebrados, tan sólo, por el ocasional y leve tictac de un reloj eléctrico.
—Conecte la grabadora número 81 —fue la orden—. Dispone de cuatro horas libres.
La luz ámbar se propagó de nuevo por la habitación. El número 81 se levantó, abrió un armario situado junto a la mesa de los teléfonos y enchufó tres clavijas a una centralita que había dentro del armario. Una de las clavijas estaba conectada al peculiar reloj eléctrico que había sobre la mesa; otra, a un motor pequeño que funcionaba en conexión con el teléfono, y la tercera, a una especie de dictáfono capaz de grabar, de forma automática, más de seis mil palabras sin tener que cambiar el cilindro.
Cuando estaba a punto de cerrar el armario, un zumbido sordo le indicó que se recibía un mensaje. A continuación, se oyó el leve murmullo de la maquinaria bien engrasada. El gancho de un teléfono se levantó como si lo hubieran accionado unos dedos invisibles y un cilindro de un negro brillante empezó a dar vueltas. La aguja trazó una línea sobre la cera pulida de la superficie conforme el mensaje se fue grabando. Un disco diminuto de aluminio cayó en una bandeja situada debajo del reloj eléctrico con la hora exacta a la que el teléfono había sonado impresa en él.
El número 81, como si su labor interminable fuera parte de él, esperó hasta que el cilindro dejó de girar. El gancho del teléfono volvió a su posición original y el reloj eléctrico emitió un leve tic. El número 81 pulsó un botón del tablero y el cilindro volvió a girar. A continuación, se oyó una voz, la del hombre cuyo informe acababa de grabarse:
«Informando desde la base 3. Se ha denunciado la desaparición del abad Donegal. Hay razones para creer que se escabulló durante la noche y es posible que se dirija a Nueva York para asistir al debate en el Carnegie Hall. Lo hemos comunicado a todos los números situados en las rutas posibles, pero hasta ahora no se ha recibido ningún informe al respecto. Al habla el número 44.»
Aparentemente satisfecho por el funcionamiento del mecanismo, el número 81 cerró el armario y se puso de pie. En esta posición, se apreciaba que su altura era mayor de lo que parecía cuando estaba sentado. Su figura presentaba un aspecto desaliñado pero imponente. Levantó el modelo de arcilla con sumo cuidado, deslizó un paquete de cigarrillos egipcios en el bolsillo de su bata y se dirigió hacia una de las paredes de aquella habitación que carecía, en apariencia, de salida.
Presionó un interruptor oculto y una puerta se abrió. Al otro lado había una escalera descendente. La bajó cerrando la puerta tras él mientras transportaba el busto de arcilla con el mismo mimo y cuidado con que una madre sostendría a su hijo recién nacido. Descendió un tramo de escalera y entró en un pequeño apartamento privado. Junto a una ventana abierta, había una mesa abarrotada de libros, planos y todo tipo de manuscritos. También había una alcoba con una cama y, un poco más allá, por una puerta abierta, se veía un pequeño aseo. El número 81 hizo un hueco en la mesa y dejó el busto. Cruzó la habitación y abrió un armario. Estaba completamente vacío. A continuación, descolgó el auricular de un teléfono.
—Lo mismo que ayer por la noche —dijo secamente en alemán—, pero la salchicha de hígado no estaba buena. Súbame, también, cerveza alemana auténtica; la que suele traerme es agua turbia. Deprisa, hágame el favor, tengo mucho que hacer.
Una vez dadas estas órdenes, cruzó la habitación hasta la mesa y miró con indolencia un libro grande y abierto que contenía numerosas anotaciones en los márgenes hechas a lápiz con una letra pulcra y menuda. La obra era Ciclos interestelares, del profesor Albert Morgenstahl, el físico más importante de Europa y un eminente matemático que había sido expulsado de Alemania el año anterior por sus tendencias antinazis y de quien, más tarde, se dijo que había fallecido.
El número 81 ojeó el libro durante un rato volviendo las páginas con indolencia y siguiendo algunas de las anotaciones con un dedo largo y amarilleado por el tabaco. Se oyó un chirrido en el armario y una plataforma cargada ocupó el espacio que antes estaba vacío. Sobre la plataforma había una sustanciosa comida. El número 81 sacó una botella de vino de cuello largo, la descorchó y llenó una copa. Lo cató y dejó de nuevo la copa.
Abrió las contraventanas que daban a un estrecho balcón con una alta barandilla de hierro forjado. Había allí una mesa deteriorada por la intemperie y, durante unos instantes, el número 81 se apoyó en ella mientras contemplaba el panorama nocturno de la gran ciudad de abajo: tejados cubiertos de nieve y un cielo plomizo. A aquella altura, el frío era glacial; una brisa helada le agitó la blanca cabellera.
Pero, como si fuera inmune a las condiciones climáticas, el número 81 sacó el busto del majestuoso chino y lo dejó sobre la mesa. Un poco más abajo había una cúpula con las juntas doradas cuya pendiente descendía grácilmente hasta un pretil inferior. Todas sus grietas y hendiduras estaban cubiertas de nieve. A los oídos del número 81 llegaban los ruidos amortiguados de las estrechas callejuelas. Regresó al interior en busca de su copa de vino y, al volver, alzó el rostro hacia el cielo plomizo.
—¡Por el día de la libertad! —gritó—. ¡Por el día en que nos encontremos cara a cara! —A continuación, miró con ojos extraviados el busto de arcilla—. Por el día en que estemos frente a frente; cuando las ruedas en las que estoy atrapado y que parecen moverse, inexorables, como los planetas en sus órbitas dejen de hacerlo para siempre.
Bebió un largo trago y tiró con desdén el resto del vino a la cara del busto modelado. A continuación, estrelló la copa en el suelo y levantó con ambas manos la obra a la que había dedicado tantas horas de cuidados por encima de su cabeza.
Entonces, con una expresión de autómata en la mirada y mostrando los dientes en una mueca feroz, arrojó el busto hacia la cúpula. Éste cayó con un ruido sordo sobre la superficie dorada, se rompió y los trozos se despeñaron hasta el pretil para terminar, en fragmentos insignificantes, en alguna calle mucho más abajo.