III

Mark Hepburn dio un salto en la cama.

—¡Todo va bien, Hepburn! —exclamó la voz de Smith—. Siento haberlo despertado, pero tenemos trabajo.

Había encendido la luz y Hepburn miró, algo aturdido, a quien le hablaba. A continuación, echó un vistazo a su reloj. Eran las tres y cuarto de la madrugada, pero Nayland Smith ya estaba completamente vestido.

—¿De qué se trata? —preguntó Hepburn. Una vez despierto del todo e impresionado por la sombría expresión de su compañero, empezó a vestirse a toda prisa.

—No lo sé… todavía. Hace cinco minutos, el botones de noche me ha llamado. —Todavía no me había acostado. Un taxi (quizá sea una coincidencia, pero resulta que es un taxi de la compañía Lotus) se detuvo frente a la entrada principal. El pasajero pidió al conductor que entrara y preguntara por mí…

—¿Por qué nombre debía preguntar?

—De hecho, es curioso que fuera tan exacto con mi título, Hepburn. Estaba escrito a máquina en un trozo de papel. ¡El conductor tenía que preguntar por el agente federal y excomisario adjunto sir Denis Nayland Smith, de la Orden del Imperio Británico!

Hepburn ya estaba más o menos vestido. Se volvió y miró a Smith.

—¡Pero, aquí todo el mundo menos Fey y yo lo conoce simplemente como el señor Smith!

—Exacto. Por eso percibo en esto la mano del doctor Fu-Manchú, que tiene un peculiar sentido del humor. Supongo que el hombre se disponía a obedecer las órdenes cuando, antes de dar tres pasos, algo ocurrió. Démonos prisa. El conductor está abajo… y el pasajero también.

El gerente de noche y el detective del hotel estaban hablando con Fey junto a la puerta de la suite.

—Es la cosa más extraña que me ha sucedido nunca, caballeros —dijo el gerente—. Sólo espero que no se trate de una falsa alarma. Estos títulos no significan nada para mí, pero usted se llama Smith y sé que es un agente federal. Por aquí. El ascensor está a la espera. Los conduciré por un camino más corto.

Bajaron hasta el nivel de la calle y, guiados por el gerente, recorrieron con rapidez un pasillo de servicio, cruzaron una estancia amplia y dos despachos vacíos y salieron al otro extremo del vasto y enmoquetado vestíbulo, con columnas, de la entrada. Salvo por unos empleados que pasaban el aspirador, el lugar estaba vacío y en semipenumbra.

Era una estancia amplia y envuelta en sombras. Había un tenue resplandor que procedía del despacho del gerente de noche…

Un hombre que se había puesto el abrigo encima del pijama examinaba una figura inmóvil que yacía sobre un sofá. En la habitación había otros tres hombres, y uno de ellos era el taxista.

Nayland Smith clavó una mirada inquisitiva en el semblante pálido y horrorizado del conductor que, con la gorra desplazada hacia la coronilla, miraba por encima del hombro del doctor.

A continuación, se abrió camino y observó, también, al hombre que yacía en el sofá.

—¡Santo cielo, Hepburn! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Se ha encontrado alguna vez con algo parecido?

Hubo un silencio momentáneo interrumpido, de modo poco solemne, por el zumbido de la aspiradora distante.

El hombre tumbado, a quien habían desnudado de cintura para arriba para hacerle un masaje cardíaco, mostraba una serie de manchas de un vivo color escarlata en la cara y el cuello. Medían aproximadamente medio centímetro de diámetro y, sobre la cerúlea piel, parecían gotas de sangre…

—Nunca —respondió Mark Hepburn con voz ronca.

El médico levantó la vista.

Se trataba de un hombre fornido de tipo germánico, y sus ojos perspicaces se veían más grandes por los potentes lentes que utilizaba.

—Si es usted un colega de la profesión —dijo—, sea bienvenido. Este caso escapa a mis conocimientos.

—¿En qué momento exacto murió? —soltó Nayland Smith.

—Ya había fallecido cuando llegué. De todos modos, he intentado reanimarlo durante diez minutos o más…

—¡Las manchas escarlata! —interrumpió bruscamente el taxista con voz asustada—. ¡Esto es lo que gritó: «Las manchas escarlata», y a continuación se desplomó sobre la acera retorciéndose y chillando!

Mark Hepburn miró a Nayland Smith.

—Tenía razón —dijo—, nunca conseguiremos esa información.

¡El difunto era James Richet, el exsecretario del abad Donegal!