Un hombre vestido con una simple túnica amarilla y que escondía las manos en las amplias mangas, estaba sentado junto a una mesa grande y laqueada en una habitación pequeña. La calidad del sonido que entraba a través de tres ventanas, todas ellas entreabiertas, sugería que la estancia estaba situada a gran altura sobre una ciudad que no dormía.
Dos de las paredes estaban cubiertas casi por completo de estanterías. La mesa laqueada estaba situada en el ángulo que formaban esas dos paredes y, sobre ella, además de documentos ordenados con pulcritud, había una serie de instrumentos y aparatos de extraña apariencia. Entre ellos, también había un cuenco de porcelana en el que descansaba una pipa labrada de cazoleta pequeña.
En la habitación hacía mucho calor y el aire estaba cargado con un olor aromático y peculiar. El hombre de la túnica amarilla estaba recostado en una butaca labrada y acolchada y cubría su enorme cabeza con un gorro negro semejante a un birrete. Su rostro inexpresivo parecía una de esas obras antiguas de marfil amarillentas por el humo añejo del incienso; como una talla del Buda Gautama realizada por alguien que no creyera en su doctrina. Los ojos de aquel rostro extraordinario estaban cerrados, pero, de repente, se abrieron. Eran verdes como el jade pulido a la luz de la luna.
El hombre de la túnica amarilla se puso unos lentes oscuros y observó una pantalla cuadrada e iluminada: uno de los insólitos aparatos que había sobre la mesa… En la pantalla apareció, en miniatura, la imagen en movimiento de la habitación subterránea donde estaba la diosa de los siete ojos que miraba eternamente. James Richet hablaba con Lola Dumas.
El profundo estudioso de la humanidad que estaba sentado frente a la mesa laqueada era justo hasta la crueldad. Quería estudiar al hombre que, después de haber realizado un buen trabajo, había creído conveniente desviarse de la ruta marcada para visitar a la prima de Orwin Prescott. Se habían tomado las medidas oportunas para controlar cualquier posible consecuencia, pero el destino de aquel que había hecho necesarias esas medidas estaba ahora en la balanza.
Estaban de pie, muy juntos, y, a pesar de que en la imagen se veían muy lejos —aunque no a través de las lentes utilizadas por el chino— las voces sonaban cercanas, como si estuvieran en la habitación del hombre chino.
—Lola, tengo los ases en mi poder —dijo Richet mientras rodeaba a la mujer por los hombros con el brazo izquierdo y la acercaba a él—. No disimules, estamos juntos en esto.
El cuerpo flexible de Lola Dumas se echó hacia atrás cuando él intentó besarla en los labios.
—Estás loco —dijo sin aliento—. ¿Porque una vez nos lo pasáramos bien crees que soy estúpida? —Se retorció, se apartó y se soltó del abrazo. A continuación, se volvió y lo miró de frente con ojos llameantes—. Puedo jugar, pero cuando trabajo, no juego. Sueñas, querido, si piensas que alguna vez podrías ejercer el control.
—¡Pero te digo que tengo todos los ases! —Richet, con los puños crispados, hablaba de modo apasionado y tenso—. Sólo tienes que pronunciar una palabra. ¿Por qué tiene que hacerse con el poder un recién llegado, un extranjero, cuando tú y yo…?
—¡Has perdido el juicio! ¿De verdad quieres morir tan joven?
—Escúchame, Lola, no estoy loco. Sé que Kern Adler, el conocido abogado de Nueva York, está metido en esto. Él me seguiría. Y sé que Hahn, el Rubio, también forma parte de la organización. El Rubio representa a todos los muchachos útiles que todavía están en libertad. Sé cómo manejar al Rubio: somos viejos amigos. Y tengo todo el material de Donegal. Nadie conoce los secretos de la Hermandad de la Igualdad Nacional como yo. ¡Y aún más: sé adónde dirigirme para conseguir apoyo y no necesito a Bragg! Lola…
Una mano delgada y marfileña de uñas largas, afiladas y muy pulidas se movió por encima de la mesa laqueada en la distante y elevada habitación.
Seis de las siete luces que brillaban sobre los vanos de las puertas con cortinajes se apagaron.
—¿Qué sucede? —dijo Richet—. ¿Qué tenemos que hacer ahora?
Se sentía animado por su propia vehemencia; se sentía capaz de enfrentarse a Satán en persona.
—Entra en la sala iluminada —dijo la mujer con frialdad—. El presidente está preparado para hablar contigo.
Richet se detuvo con los puños todavía medio crispados, avanzó hacia la luz y, entonces, miró hacia atrás. Lola Dumas ya no estaba. Había desaparecido en la misteriosa oscuridad cargada de incienso… pero uno de los ojos verdes de la diosa lo observaba desde las sombras. Siguió avanzando, retiró la cortina y se encontró en una estancia pequeña y cuadrada de piedra en la que no había ninguna pieza de mobiliario. La cortina cayó de nuevo en su lugar con un murmullo sordo. Miró a su alrededor y su reciente seguridad empezó a desmoronarse. Entonces, una voz habló, una voz aguda y gutural.
—James Richet, estoy disgustado con usted.
Richet miró a la derecha, a la izquierda, arriba y abajo.
—¿Quién habla? —preguntó con irritación—. Estas ilusiones teatrales no me impresionan. ¿Acaso he tenido yo la culpa de lo que ha sucedido? Quiero verle y hablar con usted cara a cara.
—Un deseo poco sabio, James Richet. Sólo los números del uno al doce tienen ese privilegio.
La frente de Richet estaba cubierta de un sudor nervioso.
—Quiero un trato justo —dijo intentando parecer autoritario.
—Tendrá un trato justo —repuso la voz gutural e implacable—. El número a cargo de la base 3 le dará unas órdenes selladas. Cumpla con esas instrucciones al pie de la letra…