Mark Hepburn estaba sentado cerca del escritorio, junto al teléfono; tomaba notas de las numerosas llamadas y, en algunos casos, daba instrucciones. Nayland Smith, sentado frente a una gran mesa situada junto a la ventana, trabajaba en algo que parecía exigir frecuentes consultas a uno de los dos grandes mapas que colgaban de la pared, delante de él. Hepburn encendía innumerables cigarrillos, y Nayland Smith estaba parcialmente oculto por una cortina de humo de pipa.
A pesar de lo avanzado de la hora, se oía a Fey, el taciturno, moverse en la pequeña cocina de la suite.
Llamaron a la puerta.
Smith se volvió en la silla y Hepburn se levantó.
Fey cruzó la salita en dirección a la entrada.
—¡Recuerde las órdenes, Fey! —espetó Smith.
Las facciones curtidas, como de indio sioux, de Fey no mostraron ninguna expresión. Extendió la enorme palma de la mano en la que reposaba una pequeña automática.
—Muy bien, señor.
Abrió la puerta. Al otro lado, había un hombre con el uniforme del Regal-Athenian y otro con una gorra de visara.
—No se preocupen —dijo el hombre del uniforme—. Es un mensajero de la Western Union…
La puerta se cerró de nuevo, Fey regresó a sus exiguos dominios y Nayland Smith leyó la carta que el mensajero había entregado. La estudió con atención una, dos y hasta tres veces. A continuación, la alargó a Hepburn.
—¿Algún comentario?
Mark Hepburn leyó:
Weaver’s Farm Winton, Conn.
Estimado sir Denis:
Me ha ocurrido algo tan extraño, que creo que debo ponerlo en su conocimiento lo antes posible. (Siento comunicarle que el teléfono está averiado otra vez.) Esta tarde temprano me ha visitado un hombre que dijo llamarse Julián Sankey. Antes de nada, me hizo prometerle que no contaría a nadie salvo a usted lo que venía a relatarme. Dio a entender que poseía información que nos permitiría localizar a Orwin. Era un hombre de estatura baja y piel cetrina, tenía el pelo negro, lacio y muy lustroso y los modales lisonjeros y taimados de un gigoló argentino. Su voz era como de terciopelo.
Le prometí silencio y pareció satisfecho con mi palabra. Entonces me dijo que era un miembro descontento de una organización que planeaba hacer de Harvey Bragg el nuevo dictador. Me dijo que conocía los entresijos de la organización y que estaba dispuesto, con condiciones y la garantía de la protección del gobierno, a poner dicho conocimiento a nuestra disposición. Me aseguró que Orwin estaba prisionero en Nueva York y que si usted se responsabilizaba de su seguridad (la de Sankey), nos indicaría el lugar exacto.
Me dio una dirección de contacto. Como supondrá, la cuestión es urgente. Estaré en Nueva York mañana y pasaré a verle, si le parece bien, a las cuatro de la tarde.
¿Qué cree que deberíamos hacer?
Sinceramente suya,
SARAH LAKIN
Mark Hepburn dejó la carta sobre la mesa.
—La descripción —dijo con sequedad— encaja con la de James Richet mejor que con la de cualquier otro hombre que conozco.
Nayland Smith lo miró y sonrió con satisfacción.
—Me alegra oírle decir esto —declaró—. Usted ordenó que lo arrestaran y él desapareció. Ahora intenta salvar la piel…
—Es posible.
—Si se trata de Richet, no hay duda de que constituye una carta que nos interesa poseer. ¡Me exaspera pensar que el sujeto se me haya escapado esta noche, Hepburn! Y también me desespera que nuestra encantadora remitente haya omitido la dirección de contacto con ese tal «Julián Sankey». ¿Hay algún otro aspecto de la carta que le haya llamado la atención?
—Sí —dijo Hepburn lentamente—. No está fechada. Aunque mi propia hermana, que está graduada con matrícula de honor, en raras ocasiones fecha sus cartas. El otro aspecto es el teléfono.
—El teléfono es lo realmente importante.
Mark Hepburn se volvió, se encontró con la mirada fija de Nayland Smith y asintió.
—No me gusta lo del teléfono desconectado, Hepburn. Conozco al conspirador que se enfrenta a nosotros… y me pregunto si algún día llegaremos a tener la información que ese hombre nos ha ofrecido…