9. LA DIOSA DE LOS SIETE OJOS

James Richet, conocido en la organización a la que pertenecía como el número 38, cruzó el vano de la puerta —la quinta, según había contado— y dedujo que se hallaba por debajo del nivel del mar. La puerta se cerró de inmediato detrás de él.

Se encontró en una cámara con las paredes revestidas de piedra. Un farol, con pantalla de seda colgaba de un soporte de hierro. Enfrente, había otra puerta con dintel de arco tapada con cortinas, y encima de la barra de éstas, la abertura semicircular despedía una luz débil. La sala olía como un templo chino. La única pieza de mobiliario era un diván estrecho y con cojines en el que se sentaba un chino de edad muy avanzada. Vestía una prenda que parecía una bata azul, estaba inclinado hacia delante y sus manos nervudas, que parecían zarpas, reposaban sobre sus rodillas. Era un hombre de una edad incalculable; una red intrincada de arrugas surcaba su rostro; sus ojos eran meras ranuras en la piel amarilla. Podría haber sido una estatua de criselefantina labrada por las manos hábiles de un maestro chino.

Un movimiento muy ligero de la cabeza inclinada indicó a Richet que el hombre del diván lo estaba mirando. Levantó la solapa izquierda de la gabardina y mostró una insignia pequeña que parecía hecha de oro y marfil y que no era muy distinta a las fichas utilizadas en las mesas de juego de Montecarlo. Tenía inscrito el número 38.

—James Richet —dijo.

Una de las manos como zarpas se deslizó hasta la pared y, en algún lugar lejano, se oyó el sonido amortiguado de un timbre. Un dedo en forma de garra señaló la puerta con cortinas. James Richet cruzó la sala, apartó la cortina a un lado y salió.

Fuera, la noche era húmeda y muy fría, pero las gotas que secó de su frente no se debían por completo al clima. Se había quitado el sombrero y miró a su alrededor. Se encontraba en una estancia rectangular forrada, también, de piedra; el suelo, de piedra pulida, estaba cubierto con varias alfombras. Había siete puertas: dos en cada una de las paredes más largas, dos en la pared de enfrente y aquella por la que había entrado. Encima de cada una de ellas había un soporte de hierro del que colgaba un farol con pantalla de seda de color ámbar. Las puertas estaban tapadas con cortinas de colores distintos y, entre ellas, a lo largo de las paredes, había asientos con cojines.

No había más muebles, salvo un bloque cuadrado y enorme de granito negro situado en el centro de la habitación de piedra y sobre el que descansaba una grotesca figura que sólo podía haber tallado un escultor moderno. Se trataba de una diosa con siete ojos verdes: cada uno de ellos miraba hacia una de las puertas. La habitación olía a incienso viejo, pero con un olor distinto al característico de Chinatown. Reinaba el silencio, un profundo silencio. A diferencia del tiempo desapacible del exterior, allí hacía un calor tropical. No había nadie a la vista.

Richet miró a su alrededor con intranquilidad, y, como si la proximidad del chino que parecía una momia le infundiera cierta sensación de calor humano, se sentó justo a la derecha de la puerta por la que había entrado y colocó el sombrero negro sobre el cojín que tenía al lado.

Intentó pensar. Aquel lugar era un dechado de habilidad… de habilidad china. Tras descender desde la puerta secreta de la calle —y esta ya era difícil de descubrir—, una segunda puerta-disimulada daba acceso a una sala amplia.

Se dio cuenta de que una redada de la policía terminaría casi seguro en aquel lugar. Sin embargo, había otras tres puertas ocultas —probablemente de acero— y tres tramos de escalera de piedra antes de llegar al templo de la diosa de los siete ojos. Esas puertas se abrieron por control remoto conforme descendía.

No se oía ningún ruido procedente de la antecámara. Richet cambió ligeramente de posición. Uno de los ojos verdes parecía observarlo, pero le resultó imposible zafarse de la mirada de uno u otro de los ojos. Visto desde cualquiera de sus lados, el ídolo grotesco tenía un aspecto femenino, un extraño aire de feminidad deformada…

James Richet era un abogado cualificado y había ejercido la profesión durante varios años en Los Ángeles. La vena oriental de su familia había constituido un freno a sus ambiciones sociales. Y quizá fue un factor determinante en su elección de un camino más fácil y directo hacia la riqueza del que le habría ofrecido la práctica legítima de la profesión. Se convirtió, así, en el consejero legal de uno de los grandes magnates de la cerveza y, al poco tiempo, los bajos fondos de Chicago y Nueva York no tenían secretos para él…

El silencio que invadía aquel peculiar sótano de piedra era en verdad opresivo. Evitó mirar a la demoníaca figura que dominaba la estancia…

Sus anteriores jefes se habían quedado en la ruina, uno tras otro, debido a la nueva Administración. Y, entonces, cuando empezaba a preocuparle de verdad que las investigaciones federales se centraran en él, una bocanada de aire fresco renovó sus asuntos. Una dirección nueva se hizo cargo del grupo deshecho del que era uno de los supervivientes. Le consiguieron un empleo muy bien remunerado como consejero legal y secretario del abad Donegal, y le notificaron que, de cuando en cuando, se le asignarían tareas especiales. Sin embargo, a pesar de toda su astucia —pues era más astuto que inteligente— hasta el momento no había conseguido averiguar los objetivos políticos de la persona o personas que, como había adivinado desde hacía tiempo, controlaban la vasta red de bajos fondos que se extendía de costa a costa de los Estados Unidos.

Mientras formó parte de los empleados del abad Donegal en el santuario de Holy Thorn, no tuvo noticias de sus antiguos asociados.

Había enviado copias de la extensa lista de direcciones del abad, de los borradores de todos sus sermones y discursos y de algunas de sus cartas a una dirección de Nueva York.

Los contactos con su verdadero jefe se realizaban a través de Lola Dumas. Ella le había dado las últimas instrucciones urgentes que habían provocado el desmayo del abad Donegal durante el discurso radiado… Lola, esa escultura provocativa de curvas suaves, piel color crema y cabello negro como el ébano, de melancólicos ojos almendrados —como lagos oscuros y profundos en los que el alma de cualquier hombre se ahogaría— y labios engreídos y desdeñosos… Lola.

Lola era sumamente deseable pero enloquecedoramente elusiva. ¿Qué no podrían haber realizado juntos? Ella sabía tantas cosas que él ansiaba conocer… pero todo lo que había conseguido saber por ella es que pertenecían a una organización dirigida por un consejo de siete…

Aunque en aquel lugar hacía mucho calor, sintió un escalofrío. ¡Siete! ¡Aquella imagen infernal que no dejaba de observarlo tenía siete ojos!

De vez en cuando, Lola se presentaba en la ciudad más cercana al santuario sin prevenirlo; se alojaba en la mejor suite del mejor hotel y lo citaba. Había sido Lola Dumas quien le había entregado la insignia el primer día que había empezado a trabajar. Él le había sonreído aunque más adelante, dejó de sonreír. Hasta que escapó del santuario de Holy Thorn, no supo cuántos agentes de los «Siete» trabajaban para el abad. Sólo había conocido a dos: la señora Adair y un hombre que realizaba las funciones de vigilante nocturno.

Ahora, guiado paso a paso por unas instrucciones mecanografiadas y tituladas: «En caso de fracaso» que recibió la mañana anterior a la radiodifusión del fatídico mensaje, se encontraba en Nueva York. ¡Por fin en el centro de operaciones de su misterioso jefe!

Alguna cosa en el ambiente del lugar le producía temblores. Se preguntó —consciente de su transpiración nerviosa— si su ligera desviación de la ruta marcada en las instrucciones habría sido advertida…

Una de las cortinas de colores se descorrió y Lola Dumas apareció frente a él en el otro extremo del templo de la diosa de los siete ojos.