Mark Hepburn colocó un vial con un reactivo muy poco común en la estantería y, volviéndose, se inclinó y observó, a través de un microscopio, un objeto que parecía un fragmento de un papel engomado. Estudió el papel durante un rato y después se irguió, estiró los brazos cubiertos con mangas blancas —llevaba puesta una bata— y bostezó con cansancio. La pequeña habitación en la que trabajaba estaba equipada como un laboratorio. Salvo por un remoto fragor como de truenos distantes, reinaba el silencio.
Hepburn encendió un cigarrillo y miró por la ventana cerrada. El retumbo lejano quedó explicado: se debía al tráfico incesante de cientos de calles ajetreadas.
Abajo, se extendía el panorama nocturno de una extensa área de la ciudad de Nueva York. A la derecha, encuadrado por la ventana, el edificio más alto del mundo se elevaba vertiginosamente hacia las nubes tormentosas. Aquí se veía un destello de luces rojas; allá, un resplandor verdoso. A la izquierda, a lo lejos, un tren se desplazaba sobre los raíles. Miles de ventanas formaban diseños geométricos iluminados en la oscuridad. Una húmeda neblina impedía la visión de la antorcha que sostiene la Estatua de la Libertad.
Un leve ruido en el pequeño laboratorio del piso cuarenta del Regal-Athenian Tower hizo que Hepburn se volviera como un rayo. Se encontró frente al rostro bronceado e impaciente de Nayland Smith.
—¡Santo Dios, sir Denis! Se mueve como un gato…
—He utilizado mi llave…
—Me ha sobresaltado.
—¿Lo ha averiguado, Hepburn? ¿Lo ha averiguado? —Sí.
—¿Qué es? —El delgado rostro de Nayland Smith, enmarcado en el cuello vuelto de piel del abrigo, se iluminó con entusiasmo—. Ha realizado usted un trabajo de primera. ¿Qué es?
—No sé lo que es; es decir, no sé de dónde se obtiene, pero es un brebaje que utilizan ciertas tribus del Alto Amazonas. Por casualidad recordé que la Academia de Medicina tenía una muestra y la tomé prestada. La preparación del centro médico, los sobres y los sellos reaccionan del mismo modo. Se han dedicado amplios estudios a esta sustancia, que goza de propiedades extraordinarias. Pero, hasta ahora, nadie ha logrado descifrar su composición.
—¿Se trata del kaapi?
—Así es.
—¡Debí haberlo supuesto! —soltó Nayland Smith—. Ya lo ha utilizado antes con resultados espectaculares. Pero debo felicitarle, Hepburn; la imaginación en raras ocasiones está asociada al conocimiento científico exacto.
Se quitó el pesado abrigo y lo tiró sobre una silla. Hepburn lo observó y esbozó la flemática sonrisa que le era característica.
¡Nayland Smith vestía un uniforme de policía!
—Me siguieron hasta el cuartel general —explicó Smith al reparar en la sonrisa—. Pero puedo asegurarle que no me han seguido durante el camino de vuelta. He dejado la gorra (que de todos modos no me iba bien) en el coche patrulla. Me he comprado este abrigo —muy útil con el tiempo que hace— en unos grandes almacenes con muchas salidas y he vuelto aquí en un taxi.
Mark Hepburn se inclinó sobre la mesa con tablero de cristal, una de las piezas del mobiliario del improvisado laboratorio, y miró al agente federal 56 de modo distraído.
—De todos modos, deben de saber que está aquí —dijo, impasible.
—¡Sin duda alguna! Lo saben, pero les interesa conseguir que salga al exterior.
Hepburn continuó observándolo unos instantes y, a continuación, asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Cree que se dejarían ver a la luz del día?
Nayland Smith alargó el brazo izquierdo y asió a su interlocutor por el hombro.
—¿Acaso ha olvidado al grupo de hombres con ametralladoras que intentaron detener el tren especial? Esta noche he utilizado una salida privada que con gran amabilidad la dirección del hotel ha puesto a mi disposición. ¡Cuando pasaba por la esquina de la Cuarenta y ocho, vi que un coche abarrotado de hombres armados me seguía de cerca!
—¿Cómo?
—El taxi en el que me trasladaba pertenece a una asociación denominada Lotus Cabs…
—La conozco. Se trata de una de las organizaciones de este tipo más grandes de los Estados Unidos.
—Quizá no tengan nada que ver con ellos, Hepburn, pero el conductor estaba en la nómina del enemigo.
—¿Está seguro?
—Lo estoy. Cuando subí al taxi por la puerta que, como sabrá, hay en la parte delantera de este tipo de taxis, me agaché junto al volante y le dije al conductor: «¡Conduzca como un rayo! Soy un agente federal y las normas de tráfico no nos atañen en este momento.»
—¿Y él qué hizo?
—¡Hizo ver que me obedecía, pero intentó retrasar la marcha a propósito! En un atasco, con los hombres armados a dos pasos, salté del vehículo, despisté al grupo, atajé por la Sexta Avenida y tomé otro taxi.
Se interrumpió y aspiró profundamente. Sacó la usada petaca de tabaco y empezó a cargar la pipa de brezo.
—Esta sala suya de experimentos me resulta algo opresiva —dijo—. Vayamos a la sala de estar.
Se dirigió a una sala contigua más amplia y Hepburn lo siguió.
—¡Usted y yo tenemos que desaparecer! —espetó por encima del hombro.
A continuación, se volvió con la pipa y la petaca en la mano. Los ojos de Hepburn se cruzaron con la inquisitiva mirada de acero de Nayland Smith y supo que no hablaba por hablar.
—Está en juego el premio más importante por el que se ha luchado nunca: el control de los Estados Unidos de América. El doctor Fu-Manchú ha añadido a su organización, cuyo alcance ni siquiera puedo imaginar, la red de bajos fondos más eficiente que la civilización ha producido jamás.
Nayland Smith, una vez cargada la pipa, intentó, con un gesto automático, devolver la petaca al bolsillo del abrigo, pero se encontró con que, en lugar de éste, llevaba el uniforme, así que echó la petaca con irritación sobre una silla. Tomó una caja de cerillas de la repisa de mármol de la chimenea y encendió la pipa de brezo. Envuelto en una nube de humo, se volvió y miró a Hepburn.
—Ustedes han estado acorralando a los enemigos públicos más importantes —continuó, con su estilo directo y entrecortado habitual—, pero las organizaciones que ellos controlaban siguen existiendo. Los clanes criminales de los bajos fondos todavía son operativos; sólo esperan que alguien los dirija. Ese alguien está aquí… y ya ha tomado el control. ¡Nuestras vidas, Hepburn —dijo chasqueando los dedos— no valen más que esto! Pero repasemos la situación.
Empezó a andar, de un lado a otro, mientras fumaba con avidez.
—El manuscrito del discurso inacabado del abad Donegal estaba impregnado con un preparado que usted ha identificado aunque desconozca su composición exacta. Su costumbre de humedecer el pulgar al pasar las páginas, que fue detectada por un espía —casi con toda seguridad ese tal James Richet, el secretario que se nos ha escapado— dio como resultado que se envenenara antes de leer las revelaciones que el doctor Fu-Manchú considera inoportunas. Es posible, o no, que el abad llegue a recordar lo que decían esas páginas, pero en su propio interés y, creo que, en el interés del país, ha sido silenciado durante algún tiempo. Está fuera de juego. ¿Hasta aquí está claro, Hepburn?
—Perfectamente claro.
—La goma adherente de los sellos y sobres que utilizaba el doctor Prescott en Weaver’s Farm fueron tratados con la misma sustancia. Por lo visto, Prescott salió de la casa y se dirigió al lago. Es evidente que se encontraba bajo los efectos de la droga. Según hemos averiguado en nuestras investigaciones más recientes, fue transportado por la orilla hasta el extremo norte del lago y, desde allí, a la carretera, donde un coche esperaba. Los últimos informes sobre el coche se recibirán esta noche en el cuartel general. Tal y como sospechábamos, se dirigió, sin lugar a dudas, hacia Nueva York.
—Y no tenemos ninguna pista sobre la persona que manipuló los sellos y los sobres en Weaver’s Farm —interrumpió la voz monótona de Hepburn.
—Por el momento, ninguna.
Nayland Smith se dirigió, con inquietud, hacia una de las ventanas.
—¡En algún lugar de ahí abajo —prosiguió con el índice extendido—, en algún lugar entre esos millones de luces (un lugar que quizás incluso sea visible desde esta ventana) Orwin Prescott está prisionero!
—Supongo que tiene razón —dijo Mark Hepburn en voz baja.
—¡Estoy casi seguro! Fu-Manchú elegiría Nueva York antes que Washington como centro de operaciones. Ha estado actuando desde aquí, por medio de agentes seleccionados, desde hace unos meses. Otros acólitos se están uniendo a él. Esta misma mañana, he recibido noticias de Scotland Yard sobre un peligroso y viejo rufián que se le ha escapado de sus redes por vigésima vez y del que creen que se encuentra en esta ciudad. Seguramente han trasladado a Prescott al centro de operaciones del doctor. ¡Sólo Dios sabe qué dura prueba le espera! ¡Qué elección se verá obligado a realizar! ¡Incluso es posible que no le den ninguna opción!
Nayland Smith apretó los puños y los sacudió con desesperación en dirección a la miríada de luces parpadeantes de la ciudad de Nueva York.
—¡Mire! —exclamó—. ¿Lo ve? La niebla se ha levantado. ¡Ahí está la Estatua de la Libertad! ¿Se da cuenta, Hepburn? —preguntó, mientras aquel hombre casi imperturbable pero que ahora estaba exaltado por la magnitud de su misión se volvía—. ¿Se da cuenta de en qué se convertirá la estatua si fracasamos?
La luz enardecida de sus ojos se apagó. Volvió a ponerse la pipa en la boca y la apretó de modo audible entre sus pequeños dientes de un blanco uniforme.
—No vamos a fracasar, sir Denis —repuso Hepburn con su voz seca y monocorde.
—Gracias —soltó Nayland Smith, y le agarró por el hombro—. Dado que el doctor Fu-Manchú es chino, ¿en qué barrio de la ciudad cree más probable que haya establecido su base?
—En Chinatown.
Nayland Smith rió con regocijo.
—¡Así es exactamente como él razonaría!