—¿Qué es esto? —murmuró Nayland Smith con voz ronca.
El coche se detuvo. Desde allí se veían los bosques que rodeaban Weaver’s Farm. Había anochecido, y aunque la tormenta había amainado, una misteriosa oscuridad se abatía sobre el paisaje cubierto de nieve.
¡Grupos de hombres con faroles y linternas se desplazaban como sombras entre los árboles!
Smith saltó del vehículo sobre un camino apenas visible y Mark Hepburn le siguió de cerca. Empezaron a correr hacia los bosques, hasta alcanzar a un hombre que escudriñaba entre los arbustos plateados y que se volvió hacia ellos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Smith sin aliento.
El hombre, cuyo porte sugería una educación militar, dudó mientras sostenía en alto el farol y miraba con atención a quien había formulado la pregunta. Sin embargo, alguna cosa en la actitud autoritaria de Smith le hizo cambiar de expresión.
—Somos agentes federales —dijo Mark Hepburn—. ¿Qué ocurre aquí?
—¡El doctor Orwin Prescott ha desaparecido!
Nayland Smith agarró por el hombro a Hepburn, que sintió cómo le temblaba la mano.
—¡Santo cielo, Hepburn —susurró—, llegamos tarde!
Apretó los puños, se volvió y regresó corriendo al coche. Mark Hepburn intercambió unas palabras con el hombre con quien habían hablado y, a continuación, siguió a Nayland Smith.
La violencia de la ventisca les había obligado a trasladarse en tren hasta Búfalo; la intensa nevada había forzado al avión militar a descender a unos treinta kilómetros de la pista de aterrizaje seleccionada. En Búfalo, recibieron más malas noticias del teniente Johnson. Para rematar la osada huida de la señora Adair, James Richet, cuyo arresto había sido ordenado por Mark Hepburn, había desaparecido…
Ahora, se abrían paso por el camino que conducía a Weaver’s Farm, una casa de paredes encaladas y postigos verdes construida lejos de la carretera. Se trataba de una reliquia de la Nueva Inglaterra colonial que había permanecido allí como un emblema del progreso del hombre blanco en los días en que los pieles rojas todavía cazaban en los bosques y los lagos e intercambiaban cuentas por carne de venado y jarabe de arce. Sucesivas generaciones habían modernizado el edificio, y ahora era una casa del siglo XX que disponía, desde el sótano hasta el desván, de todas las comodidades posibles.
La puerta estaba abierta de par en par y en el vestíbulo, lleno de pinturas antiguas que le proporcionaban un aire cultural, había un hombre alto y extremadamente delgado que hablaba, de pie sobre la alfombra, con una señora de edad avanzada, baja estatura y cabello gris. El hombre sostenía un sombrero de ala ancha en la mano y golpeaba sin cesar el suelo con las botas para deshacerse de la nieve. Su taciturno semblante reflejaba cierta oficiosidad. Algunos miembros del servicio doméstico miraban hacia abajo desde la planta superior. La intranquilidad y el miedo reinaban en aquella casa, en la que solía predominar la calma.
La señora de cabello cano se sobresaltó cuando Mark Hepburn entró en la estancia.
—Soy el capitán Hepburn —dijo él—. Creo que me esperaban. ¿Es usted la señorita Lakin?
—Me alegro de que haya llegado, capitán Hepburn —le repuso la menuda dama con una sonrisa asustada mientras alargaba una mano pequeña y rolliza pero delicada—. Soy Elsie Frayne, amiga y compañera de Sarah Lakin.
—Me temo —continuó Hepburn—, que hemos llegado demasiado tarde. Le presento al agente federal Smith. Por el camino nos hemos encontrado con toda clase de obstáculos.
—Señora Frayne —espetó Smith a su manera cortante—, debo efectuar una llamada con urgencia. ¿Dónde está el teléfono?
La señora Frayne, a quien de repente se la veía muy cómoda rodeada de aquellos invasores surgidos de la noche, esbozó una ligera sonrisa.
—Siento decirle, señor Smith, que hace unas horas nos cortaron la línea.
—¡Vaya! —murmuró Smith mientras tiraba del lóbulo de su oreja izquierda, una costumbre que, según Hepburn había descubierto, denotaba una gran concentración—. Eso explica muchas cosas —dijo, y miró a su alrededor hasta que su inquietante mirada se detuvo en el rostro del hombre delgado.
—¿Quién es usted? —soltó con brusquedad.
—Soy Black, el ayudante del comisario —fue la rápida pero taciturna respuesta—. Tengo órdenes de proteger Weaver’s Farm.
—Lo sé. Eran mis órdenes… y menudo lío ha organizado usted.
El funcionario local se puso tenso de indignación. Se sentía ofendido por las maneras irritantes y autoritarias de aquel hombre del gobierno. De hecho, el ayudante del comisario nunca había estado de acuerdo en que los federales interfirieran en los asuntos locales.
—Un hombre no puede cumplir más que con su deber, señor Smith —respondió con enojo—, y yo he cumplido con el mío. El doctor Prescott se ha escabullido esta noche en algún momento después del anochecer. Nadie lo ha visto salir. Nadie sabe porqué ha salido ni adónde ha ido. Y puedo añadir que, aunque yo sea el responsable, también hay agentes federales encomendados a este trabajo y ninguno de ellos sabe más de lo que yo sé.
—¿Dónde estala señorita Lakin?
—Fuera, en el lago, con un grupo de búsqueda.
—Sarah es tan valiente… —musitó la señora Frayne—. Esta noche yo no saldría de la casa por nada del mundo.
Mark Hepburn se volvió hacia ella.
—¿Hay algún indicio —preguntó— de que el doctor Prescott se haya encaminado hacia allí?
—El señor Walsh, un agente federal que llegó hace dos horas, descubrió huellas que iban en dirección al lago.
—John Walsh es nuestro hombre —explicó Hepburn volviéndose hacia Smith—. ¿Quiere efectuar aquí algunas indagaciones o nos dirigimos al lago?
Nayland Smith miraba abstraído a la señora Frayne.
—¿A qué hora exacta —preguntó— les desconectaron el teléfono?
—A las tres y cinco minutos —intervino Black, el ayudante del comisario, en su tono de voz sombrío—. Algunos hombres están intentando localizar la avería.
—¿Quién vio al doctor Prescott por última vez?
—Sarah —respondió la señora Frayne—. Bueno, por lo que sabemos.
—¿Dónde estaba y qué estaba haciendo?
—Estaba en la biblioteca escribiendo cartas.
—¿Se han enviado esas cartas?
—No, señor Smith, todavía están sobre la mesa.
—¿Ya estaba oscuro en ese momento?
—Sí. Sarah me dijo que el doctor Prescott, quien, como sabrá, es el primo de la señorita Lakin, había encendido la lámpara de sobremesa.
—Cuando llegué,-estaba encendida —gruñó Black.
—¿Cuándo llegó usted? —preguntó Smith.
—Veinte minutos después de que se sospechara que el doctor Prescott había salido de la casa.
—Y ¿dónde estaba antes de eso?
—Fuera, en la carretera. Estaba recibiendo los informes de los agentes que estaban de servicio.
—¿Alguien ha tocado esas cartas desde que se escribieron?
—Nadie, señor Smith —contestó la amable voz de la señora Frayne.
Nayland Smith se volvió hacia Black, el ayudante del comisario.
—Asegúrese de que nadie entre en la biblioteca hasta que yo vuelva —espetó—. Quiero echar una ojeada al dormitorio del doctor Prescott.
Black asintió de modo conciso y cruzó el vestíbulo.
Pero cuando Nayland Smith se volvía hacia la escalera, una profunda voz femenina surgió de la oscuridad que imperaba más allá de las puertas de entrada, que continuaban abiertas. El implacable viento amenazaba con intensificarse de nuevo y gemía a través de los bosques como una manada de lobos fantasma. Unos ligeros copos de nieve entraron revoloteando por la puerta.
—Lo han secuestrado porque sabía demasiado, señor Walsh. El rastro termina en la orilla del lago. Su superficie está helada, pero no se distinguen más huellas.
Entonces, entró la persona que había hablado seguida de dos hombres que portaban faroles. Se trataba de una mujer alta y autoritaria de cabello gris oscuro, facciones aristocráticas y ojos profundos y brillantes. Se detuvo y miró a su alrededor con una fría sonrisa inquisitiva. Uno de los dos hombres saludó a Hepburn.
—Me llamo Smith —dijo el agente federal 56—, y éste es el capitán Hepburn. ¿Es usted la señorita Lakin, la prima del doctor Orwin Prescott? Mi misión era protegerlo, señorita Lakin, pero me temo que he fracasado.
—Yo también lo temo —repuso ella mientras lo miraba de hito en hito con sus refinados ojos oscuros—. Orwin ha desaparecido. Lo tienen en su poder. Vino aquí en busca de reposo y seguridad. Siempre lo hacía antes de sus compromisos públicos importantes. Muy pronto, iba a celebrar un debate en Carnegie Hall con Harvey Bragg. Había descubierto alguna cosa, señor Smith, (y Dios sabe que desearía haber compartido con él esa información) que habría enviado a Barba Azul de vuelta a los bosques para siempre.
—¡Así es! —soltó Smith con solemnidad. Aquella gran dama de la vieja Norteamérica era impresionante.
Estiró su largo brazo y sujetó a la señorita Lakin por el hombro. Durante un momento, ella se sobresaltó —los gestos enérgicos de aquel hombre eran desconcertantes—, pero después posó su mirada en aquellos ojos penetrantes y sonrió con repentina seguridad.
—No se desespere, señorita Lakin. No está todo perdido. Otros saben lo que el doctor Prescott sabía…
¡En ese momento, un teléfono sonó en algún lugar!
—Ya han arreglado la línea —dijo Black, el ayudante del comisario, con un tono de excitación en su voz taciturna mientras aparecía por una puerta a la derecha del vestíbulo.
—¿Están rastreando todas las llamadas entrantes como le pedí? —soltó Smith.
—Así es.
—¿Quién llama?
—No lo sé —repuso el comisario suplente—, pero pregunta por sir Denis Nayland Smith.
Miró desconcertado las caras de los presentes. Nayland Smith volvió la cabeza hacia la señorita Lakin, sonrió con sequedad y entró en la alargada biblioteca de techo bajo, una estancia atestada de libros con una enorme chimenea encendida en uno de los extremos. El auricular del teléfono estaba descolgado y descansaba sobre una mesa.
Alguien cerró una puerta y un silencio repentino se extendió por la acogedora habitación en la que sólo se oía el crujir de los leños. Sarah Lakin se detuvo en el umbral de la puerta mirando con sus ojos serenos y serios. Mark Hepburn lo hizo por encima de su hombro.
—¿Sí? —preguntó Smith—. ¿Quién habla?
—¿Es necesario que me presente, sir Denis?
—¡Del todo innecesario, doctor Fu-Manchú! Pero no es común en usted dar señales de vida en un momento tan temprano de la partida. Se encuentra en un territorio que no le es familiar y yo también. Pero en esta ocasión, doctor, le aseguro por Dios que le atraparemos.
—Confío en que no sea así, sir Denis; hay mucho en juego: el destino de este país, quizá del mundo entero… y hay ineptos que no saben valorar mis propósitos. El doctor Prescott, por ejemplo, ha sido muy mal aconsejado.
Nayland Smith volvió la cabeza hacia la puerta e hizo una seña significativa a Mark Hepburn. El juego de las tenues luces hizo que su delgado y bronceado rostro pareciera ojeroso tenso y muy cansado.
—Puesto que tiene en su poder cierto manuscrito, supongo que es sólo cuestión de tiempo que descubra por qué la voz de Holy Thorn no terminó su discurso. En interés del padre y del doctor Prescott, le aconsejo que tenga mucho cuidado con el próximo paso que dé, sir Denis…
El corazón de Nayland Smith latió un poco más rápido: ¡Orwin Prescott estaba vivo!
—La elocuencia del abad es difícil de contener, y yo respeto el valor, pero puede que algún día grite, con las palabras de su rey inglés Enrique II (¿no fue él quien lo dijo?): «¿Acaso nadie me librará de este cura turbulento…?» Mi súplica tendrá respuesta, pero no me sentiré llamado a acudir, como un penitente descalzo, a la torre de Holy Thorn para rezar ante la tumba del abad.
Nayland Smith no respondió. Estaba allí, sentado, inmóvil, escuchando.
—Nos encontramos en el inicio de la última fase, sir Denis…
La voz gutural dejó de oírse.
Smith colgó el auricular, se levantó de un salto y se volvió.
—Se trataba de un empalme a la línea —soltó—. ¡Rápido, Hepburn! Localice el teléfono más cercano en esta zona. Intente rastrear la llamada.
—De acuerdo.
Y Mark Hepburn, apretando su cuadrada mandíbula con firmeza, se abotonó el abrigo.
Sarah Lakin observaba a Nayland Smith con fascinación.
—¡Como si le llevara el diablo, Hepburn! Tiene que llegar junto al abad Donegal esta misma noche a cualquier precio. El doctor Fu-Manchú sólo avisa una vez…