I

Mark Hepburn condujo de regreso a la torre en medio de una creciente ventisca. Los poderes de su recientemente acreditado superior, a quien conocía sólo como «agente federal 56», eran realmente impresionantes.

Las disposiciones para el traslado —ordenadas por el agente federal 56— se cumplieron sin rechistar. Entre ellas se incluía la reserva del Twentieth Century Limited y el envío de un avión militar desde Dayton para que esperara en la estación de destino del tren especial.

De un modo impreciso, se daba cuenta de que estaban en juego cuestiones más importantes que el destino de la presidencia. Aquel hombre extraño y autoritario de maneras irascibles y vehementes no actuaba bajo la jurisdicción del Departamento de Justicia de los Estados Unidos; ni siquiera era un ciudadano norteamericano. No obstante, el gobierno le había conferido amplios poderes. De algún modo, sabía que se encontraba ante un asunto internacional. Además, a Hepburn le gustaba el agente federal 56 y lo respetaba.

Y el afecto de Mark Hepburn era algo difícil de conseguir. Tres generaciones de antepasados cuáqueros constituyen un pasado muy exigente, y ni siquiera la vena poética que Mark había heredado de su madre, medio celta, le permitía olvidarlo. Con el tiempo, se había arrepentido de su único acto de rebeldía: Lirio de los valles, un delgado volumen de poesía escrito en sus tiempos universitarios. También había sentido la llamada de la medicina (era un sanador por naturaleza); y después se inscribió en la Armada atraído por la promesa de conocer nuevos horizontes. En la actualidad, trabajaba para el Servicio Secreto, donde sabía que podía ser de ayuda en aquellos tiempos de crisis. En lo más cruento de la lucha por conseguir el control del país, se había producido más de un caso de envenenamiento, y la toxicología era la especialidad de Mark Hepburn. Además, su experiencia militar también le hacía útil.

La ventisca envolvió la torre de Holy Thorn como un sudario. Sólo las ventanas del piso más alto despedían alguna luz. La torturada puerta de bronce permanecía cerrada.

Cuando Hepburn bajó del vehículo, Stayton surgió de la neblina blanca.

—¿Algo que reportar, Stayton? Sólo dispongo de diez minutos.

—No ha salido ni un alma, capitán, y no parece que haya nadie merodeando por el vecindario.

—Mejor. Por la mañana le relevarán. Dé las órdenes oportunas.

Hepburn desapareció en la tormenta. Algo en el aullido salvaje del viento, algún mensaje procedente de las ventanas iluminadas en lo alto de la torre, parecía llamar a su subconsciente. Había realizado su trabajo de un modo irreprochable. Sin embargo, algo no iba bien.

Cuando ya tenía un pie en el estribo del coche, se detuvo y alzó la vista hacia la luz que brillaba, en lo alto, a través de la nieve. Se volvió y se dirigió hacia la torre. Casi de inmediato, un agente le salió al paso, pero lo reconoció y lo dejó pasar. Hepburn se encontró junto a la pared del edificio más alejado de la entrada principal. Por allí no había ninguna puerta y nadie le cortó el paso. Se quedó inmóvil mientras miraba a su alrededor; el cuello vuelto de piel del abrigo le tapaba las orejas y el viento jugueteaba con su pelo negro, húmedo y alborotado.

Percibió un leve sonido, apenas audible por encima del rugido de la ventisca. Se trataba de una ventana que se abría… Se agachó, pegado a la pared.

—Todo despejado. Buena suerte…

¡Era James Richet!

A continuación, alguien se dejó caer desde la ventana, posándose con suavidad en la nieve casi junto a él. La ventana se cerró. Hepburn extendió un brazo largo y nervudo y sujetó a la presa… ¡Entonces se encontró con los ojos más hermosos que había visto nunca!

La cautiva era una joven de una altura poco más que mediana pero esbelta, de modo que parecía mucho más alta. Estaba envuelta en un abrigo de visón que la protegía del fuerte viento y llevaba una boina encasquetada sobre el cabello ensortijado, de un color que le recordó al de la caoba pulida. De una de sus muñecas colgaba una cartera de piel y estaba tan aterrorizada que Hepburn podía oír los latidos de su corazón mientras la aferraba con fuerza.

Se dio cuenta de que miraba como un estúpido aquellos ojos azul oscuro levantados hacia él, que se preguntaba si alguna vez había visto unas pestañas tan largas y curvadas… cuando el deber —aquel lema de sus antepasados cuáqueros— le reclamó con apremio. Relajó levemente la presión del brazo pero sin permitir la huida de la cautiva.

—Vaya —dijo con su voz seca e inexpresiva sin reflejar emoción alguna—. Esto resulta interesante. ¿Quién es usted y adónde va?

Sus maneras eran frías e implacables. Su brazo era como un brazalete de acero. La rebeldía de la prisionera desapareció y su miedo aumentó. Se puso a temblar, pero Hepburn no pudo dejar de admirar su valor porque cuando respondió lo miró sin pestañear.

—Me llamo Adair, señora Adair, y soy una de las empleadas del abad Donegal. He estado trabajando hasta tarde, y aunque sé que se ha dado la absurda orden de que nadie abandone este lugar, sencillamente tengo que irme. Esto es ridículo y no pienso someterme a esa orden. Insisto en que se me permita regresar a mi domicilio.

—¿Dónde está su domicilio?

—¡Eso no es asunto suyo! —estalló la prisionera con un brillo furioso en los ojos—. Si lo desea, llame al abad. Él confirmará lo que le he dicho.

El mentón cuadrado de Mark Hepburn sobresalía del cuello vuelto del abrigo y la mirada de sus ojos hundidos no titubeó.

—Eso puede hacerse más tarde si es necesario —dijo—, pero primero…

—Pero primero, me moriré helada —repuso la muchacha con indignación.

—Pero primero, ¿qué lleva en la cartera?

—Documentos privados del abad Donegal. Voy a continuar trabajando en mi domicilio.

—En ese caso, entréguemelos.

—¡Ni hablar! No tiene ningún derecho a entrometerse en mis asuntos. Ya le he pedido que llame al abad.

Sin soltar a la prisionera, Hepburn le arrebató, de repente, la cartera, deslizando el asa por encima de su pequeña mano enguantada, y la colocó bajo su brazo.

—No quiero ser rudo —dijo—; pero en estos momentos mi trabajo es más importante que el suyo. Dentro de una hora o menos le devolveré el portafolios. El teniente Johnson la acompañará a su casa.

La condujo hacia donde estaban aparcados los vehículos del Servicio Secreto. Estaba decidido a dar un buen rapapolvo al referido teniente Johnson por no haber apostado a un hombre en aquel lugar, pues como jefe del cuerpo al servicio del agente federal 56 se sabía personalmente responsable. No se sentía en absoluto seguro de sí mismo. La joven a quien aferraba por el brazo era el primer elemento realmente inquietante que había desestabilizado su vida de puritano. Era demasiado hermosa para ser real, y las enseñanzas de sus lejanos antepasados le indicaban que se trataba de un instrumento del demonio.

Durante diez, doce, quince pasos, ella se sometió de mala gana. Y entonces, de repente, ofreció resistencia e intentó deshacerse del brazo que la sujetaba.

—¡Por favor, por el amor de Dios, escúcheme!

Él se detuvo. Estaban solos en medio de la cegadora ventisca aunque diez o doce hombres se apostaban en torno a la torre de Holy Thorn. Un golpe de viento hizo caer un montón de nieve desde las ventanas iluminadas hasta donde se encontraban, y en el tenue reflejo de luz, Mark Hepburn vio el subyugante rostro alzado hacia él.

La señora Adair, que trabajaba para el abad Donegal, esgrimía una sonrisa temblorosa y patética, una sonrisa que en horas más felices debía reflejar una coquetería exquisita y sin duda inocente, pero que ahora hablaba de lágrimas escondidas con valor.

A pesar de todo su estoicismo, el corazón de Mark Hepburn latió con más rapidez. Algunos hombres, pensó, muchos, quizás, habrían adorado aquellos labios, habrían soñado con aquella atractiva sonrisa… puede que incluso lo hubieran perdido todo por ella.

Aquella mujer era una revelación; para Mark Hepburn, un descubrimiento. Desconfiaba de los irlandeses, por ello nunca creyó del todo en la sinceridad de Patrick Donegal. Y la señora Adair estaba envuelta en aquella aureola mística que persigue, y aun así protege, a los celtas. Él no creía en aquel misticismo, pero tampoco era inmune a su insidioso encanto. No quería hacer daño a la muchacha, quien le hacía pensar en una hermosa y frágil mariposa arrancada por el viento del pequeño y verde valle donde se escondían las hadas y en el que todavía crecían los tréboles de cuatro hojas.

De repente, se sintió orgulloso y no avergonzado de su obra, Lirio de los valles. La señora Adair, durante un momento mágico, le había permitido recuperar aquel estado de ánimo perdido hacía mucho tiempo. Le resultaba muy extraño encontrarse allí, en medio de la tormenta, con su aversión radical hacia las mujeres hermosas y hacia todo lo que perteneciera a Roma…

Fue este último pensamiento —Roma— lo que lo devolvió a la realidad. Se encontraba ante un oscuro complot contra la Constitución…

—No se lo pido: le suplico que me devuelva los documentos y me permita seguir mi camino. Le prometo, de corazón, que si me dice dónde encontrarlo, mañana regresaré y le explicaré todo lo que quiera saber.

Hepburn no la miró. Sus antepasados cuáqueros se reunían a su alrededor. Apretó la severa mandíbula.

—El teniente Johnson la acompañará a su domicilio —dijo con frialdad— y le devolverá la cartera tan pronto como me haya asegurado de que su contenido es lo que usted dice.