3. MÁS ALLÁ DE LA VENTISCA

En el estudio de Dom Patrick Donegal, situado en lo alto de la torre de Holy Thorn, James Richet se encontró de repente frente al agente federal 56. Parte de su atildada compostura parecía haberle abandonado.

—En cierto modo, comprendo su… inesperada aparición, señor Richet —dijo Smith mirando con frialdad al secretario—. La verdad es que nos ha servido de gran ayuda. Déjeme repasar lo que me ha contado: en su opinión (por desgracia, el abad no recuerda nada de ese episodio), cierto material para la última parte de su discurso le fue suministrado el sábado por la mañana temprano, durante una reunión privada que se celebró en esta habitación entre el padre y el doctor Orwin Prescott.

—Eso creo, aunque yo no estaba presente.

Había algo esquivo en la actitud de Richet; un temblor nervioso en su voz.

—Es evidente que el doctor Prescott tenía razones políticas para no divulgar esa información él mismo, ya que es uno de los candidatos a la presidencia —dijo Smith volviéndose hacia el abad Donegal—. ¿Es cierto que tiene usted por costumbre preparar los sermones y los discursos en esta habitación y que el señor Richet suele revisarlos?

—En efecto, así es.

—La situación está cada vez más clara. —Smith se volvió hacia Richet y prosiguió—: Creo que podemos deducir que la última parte del discurso, la parte que no llegó a pronunciarse, fue escrita a mano por Dom Patrick. Usted, según tengo entendido, mecanografió las primeras páginas.

—Así es. Ya le he mostrado una copia.

—Bien —soltó Smith—. El párrafo final termina con las siguientes palabras: «arrancado de raíz, reducido a cenizas…»

—Eso era todo. El abad me dijo que tenía intención de terminar las notas más tarde. De hecho, así lo hizo, porque cuando lo acompañé a la emisora me informó de que las había completado.

—¿Y después de su… achaque?

—Regresé casi de inmediato al estudio, pero el manuscrito no estaba sobre el escritorio.

—Gracias. Está perfectamente claro. No precisamos retenerle por más tiempo.

El secretario, cuya frente brillaba por la transpiración nerviosa, salió cerrando la puerta sin hacer ruido. El abad Donegal miró a Smith de un modo casi lastimero.

—Nunca pensé que viviría para encontrarme tan perdido —dijo—. ¿Puede creer que no recuerdo nada en absoluto de la visita del doctor Prescott? ¡Salvo por el horrible y vago instante en que me situé frente al micrófono y me di cuenta de que mis facultades mentales me estaban abandonando, no recuerdo nada de lo que ha sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas! Así y todo, por lo visto Prescott estuvo aquí y me proporcionó una información vital. ¿En qué consistía? ¡Cielo santo! —exclamó poniéndose en pie con agitación—. ¿En qué consistía? ¿Cree usted realmente que he sido víctima, no de una indisposición sino de un intento de suprimir esa información?

—¡No un intento, padre! —exclamó Smith—: ¡Un logro! ¡Tiene usted suerte de seguir con vida!

—Pero ¿quién puede haberlo hecho? ¿Y cómo?

—En cuanto a la primera pregunta, puedo contestarla; la segunda, podría si lograra recuperar el manuscrito. Es probable que haya sido destruido. Tenemos una posibilidad entre mil de recuperarlo. Estamos en deuda con una llamada telefónica que, por fortuna, le ha llegado a usted directamente, y que nos ha informado sobre el paradero del doctor Prescott.

—¿Por qué dice que «por fortuna me ha llegado directamente»? ¿No estará dudando de Richet…?

—¿Cuánto tiempo lleva con usted? —soltó Smith.

—Cerca de un año.

—¿Su nacionalidad?

—Estadounidense.

—Me refiero a sus orígenes.

—Los desconozco.

—Su piel tiene cierta tonalidad que no puedo determinar con exactitud. Pero una cosa es evidente: el doctor Prescott corre un grave peligro. Y usted también.

El abad detuvo el paseo interminable de Smith colocando una mano sobre su hombro.

—Sólo hay otro candidato a la dictadura, señor Smith. Harvey Bragg. De todos modos, me resulta difícil creer que él… ¿No estará usted acusando a Harvey Bragg?

—¡Harvey Bragg! —Smith soltó una carcajada—. Según creo, conocido como «Barba Azul». Mi querido Dom Patrick, Harvey Bragg es un mero peón en un juego de gran envergadura.

—Aun así… podría ser el próximo presidente, o dictador.

Smith se volvió y clavó su mirada inquisitiva habitual en los ojos del sacerdote.

—¡Es prácticamente seguro que él será el dictador!

Sólo el enloquecido ulular de la ventisca rompió el silencio que cayó tras aquellas palabras…: «Es prácticamente seguro que él será el dictador.»

A continuación, el sacerdote, cuya encendida retórica había levantado a una nación, preguntó en voz baja:

—¿Por qué dice que es seguro que será el próximo dictador?

—He dicho «prácticamente seguro». Su grito de guerra: «Norteamérica para cada hombre y cada hombre para Norteamérica», brilla como una cruz ardiente por todo el país. ¿Se da cuenta de que, mientras ha estado en el cargo, Harvey Bragg ha hecho promesas extraordinarias?

—¡Y las ha realizado! Maneja unos fondos inmensos.

—¡Así es! ¿Tiene alguna idea, padre, de la procedencia de esos fondos?

Durante un breve instante, una expresión de inquietud cruzó los ojos del abad. Un recuerdo huidizo había aparecido para volver a desaparecer.

—Ninguna —respondió con cansancio—. Pero, actualmente, sus partidarios son más numerosos que los míos. Sólo en mi calidad de sacerdote y sin ningún interés personal, he intentado —Dios sabe que lo he intentado— mantener a la gente limpia de mente y corazón. Las máquinas han vuelto locos a los hombres. Conforme las máquinas se acercan más y más al terreno de los milagros, conforme la ciencia sube y sube, el hombre se hunde más y más bajo. Cuando las máquinas hayan alcanzado las estrellas, el hombre habrá regresado, espiritualmente, a la oscuridad de las selvas primitivas.

Se dejó caer en la silla.

Smith apoyó una mano nerviosa y delgada en el escritorio y se inclinó sobre él, mirando fijamente al abad.

—¡Harvey Bragg es un producto de estos tiempos —dijo con voz tensa— y está respaldado por cierto hombre! Yo lo he seguido de Europa a Asia, de Asia a Sudamérica, de norte a sur. Se han empleado los recursos de tres potencias europeas y de los Estados Unidos para detener a ese hombre, ¡pero ahora se encuentra aquí y sabe que la inestabilidad política del país es su mejor oportunidad!

—¿Cuál es el nombre de ese personaje, señor Smith?

—En su propio interés, padre, creo que es mejor que no lo sepa… todavía.

El abad Donegal miró con desafío los ojos de acero, vio sinceridad en ellos, y asintió con la cabeza.

—Acepto su consejo, señor Smith. En la Iglesia se nos enseña a reconocer cuándo existe un entendimiento tácito. Usted no es un detective privado que haya recibido instrucciones del presidente y su verdadero nombre no es Smith, pero creo que nos entendemos… ¿Y dice que ese hombre, sea quien sea, apoya a Harvey Bragg?

—Sólo puedo decirle una cosa: ¡quédese aquí, en lo alto de su torre, hasta que tenga noticias mías!

—¿Como prisionero?

Patrick Donegal se levantó, agresivo y feroz de repente.

—Sí, como prisionero. Y le hablo, padre, con respeto y autoridad.

—Usted, señor Smith, puede hablar con la autoridad del Congreso, del presidente en persona, pero mi primer deber es hacia Dios, y el segundo, hacia el Estado. Debo oficiar la misa de las ocho de la mañana.

Durante unos instantes se retaron con la mirada.

—Puede haber ocasiones, padre, en las que tenga un deber incluso superior a ése —replicó Smith de modo tajante.

—Amigo mío, no podrá persuadirme de que cierre los ojos ante una obligación evidente. No dudo de su sinceridad: nunca he conocido a alguien más honesto y capaz. Y tampoco pongo en duda mi propio peligro, pero ya he tomado una decisión acerca de esta cuestión.

El agente federal 56 observó al sacerdote durante unos instantes con el ceño fruncido. A continuación, se agachó de improviso, recogió el abrigo de cuero y extendió su mano con determinación.

—Buenas noches, abad —soltó—. No llame al timbre; me gustaría bajar andando, aunque me tome algo de tiempo. A pesar de que rechaza mi consejo, lo dejo en buenas manos.

—En las manos de Dios, señor Smith, como estamos todos.

En la calle, al otro lado de la puerta de bronce con la imagen de la cabeza torturada por las espinas, la ventisca desplegaba una gran actividad. Cuando la puerta se abrió, la tormenta escupió nieve en la doliente cara, como si los poderes del infierno gobernaran la noche y lanzaran con desdén su afrenta sobre el dulce Maestro. El capitán Mark Hepburn, del cuerpo médico de los Estados Unidos estaba allí afuera. Vislumbró la tez cetrina de James Richet cuando acompañó a los visitantes hasta la puerta y oyó su suave voz: «Buenas noches, señor Smith.» A continuación, la puerta de bronce se cerró y el viento aulló, como una risa burlona, alrededor de la torre de Holy Thorn.

A través de la cortina de nieve se distinguía a algunos hombres en actitud vigilante.

—Escuche, Hepburn —espetó Smith— tome nota de esta dirección: Weaver’s Farm, Winton, Connecticut. Telefonee y dé instrucciones para que el doctor Orwin Prescott no salga de allí, ni un solo instante, hasta que yo llegue. Realice las gestiones necesarias para trasladarnos allí… con celeridad. Encárguese de que la zona esté protegida. Es inútil intentar volar esta noche. Consiga un tren especial a Cleveland y que nada nos detenga. Que un avión permanezca a la espera, e indique al piloto que localice pistas de aterrizaje de emergencia en un radio razonable de Weaver’s Farm. Si la tormenta continúa, disponga lo necesario para que el tren especial nos lleve hasta Búfalo. Advierta a Búfalo de esta posibilidad.

—Déjelo en mis manos.

—Mantenga a James Richet bajo vigilancia. Informen cada hora al cuartel general. La vida del abad es muy valiosa. Encárguese de que esté protegido día y noche y mantenga este lugar vigilado desde este momento. Detenga a cualquier persona, a cualquiera, que intente salir esta noche.

—¿Y, adónde se dirige usted, jefe?

—Voy a echar una ojeada a la sede central de Dom Patrick. Reúnase conmigo en la estación…