En una sala con el techo pintado de un modo peculiar (más propio de un minarete), una extraña figura se sentaba ante una mesa larga y estrecha. Una luz ambarina se filtraba por cuatro ventanas de estilo casi gótico y situadas a tal altura que sólo un gigante podría haber atisbado por ellas. El hombre, cuya edad debía estar entre los sesenta y los setenta años —poseía una buena mata de cabello blanco— era corpulento y vestía una vieja bata de lana. Sus largos y sensibles dedos estaban manchados de nicotina debido a que fumaba sin cesar unos cigarrillos egipcios. Al alcance de su mano, había una cajetilla abierta y encendió uno con la colilla de otro. Fumaba y fumaba sin descanso.
Sobre la mesa, había siete teléfonos y casi siempre sonaba alguno. Cuando lo hacían dos al mismo tiempo, el fumador se colocaba un auricular en el oído izquierdo y el otro en el derecho. Nunca respondía a los mensajes ni tomaba notas.
En los breves intervalos en que no había llamadas, se dedicaba a lo que al parecer era su verdadera vocación. Sobre un gran pedestal de madera, había un bloque de arcilla y, al lado, unos utensilios para modelar. Aquel hombre singular, cuya espléndida cabeza se había desarrollado de un modo sorprendente en la zona frontal, denotando unas enormes aptitudes matemáticas, trabajaba con paciencia en el busto de tamaño natural de un chino majestuoso pero siniestro.
En uno de esos raros descansos, mientras trabajaba con delicadeza en la arrogante e imperiosa nariz de la cabeza de arcilla, se oyó el ruido amortiguado de un timbre y la luz ámbar desapareció de las cuatro ventanas góticas, sumiendo a la habitación en una oscuridad total.
Durante unos instantes, no hubo ningún ruido. El extremo encendido del cigarrillo brillaba en la oscuridad. Entonces, una voz inolvidable que pronunciaba de un modo extraño los sonidos guturales pero que daba a cada palabra su valor silábico preciso, dijo:
—¿Tiene algún informe de última hora de la base número 8?
El hombre que se sentaba ante la larga mesa respondió con acento alemán:
—El hombre conocido como agente federal 56 llegó a la emisora de radio a las doce y veinte minutos. La policía sigue allí, registrando el lugar. El informe que acaba de recibirse del número 38 indica que el agente, acompañado por el capitán Mark Hepburn, del cuerpo médico del ejército de los Estados Unidos y destinado a la lista de agentes especiales, llegó junto con otros nueve hombres a la torre de la Holy Thorn a las doce y treinta y cinco. Allí, relevaron a los federales de guardia. Según el último informe recibido, el agente 56 está reunido con el abad Donegal. Toda el área está bajo estrecha vigilancia. Ninguna otra novedad en este informe.
—¿Y el número responsable del manuscrito?
—Todavía no ha informado.
—¿El último informe de los números que vigilan la granja Weaver?
—Se recibió a las once cero siete. El doctor Orwin Prescott todavía está allí. No ha efectuado ningún cambio en sus planes sobre el debate en Carnegie Hall. Eso indica el informe del número 35.
El timbre amortiguado volvió a sonar, la luz ámbar apareció de nuevo en las ventanas y el escultor reemprendió con entusiasmo el modelado del busto chino.