1. EL ABAD DE HOLY THORN

Tres coches se detuvieron. El primero lo hizo frente a una enorme puerta de bronce en la que había un hermoso y atormentado semblante del Salvador con la corona de espinas clavada en la frente. Un hombre saltó del vehículo y corrió hacia la puerta, seguido por otros diez individuos. El viento aullaba en torno a la alta torre y una alfombra de nieve empezaba a cubrir el suelo. Cuatro agentes, que surgieron como por arte de magia de las sombras blancas, se alinearon ante la puerta.

—¡Stayton! —exclamó una voz con brusquedad—. Sepárese del grupo.

Uno de los agentes dio un paso mirando al frente. Quien había dado la orden era un hombre alto y delgado que había descendido del primer coche. Su encrespado cabello era negro y abundante, y su cara, aunque correspondía a alguien que no pasaba de la treintena, mostraba una expresión ceñuda y adusta. Su autoridad fue reconocida de inmediato.

—A sus órdenes, capitán.

Este dio instrucciones al grupo en voz baja. El jefe de la expedición, enfundado en un abrigo de cuero con el cuello de piel y con el rostro oculto por el ala de un sombrero de fieltro espolvoreado por la nieve, llamó al timbre que había junto a la puerta de bronce.

Un hombre la abrió de repente, como si hubiera estado esperando al otro lado con ese fin. Era de estatura baja y aspecto elegante; la pulcritud de su atuendo era casi femenina.

El recién llegado entró y cerró con rapidez la puerta, dejando fuera la tormenta. Permaneció de pie en el pequeño vestíbulo mirando a quien le había abierto. El vestíbulo comunicaba con una amplia estancia equipada como una oficina moderna pero que, a aquellas horas, estaba desierta.

Una lámpara, como las que se utilizan en las iglesias, colgaba de un soporte de la pared y proyectaba su luz dorada sobre el rostro del hombre del abrigo de cuero. Se había quitado el sombrero dejando a la vista su pelo entrecano y rizado. Sus facciones eran tan angulosas que le hacían parecer demacrado; sus ojos tenían una mirada penetrante, como de acero, y su tez parecía fuera de lugar en aquel clima debido a su color tostado, como el del café con leche.

—¿Es usted James Richet? —preguntó con brusquedad.

El elegante joven inclinó su lustrosa cabeza.

—A su servicio.

—Condúzcame ante el abad Donegal. Me está esperando.

Richet vaciló de un modo visible, lo que provocó que el visitante, con un movimiento impaciente, introdujera la mano en el interior del abrigo de cuero y extrajera una tarjeta que alargó a Richet. Éste le dio una ojeada, se inclinó de nuevo de un modo casi oriental y señaló la puerta abierta de un ascensor.

Unos momentos más tarde, Richet anunció con voz suave:

—El agente federal 56.

El visitante entró en un estudio iluminado por una luz tenue. La vista que se apreciaba desde las ventanas le indicó que se encontraba en lo alto de la elevada torre. El único ocupante de la estancia, que por lo visto había estado observando el panorama invernal, se levantó de una silla que había junto a un escritorio atestado de libros y se volvió. El señor Richet se inclinó de nuevo, se retiró y cerró la puerta.

El agente federal 56 dejó caer, sin ceremonias, el húmedo abrigo en el suelo y echó el sombrero sobre él. Se vio, entonces, que era un hombre alto y delgado que vestía un traje de mezclilla muy usado. Avanzó con la mano extendida para saludar al ocupante del estudio, un clérigo enjuto, con las facciones afiladas y ascéticas de algunos irlandeses del sur y con el cabello espeso y gris; un hombre que normalmente hacía gala de un saludable sentido del humor, pero que, aquella noche, mostraba, en sus ojos claros, una expresión de angustia.

—Gracias a Dios que se encuentra bien, padre.

—Gracias a Dios, desde luego —respondió el sacerdote al tiempo que miraba la tarjeta que Richet había dejado sobre el escritorio y estrechaba la mano extendida—. En general, no me molesta que interrumpan mi trabajo, pero esto…

El recién llegado, sosteniendo todavía la mano del sacerdote, lo miró fija e inquisitivamente a los ojos.

—No sabe todo lo ocurrido —dijo sin demora.

—Este arresto…

—Necesario, créame. Desde que su mensaje radiado de la tarde se interrumpió, he recorrido mil kilómetros por aire.

Se volvió de un modo repentino y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación repleta de libros, imágenes y objetos sagrados que contrastaba, curiosamente, con la amplia y ordenada oficina del piso de abajo. Sacó una pipa de brezo chamuscada del bolsillo de su chaqueta y empezó a cargarla con el tabaco de una petaca tan gastada, al menos, como la pipa. El abad Donegal se dejó caer en la silla y se pasó la mano por los cabellos.

—Antes de continuar —dijo—, querría pedirle un favor. Resulta difícil hablar con una persona anónima.

Volvió a mirar la tarjeta que había sobre el escritorio en la que se leían las siguientes palabras:

AGENTE FEDERAL 56

Además, en la esquina inferior derecha figuraba la firma del presidente de los Estados Unidos.

El agente federal 56 esbozó una sonrisa reveladora que le quitó unos cuantos años de encima.

—Estoy de acuerdo —soltó en su estilo rápido y cortante—. Smith es un nombre muy común. Digamos que me llamo Smith.

La ventisca iba en aumento y aulló en torno a la torre como si una multitud de demonios implorara entrar. La nieve caía tras las ventanas sin cortinas, tamizando la distante luz. Dom Patrick Donegal encendió un cigarrillo. Sus manos temblaban ligeramente.

—Si sabe lo que en realidad me ha sucedido esta noche, señor Smith —dijo, y su sonora voz de orador bajó de tono hasta convertirse en un susurro—, por todos los santos, dígamelo. He recibido numerosos telegramas y llamadas telefónicas, pero, siguiendo sus instrucciones o… —prosiguió, observando a la figura que no cesaba de pasear— quizá debería decir órdenes, no he respondido a ninguno de ellos.

Smith, con la pipa ya encendida, se detuvo y miró al sacerdote.

—¿Tras su desmayo lo trajeron directamente aquí?

—Así es. Me habrían llevado a mi casa, pero unas misteriosas instrucciones de Washington indicaban que debía ser trasladado aquí. Recuperé el sentido en una pequeña alcoba contigua a este estudio.

—¿Qué es lo último que recuerda?

—Recuerdo que estaba frente al micrófono y que sostenía mis notas.

—Bien —dijo Smith reemprendiendo su paseo—. Si mal no recuerdo, sus últimas palabras fueron: «No obstante, si queremos preservar la Constitución, si queremos conservar aunque sólo sea un atisbo de libertad, un ser malvado que habita en este país debe ser erradicado, arrancado de raíz, reducido a cenizas…» A continuación, se hizo un silencio, hubo una confusión de voces y alguien anunció que usted había caído enfermo de repente. ¿Recuerda haber pronunciado aquellas palabras, padre?

—No exactamente —respondió el sacerdote con cansancio mientras apoyaba la cabeza en la mano y realizaba un esfuerzo evidente por concentrarse—. Empecé a perder el control de la situación algo antes, durante el discurso. Tuve unas sensaciones muy extrañas. No podía coordinar las ideas, y el estudio radiofónico donde me encontraba se encogía y se alargaba alternativamente. Hubo un momento en el que el techo pareció volverse de color negro y descender sobre mí. En otro, me pareció que estaba en la base de una torre de una altura inconmensurable. —Mientras hablaba, su voz se hizo más potente y su acento irlandés más pronunciado—. Después de aquellas horribles sensaciones, mi mente y mi cuerpo se paralizaron. Y ya no recuerdo nada más.

—¿Quién le atendió? —soltó Smith.

—Mi médico personal, el doctor Reilly.

—¿Nadie, salvo el doctor Reilly; su secretario, el señor Richet, y supongo que el conductor del vehículo en el que lo trasladaron, ha subido aquí?

—Nadie, señor Smith. Según tengo entendido, éstas fueron las órdenes explícitas e incuestionables que se recibieron pocos minutos después de mi desmayo.

Smith se detuvo al otro lado del escritorio mirando al abad.

—¿Su manuscrito no se ha recuperado? —preguntó con voz lenta.

—Me temo que no. Sin duda alguna, lo debieron olvidar en el estudio.

—¡Al contrario —soltó Smith con irritación—, sin duda alguna no lo olvidaron allí! Personas expertas han registrado el lugar centímetro a centímetro. No, padre, su manuscrito no está allí. Tengo que saber lo que contenía y de dónde obtuvo usted la información que se ha perdido.

El viento aumentaba en intensidad y golpeaba con furia la torre de Holy Thorn, y ululando en el exterior de aquella elevada sala en la que dos hombres se enfrentaban a un problema cuyo resultado afectaría a toda una nación. El sacerdote, un fumador empedernido, encendió otro cigarrillo.

—No lo entiendo —dijo, y su habitual tono autoritario empezó a imponerse en su voz—. No puedo comprender por qué da tanta importancia a mis notas ni por qué mi desmayo repentino, que como es natural me preocupa personalmente, ha dado lugar a esta extraordinaria actuación federal. La verdad, amigo mío —continuó mientras se reclinaba en la silla y alzaba la vista hacia la bronceada y vehemente cara del visitante—, es que estoy prisionero en este lugar. Y debo decir que esto es intolerable. Espero sus explicaciones, señor Smith.

Smith se inclinó hacia delante apoyando sus manos morenas y nerviosas en el escritorio del sacerdote y mirando fijamente los ojos que le observaban.

—¿Cuál era la naturaleza de la advertencia que estuvo a punto de dar a la nación? —exigió—. ¿En qué consiste ese brote de maldad que debe ser arrancado de raíz y destruido?

Estas palabras produjeron un cambio palpable en la actitud del abad Donegal. Parecieron recordarle alguna cosa que habría querido olvidar. Una vez más, se pasó los dedos por los cabellos; en esta ocasión, de forma casi mecánica.

—¡Dios me asista! —dijo en voz baja—. ¡No lo sé!

De repente, se puso en pie con una expresión de fiereza en los ojos.

—No puedo recordarlo. Mi mente está totalmente en blanco respecto a esta cuestión; respecto a cualquier cosa relacionada con ella. Debo de haber sufrido alguna lesión cerebral. Y creo que el doctor Reilly, aún a su pesar, es de la misma opinión.

—Nada de eso —soltó Smith—. ¡Pero tenemos que encontrar ese manuscrito! Es cuestión de vida o muerte.

De pronto, dejó de hablar y pareció escuchar el sonido de la tormenta. A continuación, haciendo caso omiso del sacerdote, cruzó la habitación de una zancada y abrió la puerta de golpe.

El señor Richet estaba inclinado en el umbral.