Distintas tandas de detectives habían estado de servicio toda la noche, vigilando todas las salidas del edificio. Nayland Smith paseaba arriba y abajo en la salita cuando Gallaho fue anunciado. Se había pasado la noche caminando de un lado para otro. Fleurette, que no hizo caso de las órdenes de la enfermera, se había unido a él. Estaba acurrucada en un sillón. Alan Sterling había llamado en dos ocasiones.
—¿Alguna noticia, señor?
—No.
Gallaho se apoyó en la repisa de la chimenea.
—Empiezo a creer que tal vez estemos equivocados.
—Siempre existe la posibilidad, Gallaho.
El detective, que había recibido los informes de los hombres de servicio, había observado que el resto de los muebles del nuevo inquilino estaba llegando. Un secretario, vestido de chaqué, se había ocupado de las gestiones. Una de las grandes furgonetas verdes de Staple se encontraba en la puerta de la entrada de servicio, y otra más pequeña estaba aparcada detrás.
—Las sillas de caoba —había dicho el secretario cuando Gallaho pasó por allí— y el armario lacado grande deben bajarse de nuevo. No caben. Pónganlo todo en la furgoneta pequeña.
—Me refiero —siguió Gallaho tenazmente— a que quizá nos hemos equivocado. Existe la posibilidad…
El timbre de la puerta había sonado varias veces, pero Gallaho no lo había oído. Fey abrió la puerta.
—¡Papá! —exclamó Fleurette.
Saltó del sillón y se lanzó a los brazos de su padre… El doctor Petrie acababa de llegar.
Fleurette rompió a llorar.
Seguía llorando como un bebé, pero de alegría, cuando una pequeña furgoneta que acababa de abandonar el edificio hacía diez minutos, se detuvo en el patio de un constructor, en Chelsea.