La noche llegó al dormitorio oriental. Hacía rato que Ibrahim había encendido las luces.
Petrie había perdido su identidad: no era más que un médico batallando con el caso más difícil que jamás había asumido. Se sentó junto al doctor Fu-Manchú y sostuvo su débil y amarilla muñeca para tomarle el pulso mientras observaba su rostro de momia y se preguntaba si habría cometido algún error. Tenía la esperanza, sí, la esperanza de que el éxito coronara sus horas de esfuerzo.
Sin ninguna obligación, pues jamás ningún hombre había dudado de la palabra del doctor Fu-Manchú, luchaba por salvar la vida de aquel monstruo, de aquel pulpo cuyos tentáculos, que se extendían desde algún lugar de Asia, parecían tocar las razas del mundo. Estaba conservando a una plaga, devolviéndole la vida a un intelecto tan frío, tan calculador, que el hombre en cuyo cuerpo residía era capaz de sacrificar a los de su propia sangre en interés de sus enormes proyectos.
En un momento de locura, el encanto del Si-Fan cobró sentido. Petrie se descubrió cuestionándose sus propios ideales, dudar de ideas que consideraba sensatas. Definitivamente, el mundo había fracasado. Tal vez era posible que aquel hombre increíble (pues nadie podía negar que se trataba de un genio) tuviera un plan para que las leyes del mundo se adaptaran a los deseos del corazón.
¿Cómo iba a saberlo?
Si se pesaba en la misma balanza que el doctor mandarín, él era una cantidad insignificante. Tal vez la redención del ser humano, el restablecimiento del equilibrio, sólo podía brindarlos un intelecto despiadado como el del doctor Fu-Manchú. Tal vez era un estúpido por enfrentarse al Si-Fan… ¡Tal vez el Si-Fan tenía razón y Occidente estaba equivocado!
Llegó la noche y bajo sus alas apareció de nuevo aquella maldita niebla.
Y la noche transcurrió hasta que el fantasmal resplandor del alba entró por las cubiertas ventanas.
De pronto, el doctor Fu-Manchú abrió los ojos.
Sus verdes pupilas parecían empañadas. Un ronco susurró llegó a los oídos del doctor Petrie.
—¡Lo he logrado!
Jamás había creído que podría tocar sin asco el cuerpo del médico chino, pero ahora, de nuevo, comprobó su pulso.
—¿Ve el cambio? —prosiguió la débil voz—. He retado al destino, doctor Petrie, pero he vuelto a ganar. La crisis ha pasado.
Petrie le observó con asombro. No sólo su pulso sino también su voz indicaban una increíble recuperación.
—La vida siempre se abre paso, como el sol —dijo el doctor Fu-Manchú.
El extraño velo que cubría sus ojos desapareció. Al atónito doctor Petrie le pareció que las mejillas hundidas de aquel hombre empezaban a abultarse…
—De todos los médicos occidentales que se han cruzado en mi camino, no he encontrado a ninguno como usted. Es usted un hombre modesto, doctor Petrie. Los verdaderos sanadores son raros, y usted es uno de ellos. Si alguna vez se reúne conmigo, será voluntariamente. A partir de hoy no debe temer nada de mis planes.
El tratamiento que el doctor Petrie le había administrado a Fu-Manchú él mismo lo hubiera descrito como estúpido. El colegio de médicos habría desacreditado a cualquier profesional que hubiera empleado tales medidas. No había sido capaz de descubrir ni un sólo elemento sensato, ningún elemento de unidad en las drogas que le habían pedido que reuniera.
Aquel extraño aceite, con su ligero olor a violetas, era el único elemento de aquella extraña prescripción que no podía identificar. Sí, ¡aquello era magia! ¡Algo que trascendía los conocimientos del mundo occidental!
El doctor Fu-Manchú cada vez parecía más joven.
—Está asombrado, doctor Petrie. —Su voz ronca empezaba a recuperar su tono normal—. Cualquier médico europeo o americano estaría sorprendido. Tal vez no se haya dado cuenta de que no todos los herbolarios antiguos eran unos majaderos. Hay un aceite esencial, el que usted a utilizado esta noche, que contiene esas propiedades que buscaron los alquimistas. Son los otros ingredientes, que son muy sencillos, los que lo convierten en este elixir descubierto en la Edad Media.
¡El doctor Fu-Manchú se incorporó!
Petrie retrocedió. Se hallaba ante el Fu-Manchú contra el que había luchado durante tantos años, el vital y poderoso Fu-Manchú, ante su enemigo. Se enfrentaba a una amenaza que había destruido su propia felicidad y que todavía podía destruir los cimientos de la sociedad occidental.
—Mis cumplidos, doctor Petrie. No había sobreestimado sus habilidades.
El doctor Fu-Manchú se quitó diez, veinte, cien años de encima, del mismo modo en que una serpiente se deshace de su piel. El hombre que ahora permanecía erguido en su cama clavando sus penetrantes ojos verdes en el doctor Petrie era un portento. El ave Fénix había surgido de sus cenizas.
Petrie tuvo una visión de lo que aquello podía significar para el mundo: vio una batalla cruel y sangrienta, una horrible imagen de muerte y destrucción.
—Ha hecho su trabajo con honor —dijo el doctor Fu-Manchú.
Extendió su larga mano amarilla y tocó un timbre. Entró Ibrahim y, al comprobar el milagro que se había producido, se postró en la alfombra y empezó a rezar dando gracias a Dios.
Se oyeron algunos ruidos en el pasillo. Petrie recordó vagamente que había oído algo parecido la noche anterior, pero los sonidos le habían llegado como a través de la niebla.
Ibrahim iba acompañado de un hombre con chaqué, bien afeitado y cuyo arrugado rostro no concordaba con su cabello negro azabache. Aquel hombre miró atónito al doctor Petrie, que todavía llevaba el maquillaje aplicado por el señor Yusaki.
—Es el compañero Crossland —dijo con voz sibilante el doctor Fu-Manchú—. Su falso aspecto le intriga. El compañero Crossland ha renunciado a su lugar en el mundo que le conocía. Estoy listo.
Se desplazó hacia la puerta.
—Ibrahim le ayudará a recuperar su aspecto normal. Le pido que me dé su palabra de que permanecerá aquí hasta que Ibrahim le diga que puede marcharse.
—De acuerdo.
—Doctor Petrie, le saludo y me despido cordialmente…