—El inspector detective Gallaho, señor —anunció Fey.
Era casi de noche cuando Gallaho fue a ver a Nayland Smith. Entró en el vestíbulo, se quitó el bombín, lo dejó encima de una silla y se dirigió hacia la salita.
—¡Hola, Gallaho! —saludó sir Denis—. Menudo follón que hay en el rellano…
—Sí, señor. Me parece que el apartamento vacío ha sido alquilado a un caballero del ejército indio. Están trayendo sus cosas.
—¡Veo que lo ha comprobado!
—Bueno… —Gallaho se apoyó en la repisa de la chimenea—. Tengo a un hombre en cada una de las cuatro salidas y tengo controlados a los trabajadores del almacén Staple que realizan la mudanza. Nadie se escapará con la confusión; es decir, ¡nadie de más de metro ochenta que yo no conozca!
—Buen trabajo, inspector.
Gallaho empezó a mascar un chicle invisible.
—He llegado a una conclusión, señor —declaró—. Lo que vaya a hacer depende de la respuesta a una pregunta que voy a formularle.
—¿Cuál es la pregunta? —preguntó Nayland Smith.
—La siguiente, señor: ¿quién está al mando de este caso del doctor Fu-Manchú?
—Yo.
—Perfecto. Eso significa que estoy bajo sus órdenes.
—Exactamente.
—Eso me ahorra muchos problemas —suspiró Gallaho, aliviado, mientras se apoyaba de nuevo en la repisa de la chimenea—. Porque tengo ciertas teorías y no puedo actuar sin sus instrucciones.
Hizo una pausa y pareció escuchar.
—Sé lo que intenta oír —dijo sir Denis—. Pero me alegro mucho de decirle, Gallaho, que la señorita Petrie está completamente recuperada. La enfermera que contrató el doctor Petrie insiste en que debe permanecer en cama, pero en realidad no hay razón por ello. El señor Sterling y la enfermera están con ella ahora. Está completamente bien.
—Es asombroso —dijo Gallaho.
Nayland Smith miró más allá de Gallaho, como si observara algún objeto lejano.
—Los poderes de la mente son asombrosos —dijo lentamente—. ¿Y esa teoría suya, Gallaho?
—Bueno, señor, mi teoría es la siguiente: ese árabe anciano. Ibrahim salió esta mañana y le he seguido. Me llevé a Murphy conmigo por si teníamos que separarnos. Se fue al muelle de West India y subió a un barco procedente de Jamaica. Luego volvió a desembarcar con su patrón, el señor Crossland.
—Lo sé —le interrumpió sir Denis—. Me encontré con ellos en cuanto llegaron.
—Comprendo… —Gallaho le miró fijamente—. Bueno, en mi opinión aquí hay algo extraño. Verá, señor, he hecho algunas averiguaciones acerca del señor Crossland. Su esposa está en Nueva York. Esto está comprobado, me refiero a la mujer que escribe novelas. Pero lo último que se sabía del señor Crossland es que se encontraba en Madeira.
—Debe de haber subido al barco en algún puerto de escala.
—Tal vez —contestó Gallaho—. En realidad, es lo que debe de haber hecho. Pero resulta extraño. Aparte del egipcio, nadie más ha salido del apartamento desde que estuvimos allí… Me pregunto quién sigue ahí dentro.
Nayland Smith no dijo nada. Luego le dijo:
—Usted quiere decir, Gallaho, que no cree que el hombre que presumiblemente se encuentra ahora en el apartamento del señor Crossland sea realmente el señor Crossland.
—Supongo que debo de estar loco —gruñó Gallaho, apoyado en la repisa de la chimenea—. Su pasaporte estaba en regla, fue aceptado por el servicio de aquí y fue a recibirle Ibrahim, que se encargó de su equipaje. Supongo que debo de estar chalado, pero hay algo que no cuadra. No sé qué es, pero me gustaría tener su permiso para poder entrar en el apartamento del señor Crossland. Creo que encontraría algo.
Nayland Smith empezó a caminar de un lado a otro en silencio, pero finalmente contestó:
—A mi entender, tiene usted razón, inspector —contestó—. Si mi opinión le sirve de algo, le considero un hombre muy bien dotado para esta profesión.
El detective inspector Gallaho se mostró azorado.
—Parece no conocer el significado del miedo a pesar de que tiene una gran imaginación. Debo mi vida a esta combinación tan particular, y no lo olvidaré nunca.
—Gracias, señor.
—El actual comisario y yo mismo no coincidimos demasiado, pero no dudo de su capacidad como organizador. Lo que quiero decir es lo siguiente, Gallaho: ha dado en el clavo.
Gallaho miró a Smith mascando agitadamente, y dijo:
—¿Debo entender, señor, que coincide con mi punto de vista en este caso?
—Así es.
—¿Quiere decir que tiene razones, como yo las tengo, para creer que nuestro deber, en aras de la justicia, sería la de registrar el apartamento del señor Crossland?
—Exacto.
Se hizo un gran silencio. A lo lejos, se oían los tranvías, que realizaban su recorrido. Los sonidos producidos por cierta actividad en el río llegaban hasta el alto apartamento.
—¿He entendido, señor que está oficialmente al mando?
—Ya se lo he dicho.
—¿Y no quiere que registre el apartamento del señor Crossland?
—Le prohíbo que lo haga.
—Muy bien, señor.
Gallaho dirigió su mirada hacia la puerta que comunicaba con la habitación de Fleurette.
—Verá. No está luchando contra un criminal común —dijo Nayland Smith—. Está luchando contra el emperador de los infractores de la ley. El doctor Petrie y yo mismo hemos trabajado codo con codo durante muchos años contra los planes monstruosos de ese hombre. Jamás he logrado entregarlo a la justicia. Hay razones por las que en estos momentos no puedo hacer nada.
Miró al inspector Gallaho de hito en hito.
—Comprendo, señor. ¿Cuándo tendré su autorización?
—Cuando el doctor Petrie vuelva a reunirse con nosotros.