Aquel extraño trayecto acabó en una pequeña casa de Pelling Street, en Limehouse.
El conductor del Morris, que tal vez era chino pero que probablemente era mestizo, descendió del coche y llamó a la puerta mediante una aldaba de hierro que reemplazaba al timbre.
Casi inmediatamente la puerta se abrió, pero Petrie no pudo ver quién lo hacía.
El comportamiento de su conductor durante aquel largo trayecto había sido insólito. Una lluvia muy fina había seguido a la niebla, y las abarrotadas calles de la ciudad, en esas condiciones, hubieran desesperado al más paciente. Tomaron muchos caminos distintos sin razón alguna. El conductor constantemente se detenía, esperaba y observaba.
El doctor Petrie comprendió aquellas maniobras. El hombre sospechaba que le seguirían y quería deshacerse de sus seguidores.
En aquel momento, le indicó al doctor Petrie que entrara. Petrie salió del coche y se dirigió a la puerta.
—¿La bolsa? —dijo.
—Ahora dejar —dijo el conductor—. Luego doy.
—Ésas son mis órdenes, doctor Petrie —dijo una voz cultivada.
Y Petrie vio que un caballero japonés que llevaba anteojos le sonreía desde las sombras de un pequeño pasillo.
—Si ésas son sus órdenes, de acuerdo.
El conductor se marchó y la puerta se cerró. Petrie siguió al japonés hasta una habitación de la parte trasera cuya decoración le sacó de la letargia en la que empezaba a caer.
Podría haberse tratado de una habitación privada de un moderno salón de belleza o el camerino de un actor. Había toda clase de productos de maquillaje y un gran espejo a la derecha de la ventana, cuya vista consistía en un muro y un montón de chimeneas.
—Me llamo Ecko Yusaki —dijo el hombre de los anteojos—. Es un gran honor conocerle, doctor Petrie. Por favor, siéntese en este sillón, frente a la luz.
Petrie se sentó.
—Sus ideales no son los mismos que los míos —prosiguió la dulce voz y el señor Yusaki se dispuso a realizar unas extrañas preparaciones—, pero imagino que son igual de firmes. Pertenezco a una de las fraternidades más antiguas del mundo, doctor Petrie: el Si-Fan. —Hizo un peculiar gesto que el doctor Petrie conocía bien—. Y por fin me ha llegado el momento de ser útil. Soy… —Se volvió y mostró una hilera de dientes brillantes—… especialista en maquillaje, y acabo de llegar de Hollywood.
—Comprendo —dijo el doctor Petrie—. Estoy en sus manos.
Acto seguido, con gran cortesía y destreza el señor Yusaki se puso a trabajar.
Petrie se resignó, cerró los ojos y pensó en Fleurette, en su hija, en Nayland Smith, en Sterling, en todos los que estaban atrapados en la trampa del temible doctor Fu-Manchú.
Finalmente, el señor Yusaki pareció satisfecho y dijo:
—Por favor, mire esta fotografía, doctor Petrie. ¡No! ¡Un momento! —exclamó, y retiró la fotografía—. ¡Con esto!
Y le colocó unas gafas con la montura de concha.
Petrie observó una fotografía de prácticamente tamaño natural que el japonés sostenía delante de él. Era de un hombre de cabello cano, que lucía un bigote y una perilla puntiaguda, y que también llevaba gafas. Un hombre de aspecto triste más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero bien conservado.
—¿Lo ve?
—Sí. ¿Quién es?
—Por favor, mírese ahora en el espejo.
Petrie se volvió hacia el gran espejo.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Dios santo!
Vio al personaje de la fotografía, ¡aunque el rostro al que miraba era el suyo!
Se quedó momentáneamente sin habla.
—¿Quién soy? —preguntó con voz apagada.
—Un miembro del Sin-Fan… —Volvió a hacer el gesto respetuoso parecido al signo de la Cruz de la Iglesia Católica— que hoy hará un gran sacrificio por la Causa. Yo he terminado, doctor Petrie, a excepción de un pequeño cambio en el vestir. Y el coche le está esperando…