Cuando Petrie cruzó el vestíbulo, Nayland Smith se volvió hacia Gallaho.
—¿Se da cuenta, inspector —dijo—, de que la mayor amenaza para la paz mundial desde los días de Atila se encuentra al otro lado del teléfono?
—Empiezo a comprender que lo que dice de este hombre es cierto, señor —contestó Gallaho—. Pero creo que con esta llamada podremos localizarlo.
—Esperemos a ver.
Siguió mirando hacia la puerta que comunicaba con la habitación de Fleurette. Estaba en silencio. Se preguntaba qué debía de estar haciendo. Tal vez, el plan incomprensible del doctor Fu-Manchú había alcanzado su culminación. Nayland Smith se dirigió a la puerta del vestíbulo y escuchó las palabras de Petrie.
No le sirvió de mucho, puesto que básicamente consistieron en «sí» y «no». Finalmente, Petrie colgó el auricular, se levantó y miró a Smith.
Su rostro era sombrío. Smith comprobó lo mucho que había envejecido en aquel último año.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, casi en susurros—. ¿Qué debo hacer?
—Entre —le dijo Smith—. Gallaho quiere utilizar el teléfono.
Gallaho saltó hacia el teléfono mientras el doctor Petrie y Nayland Smith entraban en la salita. Se miraron.
—¿Cuáles son las condiciones?
Petrie asintió con un movimiento de cabeza.
—Sabía que usted lo comprendería.
Se dejó caer en un sillón y miró hacia los rescoldos de la chimenea.
—Quiere algo —prosiguió Nayland Smith—. Y pide que aceptemos sus condiciones o… —Señaló hacia la puerta que daba a la habitación de Fleurette.
Petrie volvió a asentir.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
—Dígame los detalles. Tal vez pueda ayudarle.
—Era el doctor Fu-Manchú quien estaba al otro lado del teléfono —dijo Petrie con voz monótona—. Todas las dudas que podía tener han desaparecido en el momento en que he oído aquella entonación singular. Me ha pedido perdón por las molestias. Jamás deja de ser cortés, a excepción de los momentos de locura.
—Estoy de acuerdo —murmuró Nayland Smith.
—Admitió, Smith, que usted le había puesto las cosas difíciles, ayudado por la policía inglesa y francesa. Se le negó el acceso a los agentes del Sin-Fan de Inglaterra. Sus recursos económicos se han agotado. Ha sido sincero al respecto.
—Al final habló de lo que yo esperaba. Lamentó haber tenido que hacer una visita clandestina a este apartamento, pero Fleurette, la mujer a la que ha escogido por esposa… —Petrie hablaba sin entonación— le había sido arrebatada. Asuntos más urgentes requerían…
Hizo una pausa y miró el fuego.
—¿Qué requerían? —preguntó Nayland Smith con calma.
Estaba escuchando, pero de la habitación de Fleurette no procedía ningún ruido.
—Tiene una idea exagerada de mis poderes como médico. Es un hombre muy mayor, Dios sabe cuántos años tiene, y al parecer toma un extraño elixir que es el que le permite seguir viviendo. Ofrece lo siguiente: debo llevarle ciertos ingredientes que ha enumerado y ayudarle a preparar el elixir, que por lo visto no puede preparar solo, o…
—Imagino la alternativa —soltó Nayland Smith—. Pero hay algo que no acabo de comprender. Me pregunto si hay algo más detrás de todo esto. ¿Por qué necesita sus servicios?
Petrie sonrió sin ganas.
—Parece ser que se encuentra en una situación, admite francamente que le buscan, en la que la atención de cualquier médico de su grupo resulta imposible. Al parecer, los pormenores farmacéuticos también requieren la manipulación de un experto.
—¿Y qué quiere que haga usted?
Gallaho regresó del vestíbulo.
—Fue una llamada desde Westminster, señor —dijo—. El que llamaba se hallaba en esta zona. Más tarde me darán más detalles.
—Excelente —murmuró Nayland Smith—, escuche esto, Gallaho. Continúe, Petrie.
—Me ha asegurado —prosiguió el doctor Petrie—, y ni usted ni yo, Smith, hemos dudado jamás de su palabra, que Fleurette seguiría estando sometida a su voluntad en el estado en que se encuentra a menos que él decida devolverla a su vida normal.
—Si lo ha dicho —dijo Nayland Smith con solemnidad—, no lo dudo.
—Debe usted ir, señor —dijo Gallaho algo nervioso—. ¡Le seguiremos y atraparemos a ese demonio amarillo!
—Gracias, inspector. —El doctor Petrie sonrió, fatigado.
—En todo lo que al doctor Fu-Manchú se refiere, las cosas no son tan sencillas. Entiéndanlo, la cordura de mi hija está en juego.
—¿Quiere decir que solamente el doctor Fu-Manchú puede lograr que se recupere?
—Exacto, inspector.
El inspector detective jefe Gallaho recogió su sombrero, lo miró y volvió a dejarlo. Empezó a mascar un chicle invisible y miró a sir Denis y a Petrie.
—Sir Denis y yo conocemos a este hombre —prosiguió éste—. Sabemos lo que es capaz de hacer, lo que ya ha hecho. Usted podría adoptar las medidas que ha mencionado oficialmente, inspector; sólo que le pido que no lo haga, que considere lo que les he dicho como algo confidencial.
—Como usted diga, señor.
—Me ha ordenado que le consiga ciertas drogas; algunas, difíciles de encontrar, pero creo que ninguna imposible de obtener. El último ingrediente, el ingrediente indispensable, es un aceite esencial desconocido en todo el mundo menos en el laboratorio del doctor Fu-Manchú. Todavía queda un poco en su poder.
—¿Dónde? —exclamó Nayland Smith.
El doctor Petrie tardó unos segundos en contestar. Inclinó la cabeza hacia delante y la apoyó en una mano.
—He dado mi palabra de que no revelaría dónde se halla —contestó—. Iré allí y lo recogeré. Y cuando haya conseguido el resto de ingredientes y ciertos instrumentos químicos que me ha descrito, me reuniré con el doctor Fu-Manchú.
—¿Dónde? —preguntó el inspector Gallaho con voz ronca.
—No puedo decírselo, inspector. La vida de mi hija corre peligro.
Hubo otro silencio.
—¿De modo que está en las últimas? —murmuró Nayland Smith.
—Se está muriendo —contestó el doctor Petrie—. Si logro salvarle, me devolverá a Fleurette. Me ha dado su palabra.
Nayland Smith asintió con la cabeza.
—Y él siempre cumple su palabra, por lo que sé acerca de su execrable vida.