—Jamás he conocido a la señora Crossland —dijo Nayland Smith con irritación— ni a su esposo. Se puede vivir en un bloque de apartamentos de Londres durante años sin conocer a los propios vecinos. Pero les he visto algunas veces, y también a su sirviente egipcio, a Ibrahim.
—Y ¿Qué opinión le merece, señor? —preguntó Gallaho.
—Que es muy normal y, con toda probabilidad, digno de confianza. Pero eso no quiere decir que no pueda haber sido miembro del Si-Fan durante toda su vida.
—Señor, esto del Si-Fan queda fuera de mi comprensión.
—Y, al parecer, también de la mía —dijo lacónicamente Nayland Smith.
Gallaho pensó en voz alta.
—Debe de ser muy desagradable ser el esposo desconocido de una mujer muy popular —dijo.
Llegaron a la puerta del apartamento de la señora Crossland. Gallaho tocó el timbre.
Un egipcio de avanzada edad y con un atuendo de su país abrió la puerta. Era un sirviente árabe muy elegante. Miró sin comprender al inspector Gallaho y luego hizo una reverencia a modo de saludo a sir Denis.
—Tengo entendido que éste es el apartamento de la señora Crossland —dijo el detective.
—Sí, señor. La señora Crossland se encuentra fuera del país.
—Esta noche se ha cometido un delito en este edificio —prosiguió Gallaho en un tono amenazador—, y querría hacerle algunas preguntas.
El egipcio no se movió. Era la clase de situación que suele derrotar a muchos detectives. Gallaho sabía que las normas le tenían atado de pies y manos; que no debía osar cruzar el umbral de la puerta contra la voluntad de aquel hombre por si se demostraba que la intrusión no estaba justificada.
Nayland Smith resolvió la situación.
Pasando por delante de Gallaho, empujó con suavidad pero firmemente al egipcio y entró en el vestíbulo.
—Querría hacerle algunas preguntas, Ibrahim —dijo en árabe—. Y me gustaría que mi amigo estuviera presente. —Se volvió—. Entre, Gallaho.
El recibidor del apartamento de la señora Crossland parecía la entrada de un harén. Estaba lleno de objetos de decoración árabes y de lámparas de latón dorado. Había arcones de Damasco y elegantes alfombras persas cubrían los suelos pulidos. El rostro agradable de Ibrahim cambió de expresión y sus ojos oscuros brillaron peligrosamente.
—No tienen derecho a entrar aquí —dijo en inglés.
Y Nayland Smith, al comprobar que a pesar de la tensión del momento el hombre hablaba en inglés, vio que se trataba de un personaje extraño, pues él le había hablado en árabe.
Gallaho entró después que sir Denis. Sabía que éste no estaba tan atado como él; que poseía suficiente poder como para saltarse las normas.
—Cierre la puerta, Gallaho —espetó sir Denis y, tras volverse hacia el egipcio, añadió—: Llévenos adentro. Quiero hablar con usted.
Ibrahim volvió a cambiar de expresión. Hizo una reverencia, sonrió y, tras señalar con el brazo extendido una estancia similar a la salita de Nayland Smith, empezó a andar.
Gallaho y sir Denis se encontraron en un apartamento misterioso y exótico. La habitación que daba al río y por la que en el apartamento de Smith entraba la luz a raudales, aquí estaba tapada por un biombo árabe. Una luz débil que procedía de una especie de fanales iluminaba el lugar. Estaba lleno de divanes y de objetos de latón, alfombras y cojines. Parecía un decorado oriental. La reputación y el éxito económico de la señora Crossland se basaba en sus descripciones imprecisas de la vida en el desierto, en los amores de los jeques y sus amantes occidentales.
Nayland Smith echó un vistazo a su alrededor.
Ibrahim permaneció junto a la puerta de la habitación con una actitud de humildad y los ojos bajos. Pero sir Denis había calado a aquel hombre y supo que se enfrentaban a una tarea difícil.
—Usted tiene un amigo chino, ¿verdad, Ibrahim? —le dijo en árabe—. Un amigo chino, alto y distinguido.
Nada en la actitud de Ibrahim indicó que aquellas palabras le hubieran sorprendido.
—No tengo ningún amigo como el que ha descrito, efendi —contestó en inglés.
—Usted pertenece al Si-Fan.
—No sé de qué me está hablando, efendi.
—Cuéntemelo. Puede hablar ahora… —Sir Denis había dejado de hablar en árabe—. O esperar a que le obliguen a hablar más adelante. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja para la señora Crossland?
—Diez años, señor.
—¿Aquí, en este apartamento?
—La señora y su esposo viven aquí desde hace cinco años.
—Creo que la señora Crossland o su esposo tienen un amigo chino alto y distinguido que les visita de vez en cuando.
—No conozco a esta persona, efendi.
Nayland Smith se tiró de la oreja mientras Gallaho le observaba algo nervioso. Era una situación delicada porque siempre cabía la posibilidad de que estuvieran equivocados: el siniestro visitante de la cámara podía tener su base en otro lugar.
—¿Hay otros sirvientes que vivan aquí?
—Ninguno, efendi.
Hubo un tiempo muerto. Al comprender que no tenían ninguna pista, Nayland Smith admitió que, a pesar de que despreciaba la burocracia cuando se trataba de un caso importante, no podía obligar a aquel perfecto sirviente a que le dejara entrar en las otras habitaciones del apartamento.
Permaneció de pie tironeándose de la oreja y observando todos y cada uno de los objetos de la sala. El ambiente estaba impregnado de un aire pseudo-oriental y de un ligero aroma a ámbar gris. Deseó en aquel momento que el doctor Petrie les hubiera acompañado, puesto que Petrie, en ocasiones, era muy intuitivo. Pero, por supuesto, no podían dejar sola a Fleurette.
Miró a Gallaho.
Éste tomó en seguida la iniciativa.
—Supongo que ha sido un error, señor —dijo. Y luego se dirigió a Ibrahim—: Lamentamos haberle molestado.
Regresaron al recibidor. Gallaho ya se encontraba en el rellano, cuando sir Denis dijo:
—Esta pieza es muy hermosa, Ibrahim.
Se paró frente a un sarcófago egipcio medio oculto en una esquina.
—Eso dicen, efendi.
—¿Hace mucho tiempo que lo tiene la señora Crossland?
—No, efendi. —Finalmente, la calma absoluta del egipcio pareció romperse—. Lo compró el señor Crossland en Egipto hace poco. Hace menos de una semana que lo trajeron.
—Precioso ejemplo de finales del siglo XVIII —murmuró Nayland Smith—. Supongo que lo trajeron a Londres en barco…
—Sí, efendi.
El egipcio les despidió con una reverencia y cerró la puerta.
—¡Llame a Scotland Yard en cuanto lleguemos a mi apartamento! —soltó Nayland Smith—. Haga que vigilen todo el edificio.
—Muy bien, señor. Estaba pensando en lo mismo.
—No estábamos equivocados, pero no podíamos hacer nada más.
—Eso es lo que yo he pensado, señor.
Cuando llamaron a la puerta, Fey la abrió.
—¿Cómo está la señorita Petrie? —preguntó Nayland Smith.
—El doctor está con ella, señor.
Entraron y Gallaho descolgó el teléfono. Sir Denis entró en la salita y empezó a caminar de un lado a otro sin descanso.
La brusca voz de Gallaho podía oírse mientras hablaba con alguien de Scotland Yard. En aquel momento entró el señor Petrie. Meneó la cabeza.
—Sigue igual, Smith —le informó—. No quiere salir de la habitación. Está haciendo las maletas con mucho esmero, pero no quiere que la ayuden. Le han metido en la cabeza que tienen que llamarla para salir. ¡Que Dios nos asista si no encontramos al hombre que ha implantado esa idea en su mente!
—¿Qué sucedería? —preguntó Smith.
—Me temo que Fleurette permanecería en este estado hasta el final de sus días.
—¡Maldito cerdo! ¡Tiene mucho poder!
—Tiene el cerebro más brillante del mundo, Smith.
Gallaho terminó de dar órdenes por teléfono y entró en la salita. Ninguno pensaba ya en la cena. Hubo un extraño silencio. Oyeron los sonidos que producía Fleurette, que seguía haciendo las maletas.
Entonces sonó el teléfono.
Hubo algo en aquella llamada que parecía poseer un significado especial. Los tres aguardaron. Los tres escucharon la voz de Fey en el vestíbulo. Luego, Fey entró en la salita.
Se había recuperado bastante bien. No había nada en su aspecto o en su comportamiento que indicara que acababa de pasar por una singular experiencia. Inclinó la cabeza ligeramente en dirección al doctor Petrie.
—Alguien desea hablar con usted, señor.
—¿De quién se trata?
—Del doctor Fu-Manchú, señor.