—¿Ha estado aquí toda la noche?
El detective jefe Gallaho se hallaba en las dependencias del portero del edificio. El portero, un brigada retirado del ejército escocés, no se inmutó ni por su presencia ni por sus modales.
—Exacto. He estado de servicio toda la noche.
—No pretendo sugerir que no haya sido así —gruñó Gallaho—. Sólo le estaba haciendo una pregunta.
—Bien. La respuesta es que sí.
—La respuesta es que sí. Bien. Ahora le voy a hacer algunas preguntas más.
El brigada se dio cuenta de que tenía delante un personaje tan malhumorado como él mismo. Cuando Gallaho tenía problemas, sus modales eran más bien bruscos. El portero le miró de arriba abajo con desaprobación y, tras volverse hacia una mesa, empezó a ordenar un montón de cartas.
—También debe de saber que soy oficial de policía —prosiguió Gallaho—. Y que las respuestas a las preguntas que voy a formularle pueden ser consideradas como pruebas. De modo que vayamos al grano.
El portero cambió de actitud: ya no parecía tan seguro de sí mismo.
—¿Ha ocurrido algo aquí esta noche? —preguntó.
—Es usted quien debería saberlo —dijo Gallaho—. Por eso he acudido a usted. Dígame —dijo, y Se apoyó en el quicio de la puertecilla—, ¿cuántos apartamentos hay en la planta donde vive sir Denis Nayland Smith?
—Cuatro. El de sir Denis y otros tres.
—¿Quién ocupa los otros tres?
—Uno está vacío en la actualidad. El otro pertenece al general sir Rodney Orme, y el tercero a la señora Crossland, la novelista.
—¿Se encuentran en casa estas personas?
—Ninguna de ellas. El general está en el sur de Francia y su apartamento está cerrado, y la señora Crossland está en América.
—Supongo que su casa también está cerrada…
—No. No lo está. Su sirviente egipcio vive allí, limpia las habitaciones y se cuida de la correspondencia. Lleva mucho años con ellos, según creo.
—¿Un sirviente egipcio?
—Sí, un sirviente egipcio.
—¿Está en casa en estos momentos?
—Supongo que sí.
—¿Le ha visto esta noche?
—No.
—¿Hay más apartamentos en los pisos superiores?
—No, sólo trasteros.
—El ascensor llega sólo hasta la planta de sir Denis.
—Comprendo. —Gallaho mascó su chicle inexistente—. ¿Ha subido o bajado alguien de ese piso en las últimas horas?
—No. Un caballero llamó y preguntó por el general, pero le dije que estaba en el extranjero.
—De modo que nadie ha subido al último piso ni ha bajado de él en las últimas horas.
—Nadie.
—¿Ha habido otras personas que hayan subido y bajado de otros pisos…?
—Dos o tres han bajado y dos o tres han subido. Pero nadie a quien yo no conozca. Me refiero a que eran residentes, amigos de los residentes o bien comerciantes.
—Comprendo.
Gallaho se volvió y se dirigió hacia el ascensor. No obstante, se detuvo y le preguntó:
—¿Dónde están las cocinas? ¿En el sótano?
—Sí. Tiene que utilizar el ascensor de servicio si quiere bajar.
—¿Dónde está?
—En el pasillo de la derecha.
Al cabo de unos minutos, Gallaho había entrado en un pequeño ascensor controlado por un chico muy descarado.
—Cocinas —dijo.
—¿Qué quiere decir con «cocinas»? —preguntó el chico—. Las cocinas son particulares.
—Amigo —dijo Gallaho—. Cuando un detective inspector te dice «cocinas», ¿sabes lo que tienes que hacer?
—No, señor —contestó el chico con temor.
—Debes llevarle allí ¡volando!
Gallaho se encontró en una estancia habitado por hombres con gorros blancos y altos, un lugar muy caluroso lleno de sabrosos olores. Su presencia levantó algunos rumores.
—¿Quién es el encargado? —preguntó con brusquedad.
—Soy oficial de policía y debo hacer algunas preguntas.
Un hombre fornido, cuyo gorro blanco era más alto y más blanco que el de los demás, se aproximó.
—Espero que no haya ocurrido nada, inspector —dijo.
—Pues sí, algo ha ocurrido, pero usted no tiene la culpa. Sólo quiero saber una cosa. Supongo que conoce a Fey, el asistente de sir Denis Nayland Smith.
—Por supuesto.
—¿Ordenó que prepararan una cena para un grupo esta noche?
—No. Pidió unos bocadillos poco antes de las siete y los subimos.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Gracias.
Gallaho regresó al ascensor.
El asalto tenía que haber ocurrido poco después de que ellos se marcharan. De otro modo, Fey hubiera encargado la cena al jefe de cocina. Parecía probable, aunque no seguro, que ningún extraño había subido al último piso ni había bajado. Pero aunque el brigada retirado aseguraba conocer a todos los que habían acudido a los demás pisos, Gallaho comprendió que las pruebas no eran concluyentes.
—¿Ha estado aquí toda la noche? —le preguntó al encargado del ascensor de los residentes.
—He llegado a las seis en punto, señor.
—¿Ha subido o bajado a algún extraño esta tarde?
—¿Extraño, señor?
Llegaron al último piso y el hombre abrió la puerta y se paró a pensar.
—Creo que había invitados a cenar en el número catorce, y un caballero al que no había visto jamás subió esta tarde con otro inquilino, pero salieron juntos hacia las sute y media.
—¿Nadie más?
—Nadie, señor.
Cuando sir Denis le abrió la puerta a Gallaho, éste oyó cantar a Fleurette en su habitación.