Fleurette sabía que Alan no debía salir después de que anocheciera con aquella niebla. A causa de sus heridas, había desarrollado una tos persistente, pero Fleurette tenía una fe rayana en la adoración en el doctor Petrie, su recién encontrado padre al que ya amaba profundamente.
Le había asegurado que aquel doloroso síntoma desaparecería en cuanto la lesión se curara.
No había querido que Alan se marchara. Su amor por él era algo extraño, difícil de analizar. Había llegado por sorpresa, sin quererlo. Fleurette casi lamentaba sus sentimientos hacia Alan.
La paz, curiosa pero sin sentido, de su vida anterior; su aceptación fatalista de lo que consideraba su destino se había truncado por su amor por Alan. Él había representado la tormenta, y el reencuentro con su padre había sido la calma.
Sabía, aunque no sentía resentimiento, que había sido utilizada como un peón en el juego del brillante hombre que había dominado su vida desde su infancia. Incluso ahora, después de que su padre y sir Denis le abrieran suave pero firmemente los ojos a la verdad (o lo que ellos, consideraban la verdad) acerca del Príncipe (pues ella siempre pensaba en él como «el Príncipe»), Fleurette seguía indecisa.
Sir Denis era maravilloso, y su padre (cuando pensaba en su padre el corazón le latía más deprisa) era simplemente un encanto. De algún modo que Fleurette era incapaz de analizar, su lealtad, ella lo sabía, estaba dividida entre su padre y Alan. Todo era muy nuevo y muy confuso. No sólo había cambiado su vida; había cambiado su forma de pensar, su actitud, todo.
Acurrucada en el gran sillón frente a la chimenea, Fleurette intentó acomodar su punto de vista a la nueva vida que se le presentaba.
¿Acaso había traicionado a los que la habían cuidado, con tanto cariño, al romper con el código que prácticamente se había convertido en parte de sí misma? ¿Estaba rompiendo con todo lo que era cierto y zambulléndose en un mundo falso? Su educación, probablemente única en una mujer, la había dotado de la capacidad de pensar con claridad. Sabía que sus pensamientos hacia Alan Sterling eran producto del enamoramiento. El aprecio que sentía por su carácter, aunque ella supiera que era admirable, ¿duraría toda una vida, una vez el enamoramiento se hubiera desvanecido?
En lo que respectaba a su padre no tenía dudas. Descubrirle había cambiado completamente su mundo. Fleurette se acomodó en la silla.
El Príncipe luchaba por ella.
Aquel extraño paréntesis en su vida, acerca del cual el doctor se había mostrado tan reservado, significaba que él todavía tenía poder para reclamarla. Ahora decían que había muerto.
Era increíble.
Fleurette no concebía la idea de que el doctor Fu-Manchú pudiera estar muerto. Había aceptado el hecho (se había convertido en parte de su vida) de que un día ese hombre dominaría un mundo en el que no habría malentendidos, ni conflictos, ni fealdad. Sólo belleza. Ella se había consagrado a este gran ideal hasta que apareció Alan.
—Pequeña flor… ¡Te estoy llamando!
¡Era su voz… y hablaba en chino!
Y Fleurette conocía aquel antiguo idioma tan bien como el inglés o el francés.
Se sentó muy erguida en el sillón. Se sentía dolorosamente dividida entre dos mundos. Aquella habitación sencilla y limpia, llena de objetos simples, y acogedores, el ambiente que pertenecía a sir Denis, aquel hombre generoso, de corazón joven que era el amigo del alma de su padre. Y la misteriosa y atrayente filosofía, empalagosa como el humo del incienso, que pertenecía al mundo del que Nayland Smith la había arrancado.
—Pequeña flor… Te estoy llamando.
Fleurette alejó la mirada del fuego.
En los ardientes troncos empezó a formarse el rostro del doctor Fu-Manchú. Fleurette se levantó de un salto y tocó un timbre que se encontraba junto a la chimenea.
Llamaron a la puerta.
—Adelante.
Entró Fey y, con él, la razón occidental y la serenidad regresaron a su agitada mente.
—¿Ha llamado, señorita?
Fleurette habló sin demasiado sentido y Fey, sin que se notara en sus ademanes, la estudió con preocupación.
—Verá, Fey, había decidido esperar a que llegaran sir Denis y mi padre para cenar. Pero la verdad es que tengo hambre.
—Comprendo, señorita. ¿Tal vez le gustaría un tentempié? ¿Un poco de caviar y una copa de vino?
—¡Oh, no Fey! Algo más ligero. Si pudiera traerme dos pequeños bocadillos de huevo con un poco de berro, ya sabe a qué me refiero, y tal vez, sí, un poco de vino…
—Por supuesto, señorita, en seguida.
Fey salió de la habitación.
Fleurette giró el sillón para no tener que mirar el fuego. Fue un gesto defensivo.
Aquella voz, aquella voz que no podía negar, «Pequeña flor, te estoy llamando», sabía que sólo la había oído en su mente. Pero estaba asustada porque era consciente de ello. Si no hubiera sabido de dónde procedía aquella voz, se habría rendido y la hubiera conquistado. Pero lo sabía, y como no estaba dispuesta a rendirse, lucharía.
Creían que había muerto… No estaba muerto.
Oyó cómo Fey daba unas órdenes por teléfono. Tenía mucha hambre. No era simplemente parte de la estrategia adoptada para combatir la llamada que había percibido en su inconsciente, pero ayudaría. Sabía que si quería a Alan, que si en un futuro deseaba vivir en el mismo mundo al que pertenecía su padre, debía luchar. Luchar.
Se acercó a una estantería y empezó a examinar los libros. Cualquiera que la hubiera observado habría dicho que Fleurette sonreía casi tiernamente. Los libros de Nayland Smith revelaban cómo era realmente.
Los libros que no eran técnicos hubieran hecho las delicias de un escolar. Fleurette se interesó particularmente por un ejemplar de tapas duras de Los viajes de Tom Sawyer que, evidentemente, había sido leído y releído muchas veces. A pesar de su mente privilegiada y de su formidable personalidad, ¡qué sencillo era de corazón!
Fleurette empezó a leer al azar.
«… Pero no me importa demasiado. Soy pacífico y no me meto con la gente que no me ha hecho nada. Si ellos están satisfechos yo también lo estoy. Lo dejaremos ahí…»
Leyó otros pasajes mientras se preguntaba por qué su educación no había incluido la lectura de Mark Twain y comprendía, gracias a su formación, que el gran humorista también había sido uno de los mayores filósofos del mundo.
—Sus bocadillos, señorita.
Fleurette dio un respingo.
Fey depositó una bandeja sobre una mesita, junto al sillón. Al retirar la tapa de plata vio unos bocadillos perfectamente cortados. Con la ayuda de una cuchara y un tenedor, Fey colocó dos en un plato, sacó una botella de vino pequeña de una cubitera, la descorchó y llenó una copa.
Fey dejó la copa junto al plato, colocó de nuevo el sillón frente a la chimenea con cuidado, inclinó ligeramente la cabeza y salió.
El hombre era tan eficiente, tan completamente cabal, que no podrían haberle prescrito un mejor antídoto a Fleurette para su actual estado de ánimo. Mark Twain había empezado la cura y Fey la había completado.
Empezó a comer los bocadillos de huevo con delectación. Fleurette sabía por intuición que la expedición en la que se había embarcado su padre aquella noche, con sir Denis y aquel peculiar personaje, el inspector Gallaho, acabaría con el descubrimiento de que el doctor Fu-Manchú había sobrevivido a la catástrofe en el East End, de la que conocía muy poco porque le habían ocultado los detalles. Estaba convencida de que sólo Gallaho creía en la muerte del Príncipe. La actitud de su padre denotaba que tenía sus dudas, y sir Denis no había dicho nada, pero Fleurette supuso que hasta que no viera muerto al doctor Fu-Manchú con sus propios ojos jamás creería que aquel increíble intelecto había dejado de funcionar.
Fleurette se comió tres bocadillos, se bebió una copa de vino y, con el ánimo de reflexionar, volvió a contemplar el fuego.
—Pequeña flor, te estoy llamando.
¡Otra vez su voz!
Fleurette se levantó de un salto. Sabía, porque se lo habían enseñado, que en realidad nadie había hablado. Era su inconsciente. Pero… y eso también lo sabía, era real; era urgente.
Empezó a ver de nuevo la vida encantadora pero sin sentido de la cual había salido, ayudada por Alan, como un nadador sale de un mar tropical. Podía verlo en el fuego. Había montañas cubiertas de nieve, que se convertían en palmeras, templos y bazares llenos de gente; un cálido olor a decadencia y a perfume… Y entonces, todo aquello se convirtió en dos ojos rasgados muy brillantes.
Fleurette miró fascinada aquellos ojos. Se aproximó y cayó bajo su influjo.
—Pequeña flor, te estoy llamando…
Fleurette separó los labios. Estaba a punto de contestar a aquella llamada cuando un ruido en el vestíbulo la devolvió al mundo real.
Era el timbre de la puerta.
Fleurette volvió a levantarse y se dirigió a la estantería llena de libros. Sacó el libro que había devuelto a su sitio y lo abrió al azar. Leyó, pero no asimiló las palabras. Oyó a Fey que cruzaba el vestíbulo y que abría la puerta de la entrada. No oyó hablar a nadie.
Fleurette creyó oír el sonido de unos pasos.
Dejó el libro en la estantería y permaneció inmóvil, muy cerca de la puerta que comunicaba con el vestíbulo, escuchando. El ruido de pasos continuó. Luego se oyó un golpe sordo.
Silencio.
La invadió una ola de temor que le heló la sangre.
—¡Fey! —gritó, y repitió con más urgencia—: ¡Fey!
No hubo respuesta.
Corrió hasta el timbre que había junto a la chimenea, lo presionó y oyó cómo sonaba. Se quedó dónde estaba, retorciéndose las manos y mirando hacia la puerta.
No acudió nadie.
—¡Fey! —gritó de nuevo, y oyó sorprendida el tono agudo de su propia voz.
Se abrió la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras.
Un hombre alto entró.
Pero no era Fey…