50. EL VIGILANTE NOCTURNO

—Como en los viejos tiempos, Smith.

Nayland Smith miró a Petrie. Gallaho, con el bombín ladeado, se sentaba en el asiento delantero del coche de Scotland Yard.

Era una de aquellas noches inclasificables que marcaron la gradual dispersión de la fenomenal niebla de 1934. En el aire se cernía la amenaza de que el monstruo pudiera regresar en cualquier momento. El coche corría a toda velocidad por una calle paralela al Common. Las farolas iluminaban los cruces con una luz amarillenta. A lo lejos, a través de unos árboles tétricamente desnudos, podía verse una carretera.

—Sí, Petrie —dijo Nayland Smith—. Nos han ocurrido cosas extrañas en este parque.

—Lo más extraño de todo está ocurriendo ahora —prosiguió Petrie—. Ver que inevitablemente se repite el ciclo es terrible. Aquí estamos, tras todos estos años, de nuevo en el mismo lugar.

—Doctor, sir Denis me ha hablado de ese extraño círculo que parece gobernar nuestras vidas —dijo Gallaho mirando hacia atrás por encima de su hombro—. He pensado mucho en ello. Y he comprobado que una y otra vez las cosas se repiten. Supongo que sir Denis le ha dicho que estuvimos en su antigua consulta a principios de la semana pasada…

—Sí —contestó Petrie y miró abstraídamente por la ventanilla.

Se hizo un silencio.

Sterling se trasladó a un hotel de la avenida Northumberland.

—Ahora está bajo mis órdenes —había dicho Petrie—.

Y no quiero que salga con esta noche tan horrible. Esta tos no me gusta. Cuando haya comido algo, échese un rato. Cuando regrese vendré a verle…

El doctor se había resistido a dejar a su hija en el apartamento de sir Denis, donde se alojaban. Pero al darse cuenta de que su padre estaba deseando ir, Fleurette había insistido:

—Ya te he retenido toda la tarde, y considero que te mereces una hora libre. Leeré hasta que vuelvas…

—Puede que sea una tontería —especuló Gallaho—, o puede que no. No debemos olvidar que el tipo podía ir borracho o ser un chiflado.

—Por lo que me dijo Ireland —dijo Nayland Smith—, no creo que se dieran ninguna de las dos circunstancias. ¡Eh! ¿No es aquí?

El conductor se detuvo en una esquina y los tres bajaron del coche.

Aquella calle, flanqueada por pequeñas casas suburbanas tan características de las zonas periféricas de Londres, le recordaron vivamente a Petrie los días en que había ejercido en aquel mismo distrito, cuando sus pacientes vivían en aquellas mismas casas. Había bastante tráfico e incluso, en algunas zonas, parecía haber atascos.

P. C. Ireland se encontraba junto a un muro que flanqueaba unos veinte metros de un lado de la calle y que bordeaba el jardín de una enorme mansión situada en una esquina, frente al parque.

—¡Ah! Aquí está, agente —dijo Gallaho bruscamente.

—Buenas noches —dijo sir Denis—. La suerte le ha sonreído en este caso, agente.

—Sí, señor. Parece que sí.

—Repita con sus propias palabras lo que me ha dicho por teléfono —le indicó Smith.

—Muy bien, señor. —El hombre hizo una pausa y luego prosiguió:

»En la esquina del sendero que cruza el parque parece que están haciendo unas obras para el tendido de cables. Han hecho un gran agujero en la calzada y han apilado un montón de tuberías. Cuando los obreros dejaron de trabajar por la tarde y llegó el vigilante nocturno, pensé que se formaría un atasco, de modo que crucé y le pedí que pusiera otra linterna roja a este lado para indicar a los conductores por dónde debían pasar. Así es como empecé a hablar con él. Él es todo un personaje, y me dijo, e intento ser fiel a sus palabras, que si todos los policías fueran más humanos, a algunos de ellos les iría mejor. Le pregunté que qué quería decir con eso, pero cuando me contó la historia, que consideré que debía transmitirle a usted…

—Y ha hecho bien —cortó Nayland Smith.

—… Llamé al inspector y me dijo que me quedara en mi sitio, del mismo modo que me indicó usted, señor.

—El resto de la historia nos lo contará el vigilante nocturno —dijo Gallaho con un gruñido.

—No es amigo de la policía, inspector. —Ireland meneó la cabeza—. Tal vez hable más si le dicen que son periodistas.

—¡Brillante idea! —exclamó Gallaho. Se volvió hacia sir Denis—. ¿Hablará usted, señor?

Nayland Smith asintió con la cabeza.

—Déjemelo a mí.

El agujero en la calle, rodeado de gravilla y parapetos de madera, protegidos a su vez por unos postes rojos de los que colgaban unas linternas rojas, realmente entorpecía la circulación. Pero en el momento en que llegaron los tres, el atasco se había despejado momentáneamente, y el guarda nocturno vigilaba una calle desierta.

Sus dependencias, una especie de tienda de lona construida entre tuberías de hierro, albergaban un asiento hecho con un tablón y otros muebles por el estilo. Un fuego que ardía en un brasero emitía un resplandor rojizo en plena oscuridad y le añadía más color al que ya lucía el vigilante nocturno.

Aquel peculiar personaje, que ostentaba una barba corta y cana pero no bigote (su labio superior parecía algo azulado en contraste con la rojez de su nariz) llevaba el bombín más destartalado que Nayland Smith había visto en toda su vida y ladeado de un modo que sorprendió incluso a Gallaho. También llevaba dos abrigos; el que llevaba por fuera, unos centímetros más corto que el interior.

Cuando llegaron, el vigilante estaba muy ocupado friendo beicon en una pequeña plancha hecha con una lata de galletas que manipulaba con habilidad junto con un par de pinzas enormes, a todas luces diseñadas para una tarea menos delicada. Cuando llegaron los tres hombres y se apoyaron en los postes rojos, el hombre levantó la vista.

—¡Caramba! —exclamó Nayland Smith con un ligero acento cockney—. Están en todas partes, ¿eh? —Se volvió hacia Gallaho—. Qué curioso que me encuentre aquí al amigo esta noche. La semana pasada lo vi en Limehouse.

—¿En serio? —dijo el vigilante, evidentemente orgulloso—. Sí que es curioso. Es más, considero que es condenadamente curioso.

Apartó la plancha con gran habilidad y colocó las lonchas con su grasa en un plato de esmalte destrozado. Sacó un cuchillo, un tenedor y un trozo de pan enorme. Tras levantarse, puso una tetera al fuego y volvió a sentarse. Colocó el plato en un tablón a su lado, y empezó a cenar con toda tranquilidad.

—Sí, es curioso —prosiguió Nayland Smith—. Mi periódico me habría enviado allí por la historia de la redada en Chinatown. Pero todos los sospechosos se esfumaron. Debió de ser el pasado sábado por la noche, ¿no?

—Creo que sí —dijo el vigilante con la boca llena—. Esa noche debió de ser.

Vertió un poco de té en una taza de latón, la dejó en el suelo, a su lado, y siguió comiendo, impasible.

—Una noche perdida —reflexionó Nayland Smith en voz alta—. ¡Y menuda noche! ¡Menudo follón! Y la niebla…

—Sí, había mucha niebla.

—La bofia ocultaba algo; se lo guardaron para ellos.

—Tiene razón, jefe. —Escupió un trozo de beicon, lo recogió, lo estudió con suspicacia y lo lanzó al fuego—. Los de la bofia son mala gente.

—Ojalá me hubiera quedado a charlar un rato con usted aquella noche, junto al fuego. —Nayland Smith se acercó y le pasó una petaca al vigilante—. Ponga un poco en el té. Yo me voy a casa con estos amigos. No me hará falta.

—¡Caray! —exclamó el vigilante, que abrió el frasco y olió su contenido—. Gracias, señor. Esto tiene buena pinta.

—Esos malditos chinos —prosiguió sir Denis— se escabulleron como peces.

—¿Cuántos, jefe?

—Creo que buscaban a cuatro.

Mezclado con el sonido del whisky vertiéndose en la taza de latón, se oyó una especie de ronroneo apagado que, por la expresión del rostro del vigilante, podría haber sido una risa reprimida.

—Supongo que tenía otras cosas que hacer en vez de pararse a charlar conmigo, señor —dijo el hombre mientras cerraba la petaca y se la devolvía a sir Denis.