48. GALLAHO CIERRA LA MARCHA

—¿Está bien sujeta? —gritó Gallaho.

—Sí —contestó Merton mirando hacia atrás—, pero usted no puede bajar.

Gallaho se inclinó y se acercó a la oreja de Merton.

—Preocúpese de sus malditos asuntos, compañero —rugió—. Si alguna vez necesito su consejo, se lo pediré.

El inspector jefe detective Gallaho pasó por encima de la barandilla y empezó a descender por la escala con el bombín firmemente ajustado a su cabeza. Inmediatamente quedó empapado hasta los huesos.

Del pozo subía vapor. El contacto con el agua le dejó helado y entumecido. Pero sabía que, a menos que la escala fuera demasiado corta, podría alcanzar un punto de la escalera justo por debajo de aquella catarata cada vez mayor y seguir hacia abajo. Era un hombre que tenía muy claro lo que era su deber.

La escala resultó lo suficientemente larga. Gallaho alcanzó los escalones de madera, encendió su potente lámpara, y vio que se encontraba cerca de la cascada que caía hacia aquellas profundidades inimaginables.

A sus pies vio el destello de una luz muy tenue.

Gallaho, con la lámpara en la mano izquierda, se agarró bien y dirigió el haz de luz de su lámpara hacia aquel resplandor que había visto a través de la bruma.

Al principio no vio más que una sombra que se movía, pero luego se concretó y, bajo la luz, vio a Nayland Smith, ojeroso y tambaleándose.

Gallaho descendió a toda prisa los escalones y, a medida que la luz le mostraba más claramente las siluetas, sus angulosas facciones, el detective vio que una leve sonrisa suavizaba su aspecto fatigado.

Le invadió una ola de emoción desconocida para él. Rodeó con su brazo el hombro de sir Denis y gritó:

—¡Gracias a Dios que le he encontrado, señor!

Smith se aproximó a su oreja.

—¡Buen trabajo! —contestó.

—¿Los demás, señor?

Nayland Smith señaló hacia los escalones inferiores y mientras Gallaho iluminaba el camino, los dos empezaron a descender. El agua cubría el lugar donde Smith había dejado a Sterling y al sargento Murphy.

Su situación se había vuelto insostenible y habían subido hasta la siguiente plataforma. La mayor preocupación de Smith era Sterling, que evidentemente estaba en malas condiciones físicas. Pero la visión de Gallaho le proporcionó el estímulo que necesitaba. Y al detective, tras rodearle con un brazo para ayudarle a subir, se le ocurrió algo.

Se acercó y le dijo al oído:

—¡Resista, señor! ¡Su amiga la señorita Petrie está sana y salva en el apartamento de sir Denis!

Aquel estímulo fue mágico.

No obstante, la escala, ahora prácticamente sumergida en el creciente caudal de agua, llevó a Sterling al límite. Murphy se colocó tras él. Merton, desde arriba, en el momento crítico en que estuvo a punto de desplomarse, se dobló por la cintura y tiró de Sterling hasta que le puso a salvo.

Nayland Smith fue el siguiente, pues Gallaho había exigido con aspereza el derecho de ser el último. Se había ganado aquel arriesgado honor.

Los hombres del pasadizo enladrillado estallaron en vítores, y Forester no les detuvo.

—¡Todos fuera! —gritó Nayland Smith—. ¡Cuando el horno ceda puede ocurrir cualquier cosa!

El pasadizo ya estaba inundado con un dedo de agua, pero se retiraron; Gallaho y Nayland Smith los últimos.

Llegaron a la puerta camuflada de la cocina del Sam Pak’s cuando explotó el horno. Empezó a salir vapor del pasillo como de un tubo de escape gigante. El antiguo edificio tembló.

Nayland Smith se volvió hacia Gallaho y, con toda solemnidad, le dio la mano.