47. LA TROMBA DE AGUA

Sterling se dirigió a tientas al pie de la escalera en medio de la oscuridad. El estruendo del agua que caía era ensordecedor. Llegó un momento en que estaba empapado y dudó. Un pequeño rayo de luz brilló en las sombras apenas horadadas por el resplandor amarillento que escapaba por las grietas del horno. Se volvió bruscamente, consciente por el dolor que sentía en el pecho, de que no podría aguantar mucho más.

La luz se aproximó y alguien le agarró del brazo y le susurró al oído:

—Por aquí; no podremos alcanzar los peldaños si seguimos en línea recta.

Era la voz de Nayland Smith.

Entre el equipo de éste se hallaba una linterna de bolsillo y en aquellos momentos tenía un valor incalculable. Nayland Smith la utilizó brevemente para señalar el borde de una gran cascada de agua que caía al pozo, que lo mojaba todo en un radio de tres metros. Un torrente fluía a borbotones por el túnel, junto a cuya entrada estaban pasando ahora.

Incluso mientras Sterling, horrorizado como nunca antes lo había estado, observaba la galería, un fanal distante se apagó, arrastrado por la corriente.

Giraron entonces a la izquierda dando tumbos, y Sterling vio el primer escalón de madera. Pero el doctor Fu-Manchú no estaba allí.

Smith le gritó a Sterling al oído:

—En pocos minutos el agua llegará a ese horno espantoso y entonces… ¡estamos perdidos!

El agua pulverizada les había empapado y empezaba a levantarse una especie de niebla. El estruendo era horrible. Sterling había estado en los pasadizos tallados en la roca que se extendían bajo las cataratas del Niágara, y aquello se lo trajo a la memoria. En comparación, esto no era más que un riachuelo, pero, al caer desde tanta altura y estrellarse sobre el suelo de hormigón tan cerca de donde se hallaban, el efecto era cuando menos igual de aterrador.

A la tenue luz de la pequeña linterna de bolsillo de Nayland Smith que penetraba el vapor de agua y la niebla, se tambaleó una extraña silueta: una figura mojada y medio ahogada que avanzaba a ciegas con los brazos extendidos.

¡Era Murphy!

De repente vio la luz y, tras apartarse el cabello húmedo de la frente, su rostro cerúleo manchado de sangre pudo verse a la luz de la linterna.

En aquel blanco semblante sus ojos tenían brillo feroz, casi demente.

Nayland Smith se iluminó su propio rostro, se aproximó y agarró a Murphy por el brazo.

Muy por encima de ellos una débil luz se abrió paso entre la niebla y el vapor, revelando el horror de aquel agujero espantoso, con sus vigas oxidadas y la estructura de la escalera que se aferraba a sus muros. Parecía un sueño dentro de otro sueño. Pero les mostró algo más: aquella catarata cada vez más caudalosa que caía inexorablemente desde algún lugar desconocido, ¡procedía de una de las plataformas superiores!

Ningún ser humano podía pasar por allí.

Nayland Smith dirigió hacia lo alto la luz de su linterna con la vaga esperanza de que le vieran los que se hallaran arriba, pues estaba convencido de que ya habría llegado un grupo de asalto.

La luz que provenía de las alturas se fue debilitando a causa de la niebla hasta que finalmente desapareció del todo.

Gran parte de aquella escalera que zigzagueaba de un lado a otro continuó envuelta en unas sombras impenetrables durante los pocos segundos que la luz había brillado en la parte superior del pozo. Si Fu-Manchú y aquéllos de sus sirvientes que hubieran sobrevivido se hallaban en la escalera, resultaron invisibles.

Nayland Smith se aferraba tenazmente a un recuerdo. El doctor Fu-Manchú, en el momento en que sus asesinatos se vieron interrumpidos, había descendido tres escalones y apagado las luces. Por lo tanto, en algún lugar tenía que haber un interruptor.

De pronto lo encontró y lo encendió. No dio resultado. La explosión había desconectado la corriente.

Miró hacia atrás antes de disponerse a subir. El agua empezaba a cubrir el primer escalón. La niebla y el agua impedían la visión de la caldera. Se preguntó si el birmano, para quien la vida humana no significaba más que la madera para una sierra mecánica, habría sobrevivido a las heridas o estaba condenado a morir engullido por aquella marea antinatural.

Smith empezó a subir la escalera.

Esperaba la catástrofe inminente y no pensaba en nada más que en el momento en que el agua alcanzara la caldera. Había localizado la dirección de la cascada y sabía que, a excepción de un punto en el que la tromba de agua caía peligrosamente cerca de la escalera, ésta era practicable hasta la plataforma superior.

A partir de aquel punto, el avance era imposible, y el volumen del agua aumentaba minuto a minuto.

Cuando empezó a subir tenía los pies empapados. El túnel ya debía de estar inundado. Era cuestión de tiempo que aquel pozo olvidado se llenara de agua hasta el borde.

Sterling respiraba con dificultad, y el sargento Murphy le estaba ayudando cuando Nayland Smith les alcanzó en la escalera.

Le chilló a Sterling al oído:

—¿Te ha lesionado, ese cerdo asiático?

Sterling le agarró el brazo con fuerza y acercó sus labios a su oreja.

—Sólo me cuesta respirar —explicó—. Por lo demás, estoy bien.

Smith, que por unos momentos había encendido la linterna, volvió a apagarla, cuidando de no malgastar las pilas. Luchando contra el enloquecedor rugido del agua, intentó estudiar sus opciones.

Supuso que, en aquel momento, el túnel ya debía de estar lleno. El agua iría inundando el pozo a razón de medio metro por minuto. Si la inspiración por parte de la policía fallaba, la huida sería problemática.

Pero pensó en el momento en que la ardiente caldera empezara a desprender vapor. En que aquel lugar en la escalera prácticamente junto a la cascada era el único refugio posible. Que una explosión allí, en las profundidades, pudiera acabar con el pozo entero era una posibilidad que nadie podría haber calculado.

Subieron y subieron hasta que el agua, que rebotaba en una viga de hierro les fustigó sin piedad. Nayland Smith apretó el interruptor de la linterna.

Sterling se había desplomado en el escalón y Murphy le sostenía. Smith se acercó a la oreja de Murphy.

—¡No se mueva de aquí! —gritó.

Empezó a subir a tientas.