46. GALLAHO INVESTIGA

Una enorme explosión rompió la tensión que había predominado en el Sam Pak’s desde el momento en que el hombre de Kinloch se había sentido finalmente satisfecho de la posición de la carga hasta que, desde el piso superior presionó el botón.

El tiempo empleado en estas metódicas preparaciones llevó a Gallaho al borde del ataque de nervios.

—¡Vamos! —gritó mientras se dirigía a la escalera oculta por una cortina al final del bar—. ¡Ha habido tiempo para cien asesinatos! ¡Esperemos que no sea demasiado tarde!

La escalera desembocaba en una cocina donde se encontraba la ingeniosa puerta que conducía a su vez a aquel largo pasillo bajo tierra. La puerta ahora estaba abierta y había un cable a lo largo del pasillo.

—Esperen a que se disperse el humo —dijo alguien desde atrás.

—¡A la porra el humo! —gruñó Gallaho—. ¡Demonios! ¿Qué es esto?

En la pared, junto a la puerta de hierro, había aparecido un desigual agujero oscuro. Un vapor acre de color azulado flotaba en el aire a la luz de la linterna. Pero, en el momento en que el grupo, encabezado por Gallaho, entró en el pasadizo, se oyó un estruendo, más allá de la puerta de hierro, como si hubieran atravesado el hormigón como un martillo neumático. Luego, mucho más fuerte, oyeron el sobrecogedor rugido de una corriente de agua que se precipitaba en las profundidades.

Parte de la pared, por encima y a la derecha del agujero, se desplomó, y el pasadizo empezó a inundarse…

—Es lo que me temía. ¿No les advertí? —Era la voz de Schumann—. Este lugar se encuentra por debajo del nivel del río. ¡Es agua del Támesis!

—¡Que Dios les asista! —gruñó Trench—. ¡Si es que se encuentran allí abajo!

Sin hacer caso del vapor y el agua pulverizada, Gallaho, iluminando el camino con su linterna, se agachó y miró a través de la irregular abertura.

—¡Tenga cuidado! ¡Puede caerse toda la pared!

El espectáculo que vio el detective era espeluznante. A pocos centímetros de su mano derecha, un suave torrente de agua amarillenta brotaba de algún agujero oculto, chocaba contra una débil estructura de madera y hierro y desde allí se precipitaba a la oscuridad de un increíble pozo.

Por un momento, su férrea voluntad se tambaleó.

La profundidad que indicaba el ruido del agua que caía le dejó atónito. Trench entró detrás de Gallaho.

—¡Aléjese del agua! —dijo éste—. ¡Le arrastrará!

Enfocó hacia abajo con su potente lámpara. Vio que había una escalera de madera en una estructura de hierro. El torrente caía en una plataforma a mucha profundidad, y allí se formaba un enorme remolino de aguas amarillentas que se perdía pozo abajo.

—¡Quédese ahí atrás! —exclamó Gallaho—. ¡No hay suficiente espacio entre el agua y el borde!

Trench acercó sus labios a la oreja de Gallaho.

—Este debe de ser el camino que lleva hasta el túnel —gritó—. Pero no se puede pasar por esa plataforma donde cae el agua.

Gallaho se volvió y empujó a Trench para que pasara por la abertura. Unos rostros asombrados observaron cómo pasaban.

—¡Forester! —gritó—. Vayan arriba, a la habitación de la estructura de madera. ¡Necesitamos todas las cuerdas y escalas que tengan!

—¡Bien! —contestó Forester, cuyo habitual color sonrosado le había abandonado, y echó a correr.

Gallaho se volvió hacia Trench.

—¿Ha notado el calor que procede de ese lugar?

Trench asintió con la cabeza y se humedeció los labios.

—¿Y el olor?

—No quiero pensar en el olor, inspector —contestó, inquieto.

—¡Inspector Gallaho! —dijo una voz a gritos—. Piden por usted en el teléfono, arriba.

—¿Quién debe de ser? —preguntó Gallaho con impaciencia.

En el pasadizo ya era posible hacerse oír.

—Me parece que esto conduce al infierno —dijo Trench—. Si sigue así, hará que se seque el Támesis.

—¿Qué pretende hacer el inspector con la escala, sargento?

—No lo sé, a menos que crea que puede bajar hasta una de las plataformas evitando la cascada. Si piensa intentarlo, es mucho más valiente que yo.

Hubo preguntas formuladas en murmullos, respuestas llenas de dudas y miradas asustadas que observaron el techo del pasadizo. Schumann y el jefe de obras habían salido para intentar localizar el lugar del río por donde el agua entraba en los sótanos.

En aquel momento llegó Merton, el exmarinero de primera, con una larga escala de cuerda. Al llegar al pasadizo se detuvo, se apartó con la mano el sudor de los ojos y dijo:

—¡Aquí lo digo! —exclamó observando el agujero empapado junto a la puerta de hierro—. ¡Yo no entro ahí por nada del mundo!

—Nadie se lo ha pedido. —Se oyó la áspera voz de Gallaho.

Todos se volvieron al oír que el detective inspector se aproximaba por el débilmente iluminado pasadizo con su peculiar forma de andar.

—¿Alguna noticia? —preguntó Trench.

—El Anciano va a bajar. —El Anciano al que se refería era el comisario de policía—. El doctor Petrie está con él. Es el padre de la chica.

—¡Fiu! —silbó Trench.

—Lo más extraño es que la chica ha aparecido.

—¿Cómo?

—Está en el apartamento de sir Denis. Lo comunicaron a Scotland Yard hace escasos minutos.

Se despojó de su ceñido abrigo azul y, volviéndose hacia Merton, le dijo:

—Quiero que me acompañe, porque usted entiende de nudos y de cuerdas y puedo confiar en usted. Quiero que ate esta cuerda donde le voy a mostrar.

—¡Pero Gallaho! —exclamó Forester.

—A menos que, por supuesto… —dijo Gallaho irónicamente— considere, inspector Forester, que esto pertenece a su zona.