42. NAYLAND SMITH SE NIEGA

En las profundidades del Sam Pak’s, la caldera rugía, hambrienta.

Lentamente, Sterling regresó, a través de horrores imaginarios, al horror, más grande y más real, que le rodeaba en aquellos momentos.

Si alguna vez lo había dudado, ahora supo a ciencia cierta que su final estaba cerca. Pensó que no era más cobarde que cualquier hombre, pero justo ahora que la vida con Fleurette le atraía tan dulcemente, debía acabarse. ¡Y de qué modo!

—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz temblorosa entre la oscuridad.

Era el sargento Murphy.

—Sí, gracias, sargento.

—Hemos llegado al infierno antes de hora, señor.

Sterling intentó dominar sus nervios, concentrarse en una sola cosa y olvidar lo demás. No debía darle a aquel desalmado maníaco la satisfacción de verle acobardado. Si una mujer podía enfrentarse a la muerte como lo había hecho Fah Lo Suee, ¡por todos los Santos!, debía mostrar la entereza de los del Medio Oeste.

Sir Denis Nayland Smith. —El tono de aquella voz implacable cayó encima de Sterling como un jarro de agua fría.

—La hora de nuestra separación ha llegado.

Hubo un silencio. Luego, una orden gutural.

Un quejido procedente de la oscuridad donde yacía Nayland Smith completó el horror de la escena. Fue un gemido de derrota, de amarga humillación.

—Doctor Fu-Manchú —dijo Smith y, a Sterling le pareció un milagro, su voz era firme—. Ordene a su babuino humano que me desate los tobillos. Prefiero caminar hacia la muerte por mí mismo y no que me lleven. Creo que tengo derecho a pedirlo.

Se oyó otra orden y un suave forcejeo y Nayland Smith entró en el círculo de luz que había frente a la puerta de la caldera.

—¡Dios mío! —susurró Murphy—. ¿Qué están haciendo allí arriba? ¿Por qué no entran?

El ejecutor birmano siguió a sir Denis y se colocó junto a él.

—Porque en su larga batalla contra mí, sir Denis —prosiguió la voz del doctor Fu-Manchú, ahora con una nota de exaltada locura—, siempre ha observado las normas del juego limpio que, con razón o sin ella, pertenecen a la tradición inglesa, le respeto. Yo también tengo tradiciones que siempre he respetado.

Nayland Smith, con las manos a su espalda, miró hacia la oscuridad que ocultaba al orador.

—No tengo nada personal en contra de usted; es más, le admiro. He ganado, aunque mi triunfo tal vez llegue demasiado tarde. Por lo tanto, sir Denis, le ofrezco una salida: la Puerta del Loto.

—Se lo agradezco, pero no la acepto.

Sterling escuchaba y observaba.

—¡Está haciendo tiempo, Murphy! ¿No podemos hacer nada para ayudarle?

—¿Qué podemos hacer?

—¿Prefiere la daga? ¿Acabar como un delincuente común?

—Tampoco, si es que puedo escoger.

—Solamente me queda —dijo el doctor Fu-Manchú con ira reprimida— la tercera opción: el fuego.

Siguió un momento de silencio que Sterling supo que, si sobrevivía, jamás podría olvidar. Nayland Smith permanecía en el círculo de luz, inmóvil, mirando hacia arriba. Junto a Sterling, Murphy respiraba tan pesadamente que casi jadeaba por la emoción.

—¿No hay otra alternativa?

—No.

Se oyó una orden, una única palabra sibilante. El humano dio un salto…