41. EL ÚLTIMO AUTOBÚS

Fleurette abrió los ojos y miró hacia donde creía que se encontraba la ventanilla de su camarote.

Volvió a cerrarlos rápidamente. Había visto una pequeña ventana con cortinas, pero no una ventanilla. Parecía la habitación de una casita de campo amueblada con gusto y sencillez. Volvió a abrir los ojos. La habitación seguía igual: no estaba soñando. Se retorció las manos con fuerza y se sentó en la cama.

Unas pocas horas antes se había despedido de Alan en su camarote del Oxfordshire. Recordaba lo mucho que le había apenado aquella última sonrisa y que había tenido que esforzarse para retener las lágrimas. Había oído sus pasos en cubierta. Y luego se había sentado, lo recordaba bien, y se había servido un vaso de agua…

Y ahora, ¿qué era lo que había ocurrido? ¿Dónde se hallaba? ¿Y cómo había llegado hasta allí?

Aquel lugar estaba muy silencioso hasta que un débil ruido en una habitación contigua le indicó que había alguien más.

La habitación estaba iluminada por la luz de la luna y, aunque vio que había una lámpara encima de la mesilla de noche, no se atrevió a encenderla. Retiró la colcha y las sábanas y con un movimiento ligero saltó de la cama. Llevaba un pijama que no era suyo, pero, al observar un montón de ropa que colgaba en una butaca, reconoció el vestido que llevaba puesto cuando se despidió de Alan en el barco.

Le dolía un poco la cabeza, y sabía que había estado soñando. Resultaba difícil de creer que ahora ya no estuviera soñando. Se dirigió a la ventana y, tras retirar la cortina con cuidado, miró hacia fuera.

Vio un jardincito vallado y una pequeña extensión de césped con una pila de piedra para los pájaros en el centro. A mano izquierda había un enorme manzano, desnudo en aquella época del año, que dibujaba una misteriosa silueta contra la luz de la luna. Por encima de la valla pudo ver las copas de otros árboles, aunque, aparentemente, el suelo parecía descender a partir de allí. Se hallaba, como había supuesto, en una casita de campo.

Pero ¿de quién era aquella casa? ¿Y cómo había llegado hasta allí? Y, por encima de todo, ¿dónde estaba Alan? ¿Y su padre?

¿Era posible que hubiera estado gravemente enferma? ¿Qué hubiera habido un paréntesis del que no recordaba nada y que ahora estuviera convaleciente?

Tal vez aquellos movimientos de alguien que había detectado en la habitación contigua eran los de una enfermera. Fleurette volvió sobre sus pasos sin hacer ruido, pues iba descalza y caminaba sobre una alfombra. Acto seguido buscó pruebas que confirmaran su teoría. No había ningún medicamento ni compresas húmedas sobre la mesilla, sólo una pitillera, la suya, y una caja de cerillas.

Otro ruido ligero en la habitación contigua le indicó que había alguien leyendo. Fleurette había oído el ruido que produce el girar una página.

Reconoció con gratitud que, a pesar de aquel extraño despertar, se sentía bien y en plena posesión de sus facultades. La teoría de una grave enfermedad no encajaba. Se encontraba perfectamente a excepción de aquel leve dolor de cabeza. Se sentó en la cama y reflexionó.

Venció su primer impulso de abrir la puerta y preguntarle a quien se encontrara en la habitación contigua qué estaba sucediendo. Fleurette había tenido el privilegio de recibir una educación muy especial. Le habían enseñado a pensar, y en aquellos momentos le resultó muy útil. Se dirigió lentamente a la puerta y, con cuidado, empezó a girar la manecilla.

La puerta estaba cerrada con llave. Fleurette meneó la cabeza.

Un ruido más fuerte en la habitación contigua le indicó que tal vez alguien se acercaba. Fleurette volvió a meterse en la cama, se cubrió con la colcha hasta la barbilla y se preparó para atisbar por debajo de sus largas pestañas a cualquiera que entrara.

Alguien giró silenciosamente una llave en la cerradura y abrió la puerta.

Entró luz de una pequeña salita de estar. Desde donde se hallaba, Fleurette pudo ver un extremo. Sobre una mesa, junto a la que habían colocado una butaca, había un periódico y varias revistas ilustradas. Percibió un pesado olor a gas. Una anciana de aspecto extraño entró en la habitación.

Era grande y muy obesa. Por lo que Fleurette pudo ver de su rostro a la luz de la lámpara, antes de que aquella mujer cruzara el umbral de la puerta, tenía el semblante hinchado, arrugado y amarillo, y se adornaba con unas gafas de montura ancha. La mujer llevaba un atuendo que podía haber sido perfectamente el de una enfermera de hospital. Permaneció en silencio en el interior de la pequeña habitación y miró a Fleurette.

Horrorizada, Fleurette comprobó que la mujer llevaba una jeringuilla hipodérmica en la mano.

—¿Estás dormida? —preguntó en un susurro.

Hablaba en inglés, pero con un acento desconocido. Había algo tan amenazador y siniestro en la actitud de aquella enorme mujer y en el tono de su voz que Fleurette apretó los puños bajo la colcha. Permaneció inmóvil.

—¡Ajá! —dijo la mujer, evidentemente satisfecha.

Regresó silenciosamente a la otra habitación y con suavidad cerró de nuevo la puerta con llave.

Fleurette escuchó atentamente mientras pensaba.

En la otra habitación se oyeron unos ruidos amortiguados: el ruido de cristales, alguien que apaga un gas… luego, un clic, y la luz que se colaba por debajo de la puerta desapareció. Unos pasos suaves —a todas luces la mujer llevaba zapatillas acolchadas— se desplazaron al otro lado del tabique contra el que estaba apoyada la cama de Fleurette. Se cerró una puerta. Su vigilante iba a acostarse.

Controlando su impaciencia gracias a un gran esfuerzo, Fleurette esperó y presionó la oreja contra el tabique de madera.

Oyó cómo la mujer se movía en lo que evidentemente era una habitación contigua. Finalmente se oyó el crujido de una cama: la obesa vigilante se había acostado. Por último, oyó que apagaba la luz.

Fleurette se levantó con cuidado y empezó a vestirse. No tardó demasiado, pero no pudo encontrar ni sombrero ni zapatos. No obstante, descubrió un par de zapatillas rojas que le servirían. Una bolsa de mano, la suya, permanecía encima de la mesa. Su contenido parecía estar intacto desde que lo había dejado en el sofá de su camarote. Tras dejar caer la pitillera y las cerillas en el interior de la bolsa, Fleurette descorrió lentamente las cortinas de la ventana baja.

Estaba cerrada, y el aire de la habitación, aunque frío, estaba cargado. El pestillo presentaba ciertas dificultades: era muy viejo y estaba estropeado. Emitió un chasquido aterrador.

Fleurette se paró en seco y, tras cruzar la habitación de puntillas, pegó la oreja al tabique de madera. Oyó unos fuertes ronquidos procedentes de la habitación contigua.

Fleurette levantó la parte inferior de la ventana con firmeza. Para su sorpresa, apenas hizo ruido. Miró afuera y vio que debajo había un parterre de flores muy descuidado. Luego, a mano derecha había un sendero pavimentado cubierto de musgo que conducía a una pequeña pérgola.

Ésta, a su vez, comunicaba con una verja.

Fleurette dejó caer su bolsa en el parterre, se puso las zapatillas y salió por la abertura. No fue tarea fácil, pero Fleurette era atlética y estaba en buena forma. Sabía que tenía las manos sucias y los pies llenos de barro, pero entonces aquello no le preocupó.

Tras recoger su bolsa, caminó deprisa hacia la verja, la abrió y se encontró en un estrecho camino y rodado de vallas.

A su izquierda había un roble, y varios edificios oscuros más adelante. No había luz en ninguno de ellos. Echo un vistazo a su alrededor, inhaló el aire frío de la noche, y se encaramó para ver lo que había al otro lado. Descubrió que allí el terreno empezaba a hacer pendiente, y vio a lo lejos varias granjas y numerosos árboles; más allá, a muchos kilómetros de distancia, un reflector se movía con regularidad. Fleurette decidió que aquello era un aeródromo.

La situación era extremadamente misteriosa, porque ella debería de haberse encontrado muy lejos, en el Mediterráneo, ¡pero la fragancia del aire le indicó que se encontraba en Inglaterra!

En una dirección el camino terminaba, más allá de la casita de la que había salido, en una verja y una escalera. Decidió tomar la otra dirección. El camino estaba toscamente pavimentado y, además, unas nubes compactas cubrieron de repente la luna.

Se vio obligada a caminar lentamente, pues el camino estaba flanqueado por árboles y reinaba la oscuridad. Pasó junto a otros dos edificios, pero no mostraban ninguna señal de vida y siguió avanzando. Llegó a un camino más a ancho, mejor pavimentado, y Fleurette dudó de si seguir por la derecha o por la izquierda. Finalmente decidió seguir por la derecha.

Por la posición de la luna y la oscuridad de las casas por las que pasaba, que eran pocas, Fleurette decidió que debía de ser tarde, aunque era incapaz de saber la hora exacta.

Al final del segundo camino, en una esquina, había una gran casa rodeada por un alto muro de ladrillos, un buzón y una farola.

Fleurette se detuvo, respirando agitadamente. Había llegado a una carretera.

Se encontró frente a varias mansiones muy grandes. Mientras se apresuraba por el camino, no había dejado al pensar con claridad. Había oído el sonido de un vehículo que se aproximaba, y en ese momento vio la luz que emitían sus faros.

Un autobús verde se detuvo junto a las verjas de las mansiones.

Había muy pocos pasajeros, pero comprobó que al menos dos se estaban apeando. Fleurette echó a correr.

A la luz de la farola, Fleurette leyó en un lado del autobús: «Reigate-Sutton-Londres.»

Fleurette saltó al primer escalón y el vehículo volvió a arrancar. El conductor la ayudó a subir.

—¿Va a Londres? —preguntó ella, casi sin aliento.

—Sí, señorita. Es el último autobús.