—No es en absoluto tan sencillo como cree, inspector —le aseguró a Gallaho el químico encargado—. Antes de intentar una operación de minería como la que usted me ha descrito, debo saber qué hay encima y qué hay debajo. También debo saber qué hay al otro lado de esa pared que quiere que derribe. ¿Dice que se trata de una pared de hormigón?
—Eso parece —dijo Gallaho con impaciencia. Los técnicos siempre resultaban una molestia.
—Probablemente podríamos abrir un agujero en la pared, pero me pregunto qué sostiene esa pared. No que remos que se nos caiga medio Limehouse encima.
—Bien, venga y véalo usted mismo. Pero venga equipado, porque puede estar ocurriéndoles cualquier cosa a las personas que queremos rescatar.
—Desde luego que vendré, inspector. Este tipo de responsabilidades no me gustan, pero tampoco quiero delegarlas.
Tuvieron que esperar un poco después de recoger varios aparatos misteriosos, y Gallaho, sentado en el despacho de aquel hombre, tamborileaba con los dedos en la mesa, nervioso mirando a cada momento la hora en un reloj que había encima de la chimenea. Unos trabajadores recorrieron las extensas instalaciones de la fábrica en busca de un experto con el musical nombre de Schumann. Según el señor Elliot, el químico jefe, su presencia era indispensable.
Gallaho se estaba poniendo muy furioso.
Finalmente terminaron los preparativos. Dos trabajadores que al parecer disfrutaban con aquella interrupción de su trabajo nocturno, transportaron unas cajas misteriosas, paquetes y cables. Schumann, que resultó ser un alemán taciturno que llevaba barba, apenas asintió cuando el jefe le expuso los pormenores del proyecto.
Por último, todos se subieron al coche de policía y se dirigieron a Limehouse. Gallaho iba delante con el conductor. Estaba demasiado irritado para conversar, pero en un momento dado, cuando ya no estaban lejos de su destino, ordenó con brusquedad:
—¡Pare!
El conductor pisó el freno y el coche se detuvo en el acto.
El inspector Gallaho miró hacia arriba, y luego, poniendo una mano en el hombro del conductor, exclamó:
—¡Mire! ¿Qué es eso? Por encima de la orilla del río, a la altura de la chimenea.
El conductor miró donde le indicaba.
—¡Dios mío! —susurró—. ¿Qué es eso?
Apenas había niebla, pero unas nubes bajas flotaban por encima del río. Y allí, ya fuera real o un reflejo danzaba aquella extraña luz azulada. Gallaho sabía que era justo encima del tejado del Sam Pak’s.
—¡Continúe! —indicó Gallaho.
No había demasiado movimiento en los alrededores del restaurante. La vida nocturna de Chinatown es una vida furtiva. En una esquina había un agente de policía, pero nada indicaba que hubiera ocurrido algo allí aquella noche de no ser que el establecimiento estuviera cerrado.
Uno o dos clientes que se habían acercado se marcharon, extrañados por la circunstancia.
Sin duda, tras las oscuras ventanas, había gente observando.
Sin duda, todo el barrio chino sabía que en el Sam Pak’s había habido una redada y que su esposa había sido arrestada. Pero aquéllos que compartían aquella información secreta la guardaron para ellos y se mantuvieron apartados.
Al entrar en la tienda seguidos de los técnicos cargados con su material, Gallaho preguntó:
—¿Alguna noticia? —preguntó Gallaho.
Trench le estaba esperando allí.
—Un extraño rugido procedente de abajo —informó.
—Y el calor al final de la sala —dijo Gallaho—. No entiendo por qué. —Avanzó unos pasos—. Sí, se nota mucho la diferencia. ¿Qué demonios puede ser?
—El lugar desde el que se oye el ruido, señor —dijo otra voz—, se encuentra al final del pasillo, abajo, al otro lado de la puerta de hierro.
—Vamos —dijo Gallaho, y se dirigió hacia allí—. ¿Algún informe del río?
—Sí. La luz azul ha vuelto a verse por encima del tejado.
—Lo sé… Yo también la he visto.