Sterling comprendió, a medida que el horror de aquel pozo infernal aumentaba, que todos los habitantes de las sombras estaban allí.
Habían bajado a alguien más por aquella escalera y le habían dejado caer al suelo como si fuera un saco. Los fogoneros chinos volvieron a abrir las puertas del horno y, de nuevo, el calor les lastimó los ojos. Intentó aprovechar aquella luz blanca y, en cierta medida, lo logró.
El sargento detective Murphy se había unido al grupo de condenados y yacía junto a Ali Oke atado e impotente.
Los sudorosos chinos alimentaban la hambrienta caldera.
Era lo más parecido al infierno que, en su opinión, podía haberse creado. Intentó levantarse: tenía los tobillos y las muñecas atados. De algún modo, el volver a levantarse, aunque no pudiera avanzar ni un paso, pareció fortalecer el poco coraje que le quedaba. Las puertas del horno volvieron a cerrarse.
—¡Sir Denis! —exclamó, y su voz reverberó en aquel agujero envuelto en sombras—. ¡Sargento Murphy!
En aquella situación extrema, le salió el acento del Medio Oeste de Estados Unidos. Vio el rostro de su padre, el hogar en el que había nacido y la universidad de Edimburgo donde se había graduado: los acontecimientos más felices de su vida. ¡Y Fleurette! ¡Fleurette! ¡Dios del cielo! ¿Dónde estaba Fleurette? ¡Jamás volvería a verla!
Murphy contestó.
—Estoy bien, señor. Mientras hay vida hay…
Un ruido sordo, el de un golpe, interrumpió sus palabras.
—¡Murphy! —volvió a gritar Sterling y fue entonces cuando reconoció una nota histérica en su voz, aunque intentó dominarla. Recordaba haber visto, gracias al resplandor del horno, que sir Denis llevaba una venda en la boca—. ¡Murphy!
Nadie contestó, pero de pronto, recortada contra la luz, apareció la silueta de gorila del birmano.
—¡Cerdo amarillo! —gritó Sterling con rabia y, pese a que estaba atado, se lanzó contra la achaparrada silueta.
Sterling recibió un golpe en la boca que le hizo caer al suelo. Notó el sabor de la sangre: tenía el labio partido.
—Si pudiera encontrarme contigo fuera, monstruo de piernas torcidas —gritó enloquecido—. ¡Te golpearía hasta acabar contigo!
El birmano, que llevaba unas pesadas botas, le dio un puntapié en las costillas.
Sterling se lamentó involuntariamente. El dolor de aquella última brutalidad amenazó con sobrepasarle. Aquel horrible y sombrío lugar empezó a danzar ante sus ojos.
Le dolían las muñecas y se le habían dormido las manos. No obstante, cerró los puños y apretó los dientes. Se retorcía de dolor. Supo que le había hundido una costilla, pero su único deseo era el de no perder el conocimiento, permanecer alerta por si se presentaba la ocasión.
—Silencio —dijo una voz musical que surgió de la oscuridad. ¡Fah Lo Suee!
—Amigo mío, no haces más que añadir dolor al que está por llegar.
Sterling logró dominarse. Su cuerpo maltratado había amenazado con someter a su cerebro. Pero ganó el cerebro.
Por encima del rugido cada vez más ensordecedor del horno le llegó una voz:
—Estoy aquí, Sterling, amigo. Antes no podía hablar.
Era Nayland Smith.
De algún modo, las sombras de aquel oscuro pozo parecían pesar, oprimirles. Desde donde yacía, Sterling no podía ver la boca del túnel, pero sabía que estaba allí, en algún lugar más allá del horno. Por encima de ellos había agua, una gran cantidad de agua, probablemente el río Támesis.
Aquella sensación de profundidad, de hallarse muy por debajo de la superficie, era aterradora; sumada a todo lo que le rodeaba y a que tenía un labio partido y una costilla dislocada, hizo que estuviera a punto de rendirse.
Entonces se oyó otra voz que surgió de la oscuridad, una voz que, tras oírla por primera vez, jamás podía olvidarse: la voz del doctor Fu-Manchú.
—Sir Denis Nayland Smith: tengo entendido que está trabajando para los servicios secretos. Es usted un adversario legítimo. Detective sargento Murphy, usted está asignado al departamento de investigación criminal de Scotland Yard y, por lo tanto, merece mi respeto señor Alan Sterling, usted se ha inmiscuido voluntariamente en mis asuntos pero, puesto que sus motivos son lo que podríamos decir caballerosos, también debo otorgarle honores de guerra.
La extraña y fría voz hizo un breve silencio.
Sterling intentó ponerse en cuclillas sin hacer caso de la sangre que le caía por la barbilla y olvidar el dolor agudo que le provocaba la costilla.
—Esta noche, mi guerra contra la insensatez y el desgobierno bien podría llegar a su clímax. Si triunfo, mi camino estará despejado. Mi principal enemigo no volverá a obstruir mi trabajo ni la traición habitará en mi casa…
Aquella voz, extraña e impresionante, hizo una pausa, tras lo cual pronunció una orden corta y gutural.
El birmano achaparrado apareció en el círculo de luz arrastrando el cuerpo inerte de Ali por los tobillos.
Vieron entonces que el rubio iba atado de manos y pies y que le habían puesto un trapo en de la boca. Los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía el rostro empapado en el sudor del miedo.
El birmano desapareció entre las sombras pero volvió a aparecer prácticamente en seguida con una daga corta y curva que parecía manejar con facilidad.
—Este hombre es un traidor —dijo la voz gutural con suavidad—. He sido benevolente demasiado tiempo.
Se oyó una palabra rápida como un siseo y durante unos segundos durante los cuales el corazón de Alan Sterling pareció pararse en su pecho, el ejecutor birmano obedeció.
Tirando con los dedos de su mano izquierda del rizado cabello del rubio, lo dejó de rodillas a sus pies con un único movimiento de su largo y potente brazo. Y mientras el hombre se inclinaba hacia delante, balanceándose, con un único y certero golpe de su daga le separó la cabeza del cuerpo.
—¡Dios mío! —dijo el sargento Murphy—. ¡Dios mío!
Con total sangre fría, el birmano echó el cuerpo encima de uno de los caballetes de madera, ató el tronco y los pies con unas cuerdas y se incorporó mirando hacia la oscuridad de donde procedía la voz del doctor Fu-Manchú.
En respuesta a otra orden sibilante, los dos fogoneros chinos dieron un paso al frente y abrieron el horno. Levantaron un extremo del caballete al que habían atado el cuerpo. El birmano agarró el otro extremo.
Empezaron a balancearlo mientras coreaban al unísono «¡Hi yah, hi yah, hi yah!».
Luego, tras un último «¡Hi!», lo lanzaron al blanco corazón del horno.
Estaban a punto de cerrar la puerta cuando el birmano les detuvo… y se inclinó…