—Sólo se puede hacer una cosa —exclamó Gallaho golpeando con el puño la puerta de hierro que les impedía proseguir. Hay una pequeña cavidad, de modo que imagino que las bisagras están empotradas. Un par de cartuchos de dinamita podrían hacer algo.
—Tal vez demasiado —dijo Forester, que se había aproximado y ahora se encontraba junto a Gallaho—. ¿No sería mejor usar un soplete?
—¿Se da cuenta del tiempo que llevaría echar esta puerta abajo? —le preguntó Gallaho—. ¿Ha olvidado quién se encuentra dentro y lo que puede estar ocurriendo?
—No lo he olvidado. Sólo era una idea. De todas formas, tardaremos en poder entrar.
—Cuanto más tiempo perdamos hablando, más tarda remos.
Gallaho, como muchos otros hombres de acción, solía perder los estribos cuando se veía frenado por un obstáculo como aquella puerta de hierro.
—¿Qué propone usted?
—¿Puedo sugerir algo, señor? —dijo una voz.
—Por supuesto, agente. ¿De qué se trata?
—La fábrica de explosivos Kinloch de Silvertown trabaja toda la noche. Podríamos ir allí y regresar en media hora con el coche de la brigada móvil y traer a alguien que sepa utilizar estos explosivos en un caso como éste.
—Buen trabajo —dijo Gallaho con un gruñido—. Será mejor que le acompañe puesto que no colaborarán sin autorización. ¿Puede tomar el mando, Forester?
—Por supuesto. Pero si puedo conseguir un soplete sea como sea, empezaré.
—Está bien. No se lastimen.
Gallaho se ajustó el bombín y se marchó.
Desapareció por el pasillo únicamente iluminado por las lámparas de bolsillo de la policía. Forester se volvió hacia Trench.
—¿Qué le parece si nos ponemos en contacto con Scotland Yard? —sugirió—. Compruebe si es posible que nos envíen con urgencia un soplete.
—Podemos intentarlo —convino Trench—. Deje dos hombres aquí por si la puerta se abre desde el otro lado. Arriba, en la tienda, hay un teléfono.
Así se hizo, y los demás miembros de la policía subieron por la escalera de hormigón y por la: de madera hasta llegar al Sam Pak’s.
Las persianas del establecimiento estaban bajadas y no había luz.
Un agente de policía vigilaba afuera.
En cuanto llegaron al establecimiento se oyó el rugido del coche de la brigada móvil en el que Gallaho se dirigía a Silvertown a toda prisa.
—Aquí está el teléfono, inspector —dijo uno de los agentes.
Forester dirigió un movimiento de cabeza a Trench.
—Ésta es su zona, no la mía —dijo—. Sin duda usted sabrá con quién tiene que hablar.
Trench asintió y se dirigió al otro lado de la barra para descolgar el auricular. Llamó a Scotland Yard y esperó. Un tenso silencio se adueñó del local hasta que contestaron al teléfono.
—Soy el detective sargento Trench —dijo, y dio un santo y seña en voz baja—. Gracias.
Volvió a reinar el silencio, y luego:
—¿Ah, sí, inspector? Ya, comprendo… Sí, supongo que sí. Si son órdenes…
Trench colocó la mano encima del altavoz y se volvió.
—El inspector jefe está esperando un informe de este trabajo —susurró—. No me sorprendería que se presentara por aquí…
—Hola, señor. Sí, hablo desde aquí. Lamento informarle, señor, de que sir Denis ha desaparecido. Tenemos razones para creer que lo retienen en los sótanos de este lugar.
Hubo un silencio.
—El problema es, señor, que tienen puertas de hierro. Hablo en nombre del inspector jefe Gallaho, señor. Se ha ido personalmente a Silvertown a buscar a un experto en explosivos que tire abajo una de las puertas de hierro… Sí, señor. Creímos que un soplete bastaría, si pueden traérnoslo a tiempo… Muy bien, señor. Sí, todas las salidas están cubiertas.
Colgó el auricular y se volvió hacia Forester.
—Lo peor de todo es no saber lo que está ocurriendo ahí abajo y que no podamos hacer nada —dijo—. Sólo hemos detenido a la esposa de Sam Pak y creo que no sabe nada.
—¡Chist! ¿Qué ha sido eso?
Se hizo un gran silencio mientras esperaban a que se repitiera el ruido. Finalmente volvió a oírse: era un grito ahogado.
—Es uno de los hombres del pasadizo —dijo Trench, que echó a correr. Forester le siguió. Sus pesadas botas provocaron un estruendo al pisar el suelo de madera. Se hallaban a medio camino en la escalera cuando toparon con el hombre que había gritado. Su rostro mostraba una gran excitación.
—Venga por aquí, inspector —dijo—. Y escuche.
Con sus lámparas de bolsillo iluminando las paredes de ladrillo y escayola se encaminaron al final del largo pasillo.
Otro hombre seguía con la oreja pegada a la puerta de hierro. Hizo una seña y todos se acercaron en silencio, escuchando.
—¿Lo oye?
Forester, muy serio, asintió con la cabeza.
—¿Qué demonios es? —murmuró.
Se oía un débil aunque horrible fragor que parecía proceder de remotas profundidades, del otro lado de la puerta de hierro.