35. EL HORNO

A Alan Sterling ya no le quedaban esperanzas. El mensaje que le había escrito a Nayland Smith en una hoja de su agenda (pues no le habían quitado nada más que la automática) y que le había deslizado por debajo de la puerta a Ali se había perdido o tal vez jamás había sido entregada.

No le asignaron ninguna tarea ni nadie acudió a verle. Un silencio opresivo en medio del que, de vez en cuando, parecía vibrar un zumbido, le envolvía. Con la caída se había roto el reloj de pulsera, de modo que no tenía forma de saber qué hora era.

Las horas pasaban lentamente. Estaba extremadamente sediento, pero durante un largo rato se resistió a servirse un poco de agua de la botella.

La lógica vino en su rescate. Puesto que estaba bajo el poder del doctor chino, ¿por qué se habrían molestado en envenenar el agua si podían dispararle sin ninguna clase de peligro o dificultad?

¿Y qué había sido de Ali? ¿Era posible que le hubieran pillado y que él, Sterling, estuviera destinado a permanecer encerrado en aquella cárcel oscura en algún lugar de las entrañas de la tierra, tal vez incluso debajo del agua? En tal situación, no había ninguna esperanza de que le rescataran si los que le habían metido allí dentro decidían permanecer en silencio.

En resumen, su vida dependía de que la nota hubiera llegado a sir Denis y de que éste lograra encontrar el túnel subterráneo al que vagamente se había referido.

Las horas pasaban silenciosamente y Sterling cada vez estaba más preocupado. Constantemente se repetía:

—No debes dormirte… No debes dormirte.

Pero, tal vez debido a la monotonía de su reiteración, finalmente perdió todo conocimiento de sus alrededores.

Su despertar fue muy brusco.

Sintió que un brazo hercúleo le levantaba y le tumbaba boca abajo en la cama.

Sterling forcejeó a ciegas, pero le habían atado los tobillos fuertemente, y colocado de un modo que no podía variar su posición. Entonces le levantaron nuevamente, con tanta facilidad como una mujer sostiene a un caniche, y le echaron sobre la cama.

Un asiático de baja estatura, desnudo de cintura para arriba, le agarró por los brazos, los unió con una fuerza despiadada que horrorizó a Sterling y diestramente le ató las muñecas con una especie de bramante fino y fuerte. El hombre parecía un babuino. Tenía la frente anormalmente estrecha, unos brazos más largos de lo normal y tan musculados que a Sterling le parecieron increíbles. Sus bíceps parecían los de un atleta. El hombre tenía unas espaldas y un pecho muy anchos. Su rostro era como una máscara amarilla y sus ojos hundidos no mostraban expresión alguna.

A Sterling le dio un vuelco el corazón.

Aquello sólo podía significar una cosa. Ali Oke había sido descubierto: ¡su mensaje a Nayland Smith jamás había llegado a su destino! El doctor Fu-Manchú había cambiado de opinión. En vez de ponerlo a trabajar en el infierno subterráneo había decidido matarlo…

Aquel horrible despertar le robó de forma temporal su capacidad de habla. Pero finalmente pudo decir:

—¿Quién eres? —preguntó furioso—. ¿Adónde me llevas?

El birmano, sin hacer caso de sus palabras y tratándolo como a un saco de patatas, agarró a Sterling por el torso y lo colocó sobre su hombro izquierdo. Caminó con dificultad hasta la puerta abierta.

Sterling hubiera llorado de rabia al verse colgando de aquel enorme hombro, al sentirse tan débil.

Él, un hombre físicamente fuerte, no tenía nada que hacer contra aquel monstruo deforme, lo mismo que un niño contra él mismo. ¡Además, aquel horrible birmano, con sus robustas piernas arqueadas, era unos centímetros más bajo que Sterling!

Fue transportado por aquella escalera de pesadilla que conducían al pozo. De vez en cuando, algunos destellos intermitentes de luz danzaban en las vigas de hierro, o emitían un resplandor rojizo en plena oscuridad, Le estaban llevando a la muerte: todos sus instintos así se lo decían…

El pozo estaba débilmente iluminado por una lámpara que colgaba directamente encima de la puerta del horno, De vez en cuando, en las curvas de la escalera, Sterling veía con dificultad, debido a su postura, algunas siluetas que alimentaban el horno. Cada vez hacía más calor. El lugar crepitaba y rugía a causa de las llamaradas que salían del horno, avivadas por la corriente de aire.

Llegaron abajo y su captor le dejó caer en el suelo de hormigón sin contemplaciones.

Sterling, magullado y aturdido, logró darse la vuelta y colocarse en una postura que le permitiera inspeccionar las sombras que rodeaban aquella zona iluminada frente al horno.

Pudo distinguir varias cosas que le sugirieron horribles posibilidades.

Vio varios caballetes viejos de madera, de un metió ochenta de largo y unos cuarenta y cinco centímetros de ancho, en el suelo, bajo el círculo de luz.

¿Para qué debían de estar allí?

Junto a él había un cuerpo inerte. Sterling se esforzó por escudriñar en la oscuridad, pero, aparte de que parecía el cuerpo de un hombre, no pudo obtener más detalles, Dos hombres chinos muy musculosos, desnudos de cintura para arriba, aparecieron bajo la luz. Sterling creyó reconocer a uno, aunque podía estar equivocado puesto que a ojos de los occidentales todos los rostros orientales son iguales. Le pareció que se trataba de un hombre que había estado jugando al fan-tan la noche en que él y Nayland Smith visitaron el Sailor’s Club.

La puerta del horno se abrió con estruendo.

Salió un calor abrasador. Sterling apartó la cabeza a un lado. Los fogoneros chinos, probablemente profesionales, alimentaron el horno, trabajando de forma mecánica y con apatía, a pesar de que el sudor les bajaba por el rostro y el cuerpo como si lloviera.

La puerta del horno volvió a cerrarse. Sterling se encontraba tan cerca de ella que no le había resultado posible echar más que una ojeada rápida a su alrededor mientras la puerta había permanecido abierta. No obstante, había visto lo suficiente para saber que su destino estaba sellado, tal vez como el destino de todos los que se interponían en el camino del doctor Fu-Manchú.

El hombre que yacía junto a él, amordazado y atado, era Ali Oke…

Este único descubrimiento hubiera sido suficiente para truncar su última esperanza. Pero había otro peor.

Al otro lado de la puerta del horno y prácticamente frente a él, Nayland Smith estaba tumbado sobre un codo, atado. Le había visto escrutando el lugar con ojos atormentados, del mismo modo en que lo había hecho él.

Aquello era el fin.