Nayland Smith intentó recuperar el conocimiento. Se sentía incapaz de diferenciar el delirio de la realidad.
—Mi amor, que jamás me ha amado… Tal vez jamás debería de haber ocurrido, pero ahora es demasiado tarde…
Era la voz de una mujer, una voz suave y musical… y alguien que le humedecía la frente con agua de colonia.
Volvió a perder el conocimiento.
Estaba tumbado en una cama plegable en una pequeña habitación de ladrillos, cuadrada y de techo bajo. Le dolía mucho la cabeza, pero un brazo delicado se la sostenía y unos dedos suaves le acariciaban la frente. Smith volvió a esforzarse por recuperar el conocimiento. Aquello era una fantasía, un sueño distorsionado.
¿Dónde se hallaba?
El simple acto de abrir los ojos se había convertido en una tortura. Ahora, al desviar la vista hacia un lado, volvió sentir dolor. Una mujer, con un extraño atuendo, se arrodillaba junto a la cama donde él yacía. Su oscura cabellera estaba despeinada, y sus almendrados ojos verdes le miraban con lástima, con piedad, como los ojos de una madre observan a un hijo enfermo.
Esos enormes ojos verdes le traían algunos recuerdos y estimulaban su cerebro dormido. ¿A qué mujer había conocido con unos ojos parecidos?
Era una criatura extraña. Sus hermosos labios se movían mientras le hablaba con suavidad. Pero Nayland Smith era incapaz de percibir las palabras. Sus hombros estaban desnudos, y su piel le recordaba al marfil. Y ahora, tal vez al ver que él empezaba a comprender algo, ella se inclinó y le miró con sus ojos brillantes.
Tuvo un momento de semilucidez. Smith había visto a aquella mujer con anterioridad, a esta mujer de hombros marfileños y ojos verdes. Pero si era una mujer, ¿por qué llevaba aquellos pantalones de franela gris tan raídos? Tal vez era medio hombre y medio mujer.
Unos labios ardientes oprimieron los suyos mientras la oscuridad volvía a envolverle.
—Jamás has sabido… Tal vez jamás lo hubieras sabido… Pero, al menos, moriremos juntos… ¡Despierta, amor mío! despierta, pues no tenemos tiempo. Y ahora qué sé que debo morir puedo decírtelo…
Nayland Smith, como si obedeciera a aquellas vehemente palabras, luchó de nuevo por recobrar el conocimiento.
La habitación de ladrillos y la cama plegable no habían sido producto del delirio. Realmente estaba echado en esa cama en una habitación cuadrada de ladrillos. ¡Y la mujer que le atendía era Fah Lo Suee!
Al darse cuenta de que había recuperado por completo el conocimiento, la mujer apartó con suavidad el brazo de debajo de la cabeza de Smith mientras, sosegadamente, se arreglaba los tirantes de una diminuta prenda de seda que contrastaba con los arrugados pantalones de franela que llevaba.
Nayland Smith observó que en el suelo, junto a él, había una chaqueta gris que iba a juego con los pantalones. En una mesita que había junto a la cama había un cuenco con agua, una botellita y un trozo de tela de seda empapado en agua de colonia.
Fah Lo Suee volvió a ponerse la chaqueta que formaba parte del uniforme del camarero tuerto y se sentó en silenció en la única silla que había en la habitación. Le miró con frialdad y sin turbación alguna.
¿Lo había oído bien? ¿Había oído a aquella mujer, que creía hablar con un hombre inconsciente, declararle su amor? ¿Le había besado? Smith empezaba a recordar con claridad lo que había ocurrido. Tal vez aquellas últimas impresiones eran poco fidedignas, o tal vez, era una posibilidad, se trataba de un movimiento deliberado por parte de aquella hija con un padre perverso. Un nuevo plan, pero ¿cuál podía ser el propósito?
¡Dios mío! Estaba en poder del doctor Fu-Manchú, ¡su eterno enemigo!
¡Aquello era el final! Ella le había dicho que era el final, a menos que lo hubiera soñado. Smith movió la cabeza para poder observarla mejor. ¡Cielos! ¿Quién y con qué le habían golpeado? Su memoria no era capaz de identificar a su agresor. ¿Y el sargento Murphy? ¿Qué había ocurrido con el sargento Murphy?
Fah Lo Suee le observó con los ojos entornados.
Se había quitado el maquillaje que le había caracterizado como un camarero chino. Smith debía suponer que aquellas largas pestañas eran negras por naturaleza. Pero sus labios estaban pálidos, y del bolsillo de la sucia chaqueta de franela extrajo una barra de labios y un espejo que era la tapa de una cajita. Se maquilló con naturalidad y también le dio color a sus mejillas.
Sir Denis la observó. Lentamente iba recuperando el control de su mente y de su cuerpo. Finalmente, tras volver a guardar la pequeña cajita de maquillaje, Fah Lo Suee extrajo un paquete amarillo de cigarrillos y, tras inclinarse hacia delante, le ofreció uno a Smith.
Smith tuvo momentáneamente una visión de la elegante Madame Ingomar… Aquella larga boquilla verde; aquellos finos cigarrillos del mejor tabaco…
—Gracias —dijo Smith, y se alegró al descubrir que su voz era firme.
Smith tomó el cigarrillo, y Fah Lo Suee, mientras se ponía otro entre los labios, dejó caer el paquete de nuevo en su bolsillo y sacó un encendedor que utilizó para encender ambos cigarrillos.
Nayland Smith se incorporó con cuidado. Aquella horrible habitación de ladrillos, que bien podría haber sido parte de unas obras de alcantarillado, daba vueltas a su alrededor. Le dolía muchísimo la cabeza. Su visión tampoco era demasiado buena. Le habían dado un golpe en la sien. Se apoyó de nuevo en la pared en el ángulo en que estaba colocada la cama.
—Fah Lo Suee —dijo—, pues no te conozco por ningún otro nombre. ¿Dónde estamos? ¿Y por qué estamos juntos?
Ella lo miró un instante y retiró la vista con rapidez.
—Estamos en un lugar de las obras de un túnel del Támesis abandonados. Estamos juntos porque… vamos a morir juntos.
Nayland Smith permaneció un momento en silencio, observándola. Dijo:
—¿Estamos debajo del Sam Pak’s? —preguntó.
—Sí.
—Entonces el equipo de asalto llegará en cualquier momento.
—Hay puertas de hierro —contestó Fah Lo Suee, con voz monótona—. Mucho antes de que puedan derribarlas, nosotros…
Se encogió de hombros mientras le miraba fijamente con sus alargados y estrechos ojos. Nayland Smith sostuvo aquella singular mirada.
Smith cayó en la cuenta de que en muy pocas ocasiones, durante todas las batallas que había mantenido con el grupo que rodeaba al doctor Fu-Manchú, había mirado a Fah lo Suee a los ojos. ¿Cuánto había soñado? ¿Hasta qué punto sus impresiones eran realmente suyas y hasta qué punid se debían al poder hipnótico que sabía que aquella mujer poseía?
—La hija de Fu-Manchú —dijo Smith—. ¿Me odias tanto como tu padre?
Fah Lo Suee cerró y abrió los largos y finos dedos de su mano izquierda. Smith observó fascinado aquella mano mientras recordaba los sucios dedos amarillos del camarero chino. Sus pensamientos le llevaron a mirar mas allá, hacia el suelo, junto a la silla en la que se sentaba Fah Lo Suee y donde había dos objetos arrugados que le confundían.
¡Eran unos guantes pintados! Unos guantes que habían ocultado las uñas pintadas y los dedos esbeltos e indolentes de aquella hija de los Manchú.
Smith alzó la vista de nuevo y aunque Fah Lo Suee bajó las pestañas rápidamente, ya había contestado a su pregunta.
Smith no dijo nada.
—Te he amado desde el primer día en que te vi —contestó ella con calma.
Y, escuchando la musicalidad de su voz, Nayland Smith comprendió por qué tantos hombres habían caído bajo su hechizo.
—He tenido muchas de esas experiencias a las que ridículamente denominan «aventuras», pero el único hombre al que realmente puedo amar es al que jamás podré tener. Jamás lo hubieras sabido porque jamás te lo hubiera dicho. Ahora te lo digo porque, aunque no podremos vivir juntos, vamos a morir juntos.