El inspector Gallaho oyó el disparo, aunque muy débilmente. Más tarde habría de saber por qué lo había oído tan lejos. En el momento no lo comprendió, y se preguntó de dónde procedería aquel disparo. No se trataba de la señal convenida, pero fue suficiente.
Se había asomado a una ventana situada encima de un establecimiento cerrado. La habitación a la que pertenecía, una habitación lúgubre, había sido alquilada recientemente por un respetable hombre de mar. A la propietaria de la tienda, un pequeño establecimiento donde había de todo, le habían regalado unas entradas para acudir al Palladium puesto que su huésped no podía acudir aquella noche. Seguramente no regresaría hasta pasada la medianoche.
La habitación estaba llena de policías de paisano.
—Vamos, Trench —apremió Gallaho—. ¡Eso ha sido un disparo!
La puerta que había a su espalda estaba abierta de par en par. Se oyó un estruendo de pisadas que bajaban la escalera. Esperó asomado a la ventana, observando.
Vio al detective Trench que salía por la puerta de abalo y corría hacia la entrada del restaurante Sam Pak’s seguido por dos hombres. Esperó hasta que el resto de los nombres se dirigieran a sus puestos y luego bajó él.
La escalera estaba impregnada de un olor a parafina y a queso que le disgustó profundamente. Cuando llegó a la puerta se detuvo y se colocó bien el bombín. Se oyó el grito de una mujer procedente de la tienda del Sam Pak’s. No parecía inglés. Se oyó el ruido de una refriega y luego un gran crujido. En la orilla del río sonó un silbato de la policía.
Gallaho cruzó y entró. La esposa de Sam Pak, con sus toscas facciones teñidas de un tono plomizo, estaba sentada medio desvanecida en una silla de una de las mesitas. Trench y otro hombre golpeaban la puerta para echarla abajo en el otro extremo del establecimiento. El tercer detective vigilaba a la mujer.
—¿Qué es esto? —preguntó la mujer—. ¿Acaso son bandidos? ¿Con qué derecho entran así en mi establecimiento?
—Como ya le han dicho, somos agentes de policía —contestó Gallaho con un gruñido—. Tengo una orden de registro.
El tercer hombre se volvió.
—Cerró la puerta con llave y la escondió en cuanto entramos, inspector.
—Sabe cuál es la pena por esto, ¿no? —dijo Gallaho.
La esposa de Sam Pak le miró con resentimiento.
—En mi casa no hay nada —dijo—. No tienen derecho a registrarla.
Finalmente, la cerradura cedió con un crujido, pero no pudieron abrir la puerta más que algunos centímetros.
—¡Vaya! —dijo Trench, jadeando—. ¿Qué es esto?
—Déjeme echar un vistazo a mí —dijo Gallaho.
Y avanzó con su lámpara de mano en ristre. El tercer hombre le siguió.
—Cierre la puerta del establecimiento y eche la persiana abajo —le indicó Gallaho con brusquedad.
Se dirigió a la puerta que se resistía a abrirse completamente e iluminó la abertura con la lámpara de mano.
—La división K no había detectado esto —exclamó—. ¡Hay una puerta de hierro!
—¡Buf! —resopló Trench.
Los cuatro hombres se miraron. Luego, sus miradas convergieron en la esposa de Sam Pak, que seguía sentada, torpemente pero desafiante, en una pequeña silla que amenazaba con romperse bajo su elevado peso.
—Queda arrestada —dijo Gallaho— por obstruir a la acción de la justicia en el cumplimiento de su deber.
Se oyó entonces el zumbido de un potente motor. El coche de Scotland Yard, que había permanecido oculto no muy lejos de allí, acababa de llegar.
—Abran la puerta y llévensela —indicó Gallaho.
La mujer, jadeando y con una mano en el corazón, salió sin protestar.
—¿Y ahora qué, inspector?
—Debemos encontrar otro modo de entrar. Póngase en contacto con Forester. Ese antiguo marinero tiene que volver a colaborar. Tal vez tengamos que subir por la escalera y entrar por la ventana de la parte trasera.
—Muy bien, inspector.
Sea la hora que sea, en cualquier calle de Londres haga el tiempo que haga, se congrega un grupo de gente al menor signo de jaleo. Una fina llovizna caía entre la niebla que cubría Limehouse. Había muy pocos peatones en la calle cuando aquel disparo ahogado sonó en el Sam Pak’s. Pero ahora, un grupo de unas ocho o diez personas muy interesadas formaron un semicírculo ante la puerta en cuanto el agente que debía ponerse en contacto con la policía del río salió y echó a correr por la calle. Cuando desapareció entre la niebla, Gallaho abrió la puerta y pisó el húmedo pavimento. Otros dos agentes de policía acudieron a paso ligero.
—Saque a esta gente de aquí —dijo Gallaho—. Ahora yo estoy al mando y no quiero público.
Al oír aquello, los dos oficiales se afanaron en cumplir la orden con la conocida frase:
—Venga, circulen.
Los menos dispuestos fueron suavemente apartados y, gracias a esa combinación de persuasión y de fuerza, uno de los mayores aciertos de la policía metropolitana, la zona quedó despejada. Se abrieron algunas ventanas por las que asomaron muchas cabezas llenas de curiosidad. El coche de policía se había detenido a media manzana de allí, y el oficial al mando del grupo apareció en aquel momento.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó tras saludar a Gallaho—. ¿No podemos pasar?
—Puerta de hierro —dijo el inspector lacónicamente.
—Esto supone el final de Sam Pak.
—Ya lo sé, y me pregunto si vale la pena.
Forester, de la policía del río, que había manejado la situación según su propio criterio, ya había enviado a Merton con una cuerda, y la escalera de mano estuvo colocada diez minutos antes de que le llegara la orden.
No oyó el disparo en el Saylor’s Club. En aquel momento había pasado un remolcador y el ruido del pasaje ahogó completamente el sonido del disparo. Pero había oído el silbato.
Sin importarles en aquel momento si llamarían o no la atención, habían acercado la embarcación de la policía del río tanto como pudieron a la estructura de madera. Forester se agarró a la escalera y empezó a subir. Se volvió.
—¡Que no suba nadie más hasta que no dé la orden! —gritó.
Llegó a la ventana iluminada y se asomó. Vio una especie de habitación con un catre de hierro en una esquina, una mesita a la derecha de la ventana, una silla, varios objetos que sugerían que se trataba de la habitación de una mujer, y poco más. Golpeó el cristal de la ventana con la bota, se dobló peligrosamente, descubrió que la ventana no tenía el pestillo echado y la alzó unos centímetros con el talón de la bota. Luego, tras bajar un escalón, la levantó del todo, se subió al alféizar y entró en la habitación.
Permaneció a la escucha por un momento. No se oía nada.
Se asomó por la ventana.
—¡Vamos! —gritó.
Forester se volvió a la izquierda y cruzó la habitación a toda prisa, en dirección a una puerta entreabierta. Se encontró frente a una escalera sin alfombrar. Sin esperar al resto del equipo, empezó a descender ruidosamente.
La cruda luz de la habitación anterior procedía de una lámpara sin pantalla, y en la escalera había una luz similar. Pero, tras llegar al final y apartar una cortina de un tosco tejido estampado, Forester vio que ante él sólo había oscuridad.
Unas voces y ruidos de pasos le indicaron que sus hombres corrían por la habitación de arriba.
Forester iluminó con la lámpara de mano un lugar que parecía un pequeño restaurante. Descubrió que se encontraba al final de una barra muy bien surtida; había unos asientos acolchados sucios junto a la pared de la izquierda, y también varias mesas y sillas. Algunas de las mesas estaban volcadas, y se percibía un olor penetrante, perceptible a pesar del cargado ambiente, que le indicó que era allí donde habían disparado.
En la escalera del piso superior se oyeron pasos.
Pero Forester siguió dirigiendo la luz de su lámpara hacia una puerta que se encontraba enfrente. Era una puerta de hierro de las que suele haber en las cámaras acorazadas.
Forester silbó suavemente y se encaminó hacia allí.
—¡Jefe! ¿dónde está? —preguntó alguien.
—Estoy aquí. Intente encontrar un interruptor e ilumine este lugar.
Forester vio en seguida que la puerta era de las que se bloqueaban automáticamente al cerrarse. Además, habían puesto un pesado pestillo de acero. Lo descorrió sin prestar atención a las carreras de sus hombres, que buscaban un interruptor. Finalmente, uno de ellos dio con él y las luces se encendieron.
Forester retiró el pestillo y colocó la puerta en el hueco que solía ocupar, a salvo de la vista de cualquier visitante ocasional y sólo visible para alguien que la estuviera buscando.
Al otro lado había un estrecho pasillo débilmente iluminado. Forester se encontró frente a una puerta de madera destrozada a la que le habían arrancado la cerradura, rodeada por las astillas que colgaban del agujero. Empezó a caminar por el pasillo.
Al final del mismo se abría otra puerta de madera, aunque más sencilla. Finalmente se encontró en la tienda de comida del Sam Pak’s. Sólo había una luz tenue que procedía de detrás de la barra.
—¿Quién va? —dijo una voz con brusquedad.
En la oscura tienda había un hombre con las manos en los bolsillos.
—Inspector Forester. ¿Y usted quién es?
El hombre se sacó las manos de los bolsillos.
—El detective sargento Trench, inspector —se presentó—. Departamento de investigación criminal. ¿Ha entrado por la parte trasera?
—Sí. ¿Dónde está el inspector Gallaho?
—Voy a avisarle.