31. EL SI-FAN

—¡Manos arriba!

Nayland Smith se había levantado y apuntaba a todos los presentes en la sala.

Se había percatado de que la puerta que ahora impedía el acceso a la tienda y la calle era una pesada puerta de hierro, del tipo de las que habían dado tantos problemas a la policía de Chinatown de Nueva York. El hombre que había cerrado la puerta se volvió y, de espaldas a la puerta, levantó las manos lentamente. Era un birmano, bajo pero increíblemente fornido. Tenía la complexión de un gorila: brazos largos y una espalda muy ancha que evidenciaba una fuerza colosal.

Los hombres de la mesa del fan-tan también obedecieron. Fah Lo Suee, tras un momento de duda, miró a Smith y levantó los brazos.

Murphy, con la pistola preparada, se deslizó por detrás de sir Denis y se dirigió al birmano.

Encima de la barra había un cuenco de bronce muy pesado que utilizaban como pisapapeles y como receptáculo para las monedas. En aquel momento, el viejo Sam Pak, tras levantarlo con una ligereza inimaginable en un hombre tan anciano, lo lanzó sin ánimo de fallar.

Golpeó a Nayland Smith en la sien derecha.

Éste dejó caer su automática, se tambaleó y cayó sobre la mesa.

El sargento Murphy acudió rápidamente con un silbato entre los dientes. Por un instante se quedó estupefacto al ver a sir Denis que yacía, aparentemente muerto, sobre la mesa. No fue más que un momento, tiempo suficiente para el birmano con aspecto de babuino que guardaba la puerta.

En dos saltos, propios de una bestia de la jungla, el hombre cruzó la sala y saltó a los hombros del detective, le agarró del cuello con sus hercúleas manos y le tiró al suelo.

Aunque Murphy no pudo reaccionar a tiempo para volverse y enfrentarse a su atacante, había sentido que iban a por él. En el momento en que el birmano dio el segundo salto, el detective antes de caer, apretó el gatillo.

El ruido del disparo quedó curiosamente amortiguado en aquel lugar cerrado y sin aire. La bala atravesó la barra del bar y se hundió en la pared sin alcanzar al viejo Sam Pak por unos centímetros. Pero aquel veterano permaneció impasible en su silla.

En cuanto la pistola cayó de la mano de Murphy, el birmano, arrodillado sobre su espalda, colocó una mano en la mandíbula del detective y empezó a torcerle el cuello lentamente.

—¡No! —gritó Fah Lo Suee en un susurro—. ¡No!

Los arrugados labios amarillos de Sam Pak se movieron imperceptiblemente.

—Es el Maestro quien debe decidir —dijo en un tosco chino propio de los marineros que, evidentemente, el birmano comprendió.

Fah Lo Suee, quitándose el parche del ojo y el sombrero, miró al anciano llena de furia.

—¿Está loco? —dijo en chino—. ¿Está loco? ¡Este lugar está rodeado por la policía!

—Yo cumplo las órdenes, señora.

—¿Qué órdenes?

—Las mías.

Una cortina que había a la izquierda del bar se abrió y el doctor Fu-Manchú hizo acto de presencia.

Los orientales que había en la sala y que todavía no se habían levantado, lo hicieron. Incluso el viejo Sam Pak se levantó de la silla. El estrangulador birmano, que con su pie derecho pisaba el cuello de Murphy, se levantó ante la presencia del maestro. Un extraño silencio reinó donde lo había hecho la violencia. Todos recibieron al doctor chino con el peculiar saludo del Si-Fan, esa extendida sociedad secreta que Nayland Smith había pasado tantos años de su vida intentando aniquilar.

El doctor Fu-Manchú llevaba una túnica china y un bonete mandarín que le cubría su imponente cabeza. Tenía los ojos entreabiertos, pero su rostro malvado y extraordinario no mostraba expresión alguna.

Sin embargo, observaba a Fah Lo Suee.

El grito ahogado de una mujer, sin duda la esposa de Sam Pak, rompió aquel repentino silencio. Se oyeron otros gritos apagados, el débil sonido de un silbato de la policía y, luego, un estruendo.

La puerta de madera del Sailor’s Club había sido echada abajo… pero la de hierro detuvo al equipo de asalto.

El doctor Fu-Manchú se volvió lentamente y apartó la cortina.

—Que los lleven a todos abajo —dijo.