Alan Sterling se hallaba en una plataforma de madera, agarrado a una baranda de hierro oxidada, y observaba una escena que le pareció una representación del Infierno de Dante.
Oscuras siluetas, que no parecían humanas, extrañamente envueltas como momias egipcias en movimiento, se desplazaban a sus pies. En ocasiones se distinguían cuando la puerta de una suerte de horno se abría, para volver a desaparecer como los fantasmas de una pesadilla cuando la puerta se cerraba. Del pozo subía un calor agobiante.
—Se le ha ocurrido el símil de una momia. —La voz del doctor Fu-Manchú surgió de la oscuridad, esa extraña voz que acentuaba las guturales y concedía a las sibilantes una cualidad poco oída en boca de un anglosajón—. Desconoce el antiguo ritual egipcio; de no ser así, se le hubieran ocurrido otras imágenes. De hecho, estos trabajadores están protegidos contra los humos tóxicos que se generan en ciertas fases del experimento que se lleva a cabo aquí abajo. Esos gases no llegan aquí. Se absorben mediante un simple proceso y se dispersan por medio de un pozo de ventilación. Por favor, continúe bajando.
Sterling, agarrándose a la barandilla, descendió más peldaños de madera. Estaba recuperando el control sobre sí mismo, pero su cerebro no lograba sugerirle otro plan de acción que el de aceptar las órdenes de aquel extraordinario personaje en cuyo poder había vuelto a caer. Algo que Nayland Smith había dicho hacía mucho, mucho tiempo, no podía recordar cuándo, zumbó en su cabeza como una especie de refrán:
—Detrás de una casa junto a la que hemos pasado un centenar de veces, en una colina que hemos admirado juntos todas las mañanas durante meses, en el tejado de un edificio en el que hemos vivido, bajo el suelo que hemos pisado a diario, hay cosas secretas que ni siquiera sospechamos. El doctor Fu-Manchú ha convertido en asunto suyo descubrir esas cosas secretas…
¡Aquí quedaba demostrada la teoría! Estaba atrapado: no tenía ni la más remota idea de dónde se hallaba. Aquel horrible agujero podía encontrarse en cualquier parte en un radio de ochenta kilómetros de la casa de Surrey. Debía esperar a que se le presentara una oportunidad; intentar planear algo. Sterling siguió bajando escalones. Cada vez hacía más y más calor. El doctor Fu-Manchú le seguía.
—¡Deténgase! —gritó la áspera voz.
Y Sterling se detuvo.
Había algo que le daba fuerzas para poder controlar sus sentimientos, que le daba fuerzas para adaptarse a las circunstancias y paciencia para esperar: ¡Fleurette estaba viva!
Alguna brujería del médico chino había alterado su actitud. Él, Sterling, había visto casos como aquél con anterioridad en casas propiedad del doctor Fu-Manchú. Los conocimientos de aquel hombre eran inmensos. Era capaz de dominar la personalidad más fuerte igual que un músico domina el instrumento que toca en una orquesta.
—Ahora observará algo asombroso. —La voz prosiguió—. Algo que hace siglos que no ocurre. La unión de los elementos. En el momento de la transmutación, los humos a los que me he referido escapan del horno.
Sterling se detuvo y observó la calurosa oscuridad.
—Mis medios son limitados —prosiguió el doctor Fu-Manchú—, y utilizo métodos primitivos. He sido privado de los recursos de los que disponía antes, en cierta medida gracias a las actividades de su «amigo» —dijo, pronunciando con énfasis la palabra «amigo»—, sir Denis Nayland Smith. Pero se puede encender un fuego frotando dos trozos de madera si uno no dispone de yesca o de cerillas. El trabajo está a punto de terminar… —Su tono de voz se elevó de un modo que hizo pensar a Sterling que Nayland Smith tenía razón cuando aseguraba que el doctor Fu-Manchú era un loco muy inteligente—. ¡Mire los fuegos de la unión!
El calor se hacía insoportable a medida que se acercaban al horno. Se oyó entonces un fuerte golpe metálico y la puerta del horno se abrió.
Un resplandor procedente de las brasas del fuego iluminó el suelo. Las siluetas que parecían momias se aproximaron a aquel infierno en miniatura con unas largas herramientas que parecían tenazas. De aquel ardiente fuego extrajeron lo que parecía una bola de luz y la dejaron en el suelo. Otras dos momias que surgieron de las sombras volvieron a cerrar las puertas del horno.
La escena cada vez era más fantástica. El globo incandescente fue hecho pedazos. En su lugar, Sterling vio varios objetos parecidos a tiras de metal fundido. Su brillo lúe apagándose.
—Este trabajo —dijo el doctor Fu-Manchú— precisará de toda su atención en el futuro inmediato. Usted ha interferido en mis planes y en justicia, y quizá sabiamente, yo debo matarle. Desgraciadamente, no tengo demasiados trabajadores en la actualidad, y usted es un hombre físicamente fuerte.
—¿Quiere decir… —preguntó Sterling— que va a obligarme a trabajar en ese infierno?
—Me temo que así debe ser… —La voz del doctor Fu-Manchú era muy sibilante—. Prosiga hasta el final de la escalera.
Y Sterling, que obedeció, se encontró al final del enorme pozo negro. El horno estaba cerrado, el infierno resplandecía débilmente. No se veía ni una sola momia. Pero el calor…
A su izquierda había un túnel. En su interior, bastante lejos, una única linterna parecía mostrar hasta qué punto era frío y húmedo, pues, por lo que podía ver, de aquel túnel rezumaba agua y en algunos tramos el suelo estaba inundado. En la entrada de aquella madriguera se percibía una agradable sensación de frío.
—Observará —dijo el doctor Fu-Manchú, que hablaba como si se dirigiera a un aula llena de alumnos— que la temperatura aquí es inferior que en la escalera. Nos encontramos a unos treinta y seis metros por debajo de la superficie… Regresaremos.
La autoridad que transmitían las órdenes del doctor Fu-Manchú producían un temor reverencial pero no resentimiento. Sterling había experimentado en el pasado esta imposición de la colosal voluntad de aquel hombre. El poder de las órdenes del doctor Fu-Manchú residía en que él asumía que jamás serían cuestionadas.
Pasó junto al doctor chino, se subió a la estrecha escalera y, tras agarrarse a la barandilla de hierro, empezó a ascender.
—Tal vez le interese saber —dijo la severa voz a sus espaldas— que la carne humana es un buen combustible para este experimento…
Sterling no contestó. No quería pensar en lo que aquella afirmación implicaba. Recordó que el doctor Fu-Manchú había dicho «Tenía previsto incinerarle».
Aquella escalera de barandilla oxidada parecía interminable. El descenso había sido penoso, pero el regreso, con aquel espectáculo a sus pies, era aún peor. Un tenue resplandor procedente del pozo iluminaba a intervalos la oscuridad. Detrás el doctor Fu-Manchú dirigía una luz a la escalera de madera.
Sterling se encontró de nuevo en un pasillo de ladrillos curiosamente alto y estrecho que conducía al sótano donde había vuelto en sí. Acababa de pasar junto a una puerta baja cuando la imperiosa voz le dijo:
—Deténgase.
Se oyó un ruido en la puerta, el de un pestillo que se abre, y luego un leve crujido.
—Retroceda un paso, agache la cabeza y entre.
Sterling obedeció. Sabía que otra alternativa sería suicida. Empezó a percibir que aquel lugar, además del calor sofocante, desprendía un vago pero espantoso olor a osario…
Sterling caminó por un estrecho pasillo. Alguien, que había abierto la puerta, permanecía a un lado para que pudiera pasar. Se encontró en una pequeña habitación cuadrada con paredes de ladrillo e iluminada por una bombilla que colgaba de un cable. Oyó cómo alguien cerraba con pestillo la puerta exterior.
Había un catre de campaña, una silla y una mesa sobre la que reposaban un vaso y una botella de agua. Esta cuadrada habitación de ladrillos no se había diseñado para ser habitada. Sterling se hallaba en las entrañas de alguna planta de ingeniería inacabada…
El hombre que le había abierto, y que se había apartado para que entrara, apareció en aquel momento en la puerta. Era un negro enorme con el rostro lleno de marcas de viruela.
Por un instante, Alan Sterling, que estaba sin aliento, le observó sin atreverse a creer lo que estaba viendo.
—¡Ali Oke! —susurró.
La expresión del rostro de aquel hombre negro de nombre tan extraño era indefinible, pero finalmente mostró una sonrisa. Ali Oke se llevó un dedo a los labios en señal de alerta y cerró la robusta puerta. Sterling oyó cómo cerraba con pestillo.
¡Ali Oke! ¡Era increíble!
Ali, llamado Oke porque este término era su manera de decir «Comprendo» o «Muy bien, señor», había sido la mano derecha de Sterling durante su expedición en Uganda. Le costaba creer que el fiel Ali, el orgullo de la escuela de la misión americana, fuese un sirviente del doctor Fu-Manchú.
Se hizo el silencio. Incluso aquel extraño y débil murmullo había cesado…
De todos modos, Sterling reflexionó, mejores hombres que Ali Oke habían sido esclavizados por el doctor Fu-Manchú. Miró hacia la maciza puerta de madera. Un ruido sibilante le hizo dirigir su mirada hacia el suelo.
¡Alguien deslizaba un papel por debajo de la puerta! Sterling se incorporó y lo recogió. Se trataba de un fragmento de un periódico y, en él, con una letra que parecía la de un niño, leyó:
No hable. Alguien escucha. Escriba algo. Puedo enviar a alguien. Ali.