Alan Sterling era completamente consciente del egoísmo de sus propias motivaciones. Nayland Smith trabajaba por el bienestar de la humanidad y luchaba por defender lo que llamamos civilización de la amenaza que representaba el doctor Fu-Manchú. Gallaho le ayudaba de modo oficial. Pero él, Sterling, por mucho que intentara luchar por olvidar sus intereses personales, por la misma meta, sabía que su actual objetivo era rescatar a Fleurette, si es que aún vivía, de las garras del doctor chino.
Durante largos días y largas e interminables noches en vela, desde que recibió el mensaje del doctor Petrie, el padre de ella, había sentido ese anhelo por saber la verdad, por muy horrorosa que ésta fuera. ¿Estaba viva o muerta? Si vivía, ¿a qué clase de burdo esclavo —o de muerto viviente— habría sido encomendada por el brillante y demoníaco señor de su destino?
Sterling se abrió camino por entre los húmedos matorrales y arbustos llenos de espinas que obstruían su camino. Estaba ansioso por evitar realizar cualquier ruido innecesario. A menudo echaba un vistazo hacia el porche de Rowan House delante del cual las bellas líneas del Rolls de sir Bertram reflejaban la luz. Habían apagado los faros, pero su elegante contorno podía verse perfectamente.
No pudo evitar hacerse algún rasguño. Finalmente salió de los arbustos y se encontró sobre la húmeda tierra de un parterre de flores. Se abrió camino con dificultad para intentar llegar a un sendero que había creído ver. Lo logró y notó que pisaba sobre dura gravilla. El porche se hallaba fuera del alcance de su vista. Tras mirar brevemente hacia atrás, cruzó el sendero y se puso a cubierto de cualquier mirada que pudiera proceder de la parte delantera de la casa.
Percibió un perfume dulzón y opresivo al tiempo que veía un largo muro por el que trepaba una enredadera que, a pesar de ser invierno, estaba cubierta de pequeñas flores amarillas. Sus gruesas ramas prácticamente llegaban al alero de aquella parte de Rowan House.
Vio una ventana a oscuras por encima de su cabeza, pero dedujo que sólo podría llegar hasta ella con una escalera. Sterling siguió.
La vegetación cubría aquel lugar por todas partes. Entonces, por la rendija de unas gruesas cortinas que cubrían una cristalera formada por pequeños cristales emplomados, apareció un rayo de luz que cruzó el húmedo sendero de gravilla, iluminando un gran número de malas hierbas y perdiéndose entre los matorrales. Sterling avanzó cautelosamente, paso a paso, hasta que finalmente pudo echar un vistazo a la habitación a la que pertenecía aquel ventanal.
Vio que se trataba de una pequeña biblioteca. Al principio, lo único que pudo ver fue un estante detrás de otro lleno de viejos volúmenes muy deslucidos. Con cuidado, Sterling se aproximó al cristal y pudo ampliar su campo de visión.
Estaba extremadamente nervioso. Tanto que desconfiaba de sí mismo. Respiraba muy deprisa.
Vislumbró más estanterías y, tras estirar un poco más el cuello, un suelo sencillamente cubierto con una alfombra. En la habitación había pocos muebles. No podía ver de dónde procedía la luz, sólo divisó libros y más libros; uno o dos adornos orientales; una mesita de café sobre la que reposaba un volumen abierto, y varios cojines.
Una sombra cruzó la alfombra.
Sterling observó con atención, con los puños cerrados.
La sombra se hizo más compacta y se acortó, y entonces, la persona que la producía apareció lentamente, con la cabeza inclinada sobre un pequeño libro muy gastado.
¡Era Fleurette, su Fleurette! ¡La hija de Petrie!
Sterling experimentó una oleada de júbilo que hizo que olvidara todo lo demás. Olvidó las instrucciones de Nayland Smith, el propósito de la expedición, el arresto del doctor Fu-Manchú… Fleurette estaba viva y únicamente les separaban unos cristales.
¡Y qué guapa estaba!
La luz indirecta, que iluminaba su preciosa cabellera, hizo que resplandeciera y pareciera más encantadora aún. Era tan esbelta… tan divinamente grácil… Una creación única de la naturaleza, como el doctor chino declarara en una ocasión. Una mujer perfecta.
Sterling golpeó la ventana con impaciencia.
Fleurette se volvió. El libro se le cayó de las manos. Sus ojos, muy abiertos, se clavaron en la rendija de las cortinas.
A Sterling le latía con mucha fuerza el corazón mientras acercaba su rostro al cristal. ¿Podría verle?
Pero Fleurette permaneció inmóvil, sobresaltada, observando pero sin hacer ningún gesto.
—¡Fleurette! —dijo Sterling en voz baja pero lo suficientemente elevada para que la chica pudiera oírle desde la habitación—. Soy Alan. ¡Abre la ventana, cariño, ábrela!
Pero ella no se movió.
—¡Fleurette! ¿Me oyes? Soy Alan. ¡Abre la ventana!
Sterling había encontrado el picaporte. La extraña forma en que la chica le estaba recibiendo, teniendo en cuenta que unos días antes temblaba entre sus brazos porque iban a estar tres o cuatro semanas separados, ensombreció la alegría de Sterling y provocó que se le helara la sangre en las venas.
La ventana estaba cerrada, tal y como Sterling había imaginado. Vio la llave en la parte interior.
—¡Fleurette, cariño! Por el amor de Dios, abre la ventana. Déjame entrar. ¿No lo comprendes? ¡Soy Alan! ¡Soy Alan!
Fleurette negó con un movimiento de cabeza y, tras volverse, cruzó la habitación.
¿Seguro que le había reconocido? A pesar de su atuendo, ¿era posible que Fleurette, su Fleurette, fuera incapaz de reconocerle?
Con el rostro pegado al cristal, Sterling, atónito, observó cómo Fleurette tomaba un lápiz y un bloc de notas de un escritorio. No lo soportaba más. Una acción prematura podía poner en peligro el éxito de los planes de Nayland Smith, pero la resistencia de Sterling tenía unos límites, y ya los había superado.
Tras retirarse un poco levantó su pie derecho y golpeó con el talón el panel de cristal que había encima de la cerradura.
Creyó que se oiría un fuerte estrépito pero la verdad es que el ruido fue seco y extrañamente débil. Sterling se detuvo un segundo y escuchó… A lo lejos se oyó el silbido de un tren.
Tras introducir la mano por la cortante abertura, Sterling giró la llave, abrió el ventanal y entró en la habitación. Tres zancadas y Fleurette se encontraba entre sus brazos.
Fleurette se había vuelto al oír aquel estrépito. Tenía los ojos muy abiertos y su hermoso rostro mostraba una expresión de temor.
—¡Cariño, cariño mío! —Sterling la abrazó y la besó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estabas? ¿Y por qué no abrías la ventana?
Fleurette parecía mirar a través de él, más allá de Sterling, hacia algún objeto lejano. Hizo una mueca de dolor.
¡Dios mío: de desprecio! Se apartó de Sterling y, sin mirarle a él sino a través de él, se pasó la mano por los labios como si algo repulsivo los hubiera tocado.
Sterling la soltó.
Había leído que a uno podía helársele el corazón, pero no sabía que un fenómeno como aquél ocurriera realmente. Donde había habido misterio, ya no lo había. El amor que Fleurette había sentido por él había muerto. Algo lo había matado.
Fleurette se estaba secando los labios con un diminuto pañuelo sin dejar de mirarle. En la habitación reinaba el silencio, al igual que en el exterior. Sterling se preguntó si Gallaho habría oído el ruido, si los que se encontraban en el interior de la casa lo habrían oído.
Pero aquel pensamiento no tenía importancia.
Todo lo que formaba parte de él, todo lo que vivía en él, se concentraba en Fleurette. Y ahora le estaba mirando de arriba abajo, con un odio que Sterling jamás había visto en ningún hombre ni ninguna mujer.
—Entonces ¿no eres más que un simple canalla? —dijo en aquel tono de voz tan musical que él adoraba, y una vez más se pasó el pañuelo por los labios—. Te odio por esto.
—¡Fleurette, cariño!
La voz de Sterling sonó monótona, débil.
—Si alguna vez tuviste el derecho de llamarme Fleurette, ya no lo posees.
Su desprecio era como un latigazo. Alan Sterling se retorció de dolor. Pero, a pesar de que Fleurette le miraba directamente, Sterling no era capaz de retener aquella extraña mirada.
—¡Sal de aquí! —exclamó Fleurette—. Voy a avisar al servicio, pero voy a darte una oportunidad.
—¡Fleurette, querida! —Sterling extendió sus brazos, desesperado—. ¡Cariño! ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué he hecho mal?
Sterling la siguió, pero ella se volvió y le indicó con un fiero gesto de la mano que se marchara.
—¡Déjame en paz! —gritó Fleurette con los ojos llenos de odio—. Si vuelves a ponerme una mano encima, te arrepentirás.
Fleurette agarró un lápiz y empezó a escribir.
Sterling, temblando de pies a cabeza, permaneció junto a ella. Fuera quien fuera el que se había entrometido entre él y Fleurette, Sterling tenía una cosa muy clara: Fleurette no podía seguir en aquella casa. Más tarde ya se lo explicaría. Pero estaba decidido a llevársela, por mucho que protestara, hasta el coche de policía. Sterling se aproximó a ella lentamente mientras pensaba cómo sujetarla. En el escritorio había una lámpara con la pantalla de seda y, bajo su tenue luz, Sterling pudo leer claramente las palabras que Fleurette estaba escribiendo.
Mientras Sterling leía permaneció inmóvil, sobrecogido por una especie de horror sobrenatural. Esto es lo que leyó:
Alan querido. Si me tocas, intentaré matarte. Si hablo contigo te diré que te odio. Pero puedo escribir mis verdaderos pensamientos. ¡Sálvame, cariño! ¡Sálvame!
Entonces Alan Sterling comprendió.
Fleurette era víctima de alguna malvada estratagema del doctor chino. Había inducido en ella, mediante drogas o sugestión, la aversión hacia aquellos a los que anteriormente había amado. Pero a causa de alguna sutileza del cerebro humano que había pasado por alto, como ocurre en algunos casos de amnesia, Fleurette no era capaz de expresar sus verdaderos sentimientos en palabras, ¡solamente escribiéndolos!
—¡Querida mía!
Sterling se inclinó y arrancó la hoja del bloc.
Entonces, Fleurette se volvió, con la cara contraída en una mueca.
—¡No me toques! ¡Te detesto! —Fleurette le dedicó una mirada llena de veneno—. ¡Te detesto!
Sterling le rodeó la cintura con su brazo izquierdo y colocó la derecha detrás de sus rodillas. La alzó. Fleurette se puso a gritar con todas sus fuerzas y le golpeó.
Sterling la obligó a agachar la cabeza y a apoyarla en su hombro para ahogar sus gritos, y la llevó hasta la ventana abierta…