El inspector jefe Gallaho empezó su exploración en unas condiciones mucho más difíciles que las de Sterling.
El ala oeste de la casa estaba rodeada de arbustos, y aunque había varias ventanas, algunas de ellas iluminadas, era imposible acercarse lo suficiente para aprovechar cualquier abertura de las cortinas. Algunos arbustos, de variedades desconocidas para el inspector, estaban llenos de hojas, y otros tenían flores. El lugar despedía un olor malsano, húmedo y dulzón.
Recordó que la casa había pertenecido durante algunos años al excéntrico explorador, arqueólogo y escritor, sir Lionel Barton. Sin duda alguna, aquella vegetación la habría importado él. A Gallaho, que no era floricultor, no acababan de gustarle los arbustos que florecían en pleno invierno.
Pisando la húmeda hierba llegó hasta una verja en una pared que amenazó con terminar su paseo. Empujó la verja. No estaba cerrada con llave. La abrió. Comunicaba con un patio pavimentado. Unas construcciones anexas indicaban que aquello había sido, tiempo atrás, los establos de Rowan House.
Gallaho permaneció inmóvil, observando a su alrededor con suspicacia.
Se alegró de que no hubiera caballos. En el lugar reinaba el silencio. En las ventanas del edificio principal que se veían desde donde se hallaba no había ninguna luz. No era de extrañar a esas horas de la madrugada, El servicio debía de haberse retirado a descansar. No obstante, era la clase de lugar en el que un hombre experimentado espera encontrar un perro guardián.
Gallaho, con la mano en el pomo de la puerta, se aseguró de que no hubiera ninguno antes de atravesar el patio. Examinó puertas y ventanas y fue a parar a un jardín muy abandonado.
Se detuvo para orientarse. En la lejanía se oyó el silbido de un tren y… ¿había sido aquello un estrépito apagado?
Había recorrido la mitad del camino alrededor de la casa, que no era mucho. Sterling tendría que haberse encontrado con él en aquel punto.
Gallaho permaneció inmóvil, escuchando.
A excepción de aquel vago murmullo que hace de Londres una ciudad audible en treinta kilómetros a la redonda, la noche era tranquila.
Era muy extraño.
Gallaho se había fijado en que todas las ventanas de las habitaciones estaban cerradas. Todavía no había encontrado un acceso. ¿Qué había sido de Sterling?
Unos macizos de flores muy crecidos bordeaban la pared de la casa. No había nada de interés que le tentara a aproximarse más.
De pronto se detuvo y cerró los puños.
En algún lugar… en algún lugar de la casa, pensó… ¡una mujer había gritado!
Empezó a correr. Corrió en dirección a un ala del edificio que sobresalía. Estaba muy oscuro, pero Gallaho sintió que pisaba gravilla. Corrió hacia el contrafuerte y se encontró frente a un ventanal. En la habitación a la que pertenecía aquel ventanal no había luz. De lejos, Gallaho vio que las cortinas estaban corridas, pero nada indicaba que el interior estuviera iluminado. No obstante, el grito podría haber venido de aquella habitación.
Se acercó corriendo.
Su primer descubrimiento fue impresionante. ¡El cristal que había justo encima de la cerradura estaba roto!
La ausencia de Sterling se hacía ahora inexplicable. Gallaho sólo podía suponer que había descubierto algo lo suficientemente importante como para justificar su regreso e informar a sir Denis. De no ser así, hacía rato que deberían haberse encontrado.
Gallaho deslizó una mano por el hueco del cristal roto y tocó unas cortinas de terciopelo. Buscó a tientas y encontró el pomo de la puerta. No había llave. De todas formas, había algo siniestro en aquella ventana rota: aquel grito apagado.
Hurgando en su memoria recordó que, en algún momento de aquel recorrido infructuoso, después de haber cruzado el patio de los establos, y en el mismo momento en que el lejano tren rompía el silencio, pensó que había oído un ruido ahogado. Tal vez aquélla era la explicación.
Pero ¿dónde estaba Sterling?
Corrió hacia la esquina de aquella ala de la casa, y por entre los árboles desnudos vio la avenida que parecía un túnel por la que habían llegado. No había ni rastro de Sterling ni de sir Denis.