20. ORO

La estancia a la que Madame Ingomar acompañó a sir Bertram era asombrosa en muchos aspectos.

—Le diré a mi padre que se encuentra aquí —dijo, y dejó a sir Bertram a solas.

Desde la butaca laqueada en la que se había sentado, sir Bertram echó un vistazo a su alrededor. Vio una habitación de estilo oriental muy elegante con las salidas cerradas por puertas correderas. Del techo colgaban dos lámparas chinas de luz tenue que proporcionaban a la habitación una luz cálida, y en el suelo había varios cojines de vivos colores. De las paredes colgaban tapices dorados y rojos que representaban a un enorme dragón. Había gruesas alfombras y divanes mullidos; preciosas vitrinas llenas de porcelana y montones de libros de singulares encuadernaciones en estantes que, siguiendo la decoración del resto de la habitación, estaban laqueados en un rojo apagado.

En el extremo contrario de donde se sentaba sir Bertram, en una profunda chimenea de ladrillos, un pequeño horno químico iluminaba la estancia con un resplandor rojizo. En un estante justo por encima del horno había una hilera de botes de cristal que contenían lagartijas, serpientes y otros pequeños reptiles. Había una gran mesa, que parecía de artesanía italiana, con magníficas incrustaciones, sobre la que se encontraban algunos volúmenes antiguos y varios instrumentos científicos.

Una de las puertas laqueadas se abrió silenciosamente y un hombre entró. Sir Bertram dudó por un momento y luego se levantó.

El recién llegado era un hombre chino sorprendentemente alto vestido con una sencilla túnica de color amarillo que acentuaba su delgada figura. En la cabeza llevaba un bonete negro rematado con un abalorio. Las presentaciones no eran necesarias: sir Bertram Morgan supo que se encontraba en presencia del marqués Chang Hu.

El hombre irradiaba autoridad. Imponía hasta tal punto que excedía la experiencia de sir Bertram. Tal vez el parecido del perfil de Madame Ingomar con el de la hermosa reina egipcia muerta mucho tiempo atrás fue lo que le sugirió la imagen, pero sir Bertram pensó, como lo habían hecho otros, que el majestuoso rostro sin edad de aquel hombre de la túnica amarilla se parecía al del faraón Seti I, cuyo poder, que dejó de ejercer hace 4.000 años, todavía puede percibirse observando la urna de cristal que contiene su momia.

—Bienvenido, sir Bertram. —El alto hombre chino avanzó y realizó una reverencia—. Por favor, tome asiento. Agradezco a mi hija que me haya concedido esta entrevista.

—Para mí también es un placer, señor.

Sir Bertram habló con sinceridad. Estaba acostumbrado a la nobleza y a los vástagos de familias imperiales, pero aquel superviviente de la realeza manchú era un verdadero príncipe.

Se preguntó qué debía de estar haciendo en Inglaterra. Estaba al corriente de la situación en China, así que se preguntó si la encantadora aventura llena de promesas con Madame Ingomar no había sido más que un señuelo, un intento de alistarle en alguna campaña sin esperanza para reorientar económicamente el embrollo en que se había convertido lo que una vez fuera el gran imperio chino.

El marqués Chang Hu se sentó tras la mesa italiana y sir Bertram regresó a su butaca. Jamás había oído una voz como la de Chang Hu. Era ronca, pero imponente. Hablaba perfectamente el inglés. Mucho tiempo después de aquella extraña entrevista, sir Bertram supo que la impresión que le produjeron incluso las palabras más ligeras del marqués se debía a una peculiaridad: sir Bertram era lo suficientemente mayor para haber oído hablar a John Henry Newman, y reconoció en la dicción de aquel chino majestuoso la belleza pura de su idioma tal como el gran poeta lo había declamado.

—No me gustaría, sir Bertram —dijo su extraño anfitrión— retenerle más tiempo del necesario.

La butaca de sir Bertram se hallaba muy cerca de la gran mesa, y Chang Hu, tras inclinarse cortésmente, colocó un lingote de metal en la mano de su invitado.

—Habrá observado que tengo algún instrumental aquí. Si desea hacer alguna prueba, estaré encantado de ayudarle.

Sir Bertram examinó el lingote y alzó la vista. Cerró los ojos con rapidez. Se había encontrado con una mirada que nunca antes había conocido. Los ojos de Madame Ingomar eran fascinantes, hipnóticos; los ojos del marqués, su padre, poseían un poder sobrecogedor.

Tras volver a mirar el lingote, sir Bertram dijo:

—Tratándose de un hombre de mi experiencia —contestó—, las pruebas son innecesarias. Esto es oro puro.