18. «PERTENEZCO A CHINA»

Sir Bertram Morgan estaba muy intrigado con Madame Ingomar. La había conocido hacía tres años en la villa de un amigo común en El Cairo. La sociedad angloegipcia no es precisamente bohemia, y sir Bertram, al principio, se sorprendió de encontrar a una mujer, si bien hermosa, evidentemente mestiza en aquel establecimiento tan distinguido.

Al parecer, se trataba de la viuda de un médico. Pero aquello no era suficiente. Tras observar la elegancia aristócrata, casi desdeñosa, que caracterizaba a la bella viuda, sir Bertram no se sorprendió cuando supo que por parte de su padre llevaba sangre real manchú.

Un hombre de mundo con experiencia es la presa más fácil para una aventura. Sir Bertram, un viudo adinerado, obviamente conocía bien a las mujeres, y consideraba que no le quedaba ninguna clase de mujer por conocer. Desconfiaba de Madamé Ingomar, pero le atraía de un modo que casi le asustaba.

Volvieron a encontrarse un año más tarde en la Riviera. Discretamente y como si contara un cuento de hadas oriental, le había hablado de la existencia de un secreto hereditario en su familia, mientras afirmaba con una sonrisa que, de no ser así, la viuda de un brillante pero pobre médico no podría vestir como ella lo hacía.

A sir Bertram se le ocurrieron otras explicaciones en aquel momento, pero en cuanto hubo aguzado su ingenio para tratar con aquella encantadora mujer, había desaparecido. Al parecer, se trataba de una costumbre suya.

Ahora se hallaba en Londres. Se habían encontrado por casualidad, o al menos eso parecía, y él, ansioso por ponerla a prueba, pues le resultaba muy deseable, expresó sus dudas acerca de todo lo que le había contado en Francia. Ella aceptó el reto.

La vida de Madame Ingomar era un misterio fascinante. Su cita en un club de baile de moda, a las dos de la madrugada, resultaba insólita. Sir Bertram había mordido el anzuelo y lo sabía. Estaba dispuesto a creer que por las venas de aquella mujer corría sangre real china, dispuesto a creer que realmente se trataba de la viuda de un distinguido médico, pero no tenía manera de comprobar aquellas afirmaciones. No obstante, había algo, el secreto hereditario, que sí podía comprobar: era su especialidad. Y aquella noche ella le había ofrecido una oportunidad.

—Querida Madame Ingomar —dijo, y le besó la mano, pues sus corteses maneras eran conocidas en toda Europa—. Es realmente un privilegio.

El maître les acompañó hasta la mesa que siempre estaba reservada para sir Bertram cuando él lo deseaba. Madame Ingomar no quiso cenar, pero aceptó una copa de vino.

Cuando sir Bertram le ayudó a quitarse la estola de piel blanca y la dejó en el respaldo de la silla, su vestido verde de gasa dejó a la vista sus hombros de marfil y sus brazos perfectamente torneados. Fumaba sin cesar, no como hacían las demás mujeres a las que conocía, sino con una larga boquilla de jade, cosa que parecía más propio de una generación pasada.

Tenía unas manos preciosas, y su exótica indolencia evocaba imágenes de imperios desaparecidos. Se expresaba con brillantez, y sir Bertram, al observarla, decidió que seguramente se trataba de la mujer más atractiva que jamás había conocido. Suspiró. No se fiaba demasiado de ella, y ya había alcanzado cierta edad y una posición, de modo que lo peor que podía sucederle era convertirse en el hazmerreír de todos.

Madame Ingomar se percató de aquella mirada, le sonrió y la sostuvo. Sus grandes ojos almendrados eran de un verde muy intenso. Sir Bertram jamás había visto unos ojos como aquéllos. Aquel era su segundo encuentro desde que ella apareció en Londres, y él se dio cuenta, como cualquier hombre al que le interesaran las mujeres, de que mientras que la mayoría de las que se encontraban en la pista de baile llevaban vestidos que dejaban la espalda al descubierto, en algunos casos hasta la cintura, el vestido de Madame Ingomar era de otra clase.

Ella poseía la extraordinaria habilidad de contestar a los pensamientos de uno, cosa que a sir Bertram le turbaba.

—Mi vestido no está de moda —murmuró ella con una sonrisa. Su voz era la más acariciadora que él había oído—. ¿Se pregunta por qué?

—Realmente, mi querida Madame Ingomar, me pone en un compromiso. Su vestido es encantador. Toda usted es perfecta.

La mujer depositó la boquilla en un cenicero y echó un vistazo a la sala.

—No llevo la vida protegida de otras mujeres —dijo con voz tensa—. Tal vez me comprendería mejor si supiera las cosas por las que he tenido que pasar.

—¿A qué se refiere?

La mujer volvió a sonreír y, tras tomar otro cigarrillo de la pitillera que le ofrecía sir Bertram, lo colocó en la boquilla de jade.

—Pertenezco a China —murmuró mientras bajaba sus oscuras pestañas—. Y en China a las mujeres las tratan como a… mujeres.

Aquélla era la clase de conversación que al mismo tiempo intrigaba y molestaba a sir Bertram. Eran las insinuaciones acerca de su extraño pasado oriental en las que de vez en cuando se abstraía lo que había despertado su interés en primer lugar. Pero siempre… dudaba.

Nadie podía negar que por las venas de aquella mujer corría sangre china. Pero no estaba preparado para admitir que la mujer perteneciera en ningún sentido al Extremo Oriente. Esas extrañas referencias a un estilo de vida ajeno a todos los ideales de la cultura occidental formaban una parte esencial de aquella historia fabulosa del secreto hereditario.

Sir Bertram le dio fuego. Madame Ingomar alzó la mirada. Aquellos maravillosos ojos le cautivaban.

—Usted siempre me ha tomado por una aventurera —dijo. Y la música de su voz, de un tono muy curioso, le elevó por encima de las notas de la banda de música—. Por un lado tiene razón, pero por otro se equivoca. Esta noche espero convertirle.

—Créame, no necesito convertirme: ya soy su más devoto amigo.

Ella le tocó una mano con suavidad. Sus largos y delgados dedos, con las uñas pintadas de un modo extravagante, le transmitieron a sir Bertram una corriente de comprensión secreta que pareció pulsar en sus venas y sus nervios hasta alcanzar su cerebro.

Estaba enamorado de aquella hechicera euroasiática. Las curvas de su cuerpo, su cabello, su voz, el perfume de su personalidad, le embriagaban.

Se burló en silencio de sí mismo: «No hay nada tan estúpido como un viejo estúpido.»

—Usted ni es viejo ni es estúpido —dijo ella y deslizó sus delgados dedos hasta su mano—. Es un hombre inteligente al que admiro muchísimo.

El hombre apretó aquellos dedos exquisitos casi con crueldad, transportado por el magnetismo de la intensa feminidad de aquella mujer, de modo que, prácticamente durante medio minuto, el significado de aquellas palabras no le sorprendió. Luego, lo hizo tremendamente. Apartó su mano y la miró fijamente.

—¿Por qué ha dicho eso? —le preguntó. Sir Bertram estaba más que sorprendido: estaba asustado—. Yo no he hablado.

—Ha hablado conmigo —dijo con suavidad—. Usted me comprende.

—¡Dios santo!

Madame Ingomar se echó a reír. Sir Bertram pensó que su risa era la melodía más deliciosa que jamás había llegado a sus oídos.

—En Oriente —dijo—, cuando estamos interesados sabemos cómo entrar en contacto.

El hombre la estudió en silencio. Ella ya no le miraba, y se había reclinado en su silla de tal modo que parecía surgir como una diosa de marfil de las blancas pieles, pues se había colocado la estola sobre los hombros. Observaba a los que bailaban, y sir Bertram la vio como a una emperatriz oriental que observara, con aire de suficiencia, una representación organizada para su entretenimiento personal.

De pronto, la mujer le miró.

—Le prometí que esta noche le demostraría lo que le he contado —dijo con lentitud—. Si lo desea, iremos.

Sir Bertram se sobresaltó. Le había hecho regresar de una ensoñación en la que él estaba invitado a un extraño banquete oriental.

—Estoy muy bien aquí, con usted —contestó él—. Pero sus deseos son órdenes para mí.

—Vayámonos, entonces. Mi padre ha consentido en verle.

Que alguien «consintiera» en ver al gran sir Bertram Morgan era una novedad en la vida de aquel caballero. No obstante, la frase no le pareció ni insolente ni chocante. A pesar de ser uno de los mayores poderes del mundo de las finanzas, aceptó aquella misteriosa cita.