Una mujer ataviada con escasa ropa interior se estaba calzando unos zapatos de tacón alto color verde jade. Estaba sentada en una destartalada silla de madera. A su espalda, de una percha que colgaba de la pared, pendía un vestido verde. A un extremo de la pequeña habitación rectangular había un pequeño vestidor de los que únicamente se pueden adquirir en tiendas de segunda mano. Estaba colocado frente a la ventana que daba a la orilla Surrey del Támesis. Un traje de franela, un par de zapatos, una bufanda y un gorro chino estaban desperdigados por el suelo.
Fascinado y sin azorarse, Nayland Smith observó cómo se acicalaba aquella mujer, que embutió sus diminutos pies en aquellos diminutos zapatos verde jade.
La mujer se levantó, se dirigió al espejo y se untó el rostro con una crema que extrajo de un pote de cristal que tiempo atrás había contenido alguna conserva. Los rasgos del camarero chino tuerto desaparecieron.
¡Y entonces, los rasgos clásicos de Fah Lo Suee, hija del doctor Fu-Manchú, se revelaron!
Fah Lo Suee, después de haberse limpiado el rostro, llevó a toda prisa la silla hasta el vestidor y tras sentarse ante el espejo, empezó a maquillarse artísticamente para resaltar su belleza, porque Nayland Smith jamás hubiera negado que se trataba de una mujer hermosa.
Empezó a descender con mucha cautela y silenciosamente. A sus pies se encontraba la lancha de la policía del río. Forester y un miembro de la tripulación sujetaban el extremo final de la escala mientras Nayland Smith subía a bordo.
—Llevadme a tierra —ordenó—. ¡Gallaho! ¡Sterling! Estén pendientes de Merton.
Sterling le agarró del brazo con fuerza.
—¡Sir Denis! —le rogó—. Por el amor de Dios, dígame quién hay ahí arriba. ¿Qué ha visto?
Nayland Smith se volvió. Navegaban paralelos a la barcaza, al otro lado de la cubierta por la que habían venido; para regresar habían tomado la misma ruta.
—¡Su vieja amiga Fah Lo Suee! Cuando le di la señal a Murphy y salimos, pensé que usted la habría reconocido. Me interesó que parecía tener una base en algún lugar del piso superior.
—Fah Lo Suee —murmuró Sterling—. ¡Cielo santo! Ahora que lo dice, sí que me doy cuenta de que se trataba de Fah Lo Suee.
—El doctor la utiliza sin piedad: tiene todas las horas del día ocupadas. A pesar de lo tarde que es, se estaba preparando para algo. Debemos seguirla, Sterling.
Cruzaron la cubierta del barco, con Gallaho tras ellos ion su bombín ladeado.
—¡Miren! —gritó Nayland Smith.
Con una mano agarró al detective y con la otra a Sterling.
Una vacilante luz azul, una luz embrujada, élfica, danzaba, reflejándose en la niebla, por encima de la casa de Sam Pak.
—¡Dios mío! —murmuró Gallaho—. Esta noche he oído hablar de esto por primera vez, pero que me aspen si sé de qué se trata.
Todos miraron en silencio durante unos instantes. De pronto, la mística luz desapareció.
—Parece que surja del infierno —dijo Gallaho.
—Posiblemente así sea —soltó Nayland Smith. Se volvió hacia Sterling—. ¿Ha percibido algo curioso en el posiblemente del Sailor’s Club?
—Había el habitual aire viciado de este tipo de lugares.
—Por supuesto, pero ¿no hubo nada en la temperatura que le llamara la atención?
—¿En la temperatura?
—Exacto.
—Ahora que lo menciona, hacía mucho calor.
—Por supuesto, y hacía el doble de calor en el extremo donde está el bar.
—Tal vez tengan calefacción central —dijo Gallaho—. Se lo preguntaré a Murphy.
—No creo —dijo Nayland Smith, que seguía observando el punto del tejado del Sam Pak’s donde había aparecido la extraña llama—. En la India incineran a los muertos en piras funerarias. ¿Ha estado alguna vez en la India, Gallaho?
—No, señor. ¿A qué se refiere?
—Sabría a qué me refiero si hubiera visto alguna vez una pira encendida por la noche…