Desde fuera, el Sam Pak’s presentaba el aspecto de un pequeño restaurante chino nada atractivo donde también podía adquirirse comida para llevar.
Entrando, a mano izquierda, había una barra y en el aire flotaba cierto olor a pato de Bombay y a otras especialidades chinas. El té podía comprarse o tomarse en el establecimiento, pues había dos o tres mesas al otro extremo de la tienda. A pesar de que ya era más de medianoche, las luces permanecían encendidas y una mujer muy obesa de nacionalidad indefinida jugaba al solitario al otro lado de la barra mientras fumaba un cigarrillo tras otro.
Un curioso olor especiado, que se mezclaba con el de comida, indicaba que podían comprarse varillas de incienso así como arroz y varios tipos de comestibles fríos que podían consumirse al momento. A excepción de la enorme mujer, no había nadie más en el establecimiento cuando entraron Nayland Smith y Sterling.
Habían recibido buenas indicaciones por parte de un detective asignado a la división K y, Nayland Smith, tomando la delantera, se apoyó en la barra.
—Cigarrillos, por favor. Lucky Strike, por favor Lucky Strike —dijo con el acento y la entonación de alguien que no conocía demasiado el inglés.
La mujer de la barra dudó un momento y luego colocó otra carta. Tras dejar las que todavía le quedaban en la mano, se volvió, sacó un paquete de cigarrillos de un estante y lo depositó delante de su cliente sin apenas mirarlo.
Smith dejó un billete de diez chelines junto a su mano.
—Estoy sediento —prosiguió él—. ¿Tiene algo bueno para beber?
La mujer alzó inmediatamente sus penetrantes ojos negros. Los dos hombres supieron que en aquel momento estaban siendo examinados tan minuciosamente como si estuvieran tras una pantalla de rayos X. Aquellos ojos escrutadores bajaron la vista de nuevo. La mujer agarró el billete y lo metió en un cuenco de madera del que extrajo también las monedas del cambio.
—¿Quién le dice que puede beber algo aquí? —murmuró la mujer.
—Todos los marineros saben que en el Sam Pak’s se sirve una cerveza muy buena —contestó Nayland Smith rápidamente en el idioma vernáculo de Shanghai que, en ocasiones, puede pasar por chino.
La mujer sonrió y la expresión de su rostro cambió. Alzó la vista y contestó en inglés.
—¿Cómo es que habla chino? —preguntó.
—Viví durante diez años en Shanghai.
—¿Quiere cerveza o whisky?
—Cerveza.
La mujer colocó un pequeño bloc de notas al otro lado de la barra y le dio un lápiz a Smith.
En el encabezado del papel podía leerse «Sailor’s Club».
—Su nombre aquí, por favor —dijo, y luego, mirando a Sterling, añadió—: Su amigo también.
Nayland Smith se encogió de hombros y luego, escribió trabajosamente unas letras que ningún experto podría haber descifrado jamás.
—El nombre del barco, por favor, aquí.
La mujer colocó un dedo grueso con una uña muy sucia sobre la línea punteada del papel. Se habían preparado para esto, y Nayland Smith escribió, poniendo las mayúsculas en sitios que no les correspondía, «s. s. Pelican».
—Ahora usted, por favor.
Aquellos ojos, pequeños y brillantes, se clavaron en Sterling, que escribió algo parecido a «John Lubba», y puso unas comillas bajo la inscripción de Smith, «s. s. Pelican».
—Un chelín cada uno —dijo la mujer mientras tomaba una moneda de dos chelines del cambio y la dejaba caer en el cuenco de madera—. Ahora son miembros durante una semana.
La mujer pulsó un timbre que había encima de la barra, al alcance de su mano, y se abrió una puerta al final del pequeño establecimiento.
Nayland Smith, tras contar cuidadosamente el cambio, lo guardó en un bolsillo de sus grasientos pantalones y se volvió mientras un joven chino muy delgado, que caminaba tan encorvado que parecía deforme, entró en la tienda. Llevaba un traje que le venía pequeño y una bufanda roja, y como nota estrafalaria también llevaba un pequeño gorro chino en la cabeza. Sin embargo, quizá lo más singular de su atuendo y lo que primero llamaba la atención era un parche que le cubría el ojo izquierdo y que le daba a sus menudas y pálidas facciones orientales un aspecto extrañamente siniestro. A este extraño personaje le pasó la gruesa recepcionista el formulario que habían rellenado después de arrancarlo del bloc. Le dijo rápidamente en chino:
—Para los archivos.
Sterling no lo comprendió, pero Nayland Smith sí, y se sintió satisfecho. Les habían aceptado.
El joven tuerto les indicó que le siguieran, cosa que hicieron por un corto y estrecho pasadizo hasta llegar al «club». El club consistía en una habitación bastante grande donde el ambiente resultaba sofocante. No había ningún tipo de ventilación. A lo largo de toda una pared había un diván forrado de terciopelo muy sucio y grasiento, y delante de éste habían dispuesto varias mesas. En el extremo más alejado había una barra y, a la izquierda, sillas y mesas de mimbre baratas. En el centro de la habitación no había nada. No había alfombras y, al parecer, en alguna ocasión, se había hecho un intento de pulir el entarimado de madera.
La clientela que se hallaba presente resultaba de lo más interesante. En una mesa, dos chinos jugaban al Mahjong, un juego bastante inofensivo pero prohibido en Limehouse. En otra mesa, un grupo de personas, entre las cuales había una chica blanca, jugaban al fan-tan, también ilegal en el barrio chino. Los jugadores no hablaban demasiado, absortos en el juego.
A pesar de que la niebla se había levantado en las calles de Limehouse y también en el río, podría decirse que aquella habitación de ambiente tan cargado había logrado quedarse con una buena porción. La visibilidad era muy mala. En el club predominaba el humo de tabaco, al que se añadían otras esencias. Media docena de hombres inclasificables hablaban y bebían; la mayoría, cerveza. Un hombre permanecía sentado a solas en un extremo del diván, con los codos apoyados en la mesa que tenía delante y la mirada perdida. Tenía una buena mata de pelo oscuro, y su piel tenía un tono anaranjado. Su prominente nariz era particularmente elocuente.
—Ponme otro trago, Sam —repetía una y otra vez—. Ponme otro trago, Sam.
A excepción de las dos sillas que había junto a la mesa sobre la que se apoyaba este hombre, no había otro sitio para sentarse en el «Sailor’s Club».
—¡Vamos! —le susurró Nayland Smith a Sterling en el oído—. Ocupemos esas dos sillas.
Nadie se percató de su llegada y, tras caminar hacia la barra, se sentaron en las dos sillas libres. El chico tuerto esperó a que pidieran las bebidas.
—Dos pintas de cerveza —dijo Nayland Smith con aquel peculiar inglés chapurreado.
El chico fue al a pedirlas, y el camarero a quien se dirigió era con mucho el personaje más destacado de la sala. Era un chino menudo que parecía una momia viva. Se le juntaba la barbilla con la nariz porque prácticamente no tenía dientes, y no había un solo centímetro de su piel ni una sola parte visible de su pelada cabeza que no estuviera intrincadamente surcada de arrugas. Sus ojos, debido a lo arrugado de su rostro, eran prácticamente invisibles, y sus manos, cuando aparecían de detrás de la barra, recordaban a las garras de algún ave enorme.
—Ponme otro trago, Sam —repitió, hipando, el hombre del diván—. Deja a esos tipos, dame otra copa.
Le resbaló un codo y se dio un golpe en la cabeza contra la mesa.
—Muy bien, señor —susurró—. Sargento detective Murphy. Algo raro está ocurriendo aquí esta noche, señor.
Nayland Smith se volvió hacia el anciano que había detrás de la barra.
—Sírvale otra copa —dijo rápidamente en chino—. Cárguemela a mí. Está mejor dormido que despierto.
Las increíbles facciones de Sam Pak se contrajeron en una mueca que podría haber sido una sonrisa.
—Tiene razón —dijo en chino—. Un tonto dormido puede pasar por un sabio.
El chico tuerto se inclinaba sobre el mostrador mientras colocaba las jarras de cerveza en una bandeja. Sterling le observó.
—Sir Denis —susurró—. ¡Mire! No tiene el físico de un chico.
—Ponme un trago —balbuceó Murphy, y luego susurró—: No es un chico, es una chica…