13. UNA LENGUA DE FUEGO

El puerto de Londres recuperó rápidamente su actividad. Un gran buque, retenido a causa de la niebla durante todo un día y una noche, hizo sonar su alarma para avisar a todos aquellos a quienes pudiera afectar mientras se alejaba lentamente del muelle para entrar en el río. Los remolcadores que tiraban de las barcazas atestaban el canal. La zona navegable era un estallido de luz, lleno de actividad. Sólo el estrecho tramo del canal, tras el que se halla la zona cada vez más reducida de Chinatown, permaneció tranquilo en aquellas nuevas condiciones.

Allí, una perezosa marea lamía los viejos pilares de los muelles, embarcaderos y otras construcciones por el estilo que desde hacía tiempo habían sido condenadas y demolidas en otros distritos más modernos. La lancha de la policía del río permanecía al lado de una barcaza amarrada. Desde aquel punto privilegiado, las vistas mostraban sin obstáculos una especie de excrecencia de madera que sobresalía de un edificio cercano. Estaba suspendida sobre un charco de barro que quedaba inundado con la marea alta y en el que amenazaba con caer en cualquier momento. Tenía dos ventanas: una que daba directamente al río, hacia la orilla de Surrey, y otra que daba río arriba. En esta última ventana había luz, y la policía del río la observaba con curiosidad. De vez en cuando pasaba una silueta encorvada, una extraña figura que arrastraba los pies. Pero hacía diez minutos que la silueta no había vuelto a aparecer.

La sirena del gran barco de vapor les llegaba cada vez con menos intensidad. Uno de los policías, que había sido tripulante de un barco, se estremeció al imaginarse los camarotes cálidamente iluminados y la ordenada vida de a bordo del buque. Aspiró en su imaginación el aire cálido del desierto en Egipto; vio los bosques de palmeras de Colombo y se preguntó por qué había decidido entrar en la policía. Un remolcador pasó muy cerca de ellos, produciendo unas olas que hicieron que su embarcación se balanceara violentamente. La brisa les trajo su humo y provocó que tosieran y parpadearan.

—Ahí está de nuevo —murmuró el antiguo tripulante.

—¿A qué se refiere? —gruñó el oficial al mando, harto de aquella monotonía.

—Aquella luz azul, sargento.

—¿Qué luz azul?

—Sobre el tejado del Sam Pak’s. Es la cuarta vez que la veo.

—Yo no veo nada.

—No. Acaba de desaparecer de nuevo.

—¿No es usted un poco fantasioso?

—Yo también la he visto, sargento —dijo otro—. Y esta noche no es la primera vez que la veo.

—¿Cómo?

—La vi por primera vez la semana pasada. Yo iba en el barco de las cuatro en punto. Es como si danzara en el aire, por encima del tejado.

—Es cierto —dijo el otro hombre.

—Vamos, como si estuvieran instalando el gas —sugirió el sargento con sorna.

—Eso parece, sargento, sólo que no es tan brillante y no se ve durante demasiado rato. Va y viene.

La marea lamía, chapaleaba y murmuraba a su alrededor. La profunda voz del buque se lamentaba río abajo. En el muelle se oía el entrechocar de metales, y el brillo de un millón de luces creaba la ilusión de una lona extendida por encima de ellos, porque la niebla alta seguía, amenazadora, dotando sobre Londres, como si aguardara a cubrirlo de nuevo a la mínima oportunidad.

Una silueta encorvada se movió lentamente en la ventana iluminada.

—Si vuelven a verla, avísenme —dijo el sargento.

Reinó el silencio.

—¡Hola!, ¿quién va? —preguntó el sargento.

El crujido de los remos se hizo audible y cada vez se oía más cerca. Oculta en las sombras, la policía del río observó cómo se aproximaba un bote de remos. El remero tenía el aspecto de un pescador típico. Llevaba a dos pasajeros.

—¿Qué es esto? —murmuró el sargento—. Creo que se dirige al Sam Pak’s… ¡Chist! ¡Silencio!

Los seis tripulantes observaron con vivo interés; cualquier interrupción de la monotonía era bienvenida. La predicción del sargento se cumplió. El barco fue conducido hacia unos postes medio podridos que tiempo atrás habían soportado una especie de espigón. En el margen de lodo y guijarros, los dos pasajeros desembarcaron, y caminaron peligrosamente por las resbaladizas vigas de madera hasta que llegaron a la arena. El crujido de sus pesadas botas era claramente audible, y mientras el remero se alejaba, los dos subieron por una escalera de madera y desaparecieron en la oscuridad.

—¡Hum! —exclamó el sargento—. Está claro que no se dirigen al local de Sam. A veces la gente cruza el río por aquí. Es un atajo de la ruta del autobús. ¡Caramba!

De pronto se puso de pie en la proa, y bien podrían haberle visto mientras miraba hacia el tejado del Sam Pak’s.

—Ahí lo tiene, sargento… ¡A eso me refería!

Una curiosa luz azul se movía y se reflejaba en la niebla. Por un instante pareció la lengua de una serpiente, o mejor, la feroz lengua de un dragón. Luego cambió, y se convirtió en un sinnúmero de lenguas diminutas. Entonces, de repente, desapareció.

—¡Bueno, maldita sea! —dijo el sargento—. Esto es muy extraño. ¿De dónde diablos puede proceder?