Nayland Smith iba de un lado a otro de su estudio de Whitehall. Unas gruesas cortinas azules cubrían las ventanas. Alan Sterling le observaba con pesimismo, hundido en una butaca.
—Me alegro de que las demás tumbas del panteón estuvieran ocupadas por otros Demuras fallecidos —dijo sir Denis—. Jamás sabremos desde cuándo ha tenido acceso el grupo a ese mausoleo, pero indudablemente ha servido a otros propósitos en el pasado. El supuesto sarcófago de Isobel Demuras, como le mostré, no era más que un falso ataúd con un agujero para que el que estuviera escondido allí dentro pudiera ver lo que ocurría. Es seguro que me han estado siguiendo desde hace varios días. Nos han seguido esta noche hasta la casa del doctor Norton, y más tarde me han seguido hasta el ministerio del Interior. Para asegurarse bien, el doctor puso a un espía en el mausoleo.
Hizo una pausa y vació con cuidado la pipa en la chimenea.
—Ese cuchillo era para mí, Sterling —dijo con gravedad—, y los matones del doctor Fu-Manchú no suelen fallar.
—Fue gracias a la providencia. ¡A la protección del cielo!
—Estoy de acuerdo. El reinado del mandarín Fu.
Manchú está llegando a su fin. Los augurios están en su contra. Llevó a escondidas a Fleurette desde el estudio de Ambroso hasta el cementerio. El procedimiento parece rebuscado, pero imagine lo difícil que debe ser transportar a una chica inconsciente…
Sterling, delgado pero atlético, se levantó de un salto retorciéndose sus manos bronceadas.
—¡Inconsciente! —gimió—. ¿Cómo sabemos que no está… muerta?
—Porque todas las pruebas nos indican lo contrario. El doctor Fu-Manchú es un buen jugador; jamás dejaría escapar un as. ¡Piense en lo inteligente que fue al pedir protección policial para el profesor Ambroso, es decir, para sí mismo!
—No hay nada que indique que sigue en Londres.
—Posiblemente no esté aquí.
Pulsó un timbre. Apareció un sirviente alto y delgado. El tono tostado de su tez indicaba que había estado al sol de los trópicos. Su rostro era tan inexpresivo como el de un guerrero sioux, y sus ojos tampoco transmitían nada.
—Sirva una cena fría en el comedor, Fey —le indicó Nayland Smith.
Fey, que pareció adivinar mediante un sexto sentido que ahí concluían sus instrucciones, inclinó ligeramente su rapada cabeza y salió tan silenciosamente como había entrado.
Sonó el teléfono. Sir Denis descolgó el auricular.
—Sí —dijo—. Por favor, que entre inmediatamente. —Colgó—. Gallaho está abajo. Espero que esto signifique que el matón fallecido ha sido identificado.
La desazón de Sterling era enorme.
—Esta espera —murmuró— es desquiciante.
Nayland Smith abrió la caja del tabaco.
—Saque su pipa —soltó—. Tomaremos un trago cuando llegue Gallaho. No se ponga nervioso, hay mucho que hacer y cuento con usted.
Sterling asintió con un movimiento de cabeza, apretó los dientes y buscó su pipa en el bolsillo de su chaqueta. En aquel momento sonó el timbre. Sir Denis abrió la puerta, cruzó el vestíbulo y se encontró con el inspector jefe Gallaho en el mismo instante en que el silencioso Fey le recibía. No pudo esperar a que el hombre de Scotland Yard cruzara la puerta.
—¿Quién era? —le preguntó con impaciencia—. ¿Lo sabe?
—Tengo su historia, señor.
—Bien.
La niebla se había deslizado al hueco del ascensor del edificio. Había jirones de bruma en el rellano y ya estaba penetrando en el vestíbulo. Cuando entró el inspector, Nayland Smith le preguntó:
—¿Ha cenado?
—No, señor. No he tenido tiempo de pensar en comer nada.
—Lo suponía. Hay un bufé frío en el comedor, porque me imagino que esta noche terminaremos tarde. ¿Me equivoco?
—No lo creo, señor.
—Excelente.
Sterling había cargado su pipa y ahora Nayland Smith sacó un puñado de tabaco mezclado y empezó a cargar la suya.
—Sírvase whisky y soda, inspector —dijo—. Está en aquella mesita. Por favor…
Gallaho asintió con la cabeza, tomó un vaso y se sirvió una bebida. Luego dijo:
—El fallecido ha sido identificado por el detective sargento Pether, de la división K. Lo que Pether no sepa acerca de los asiáticos es porque no vale la pena. ¿Quiere que le sirva uno, señor? —preguntó mientras señalaba la licorera.
—Gracias, inspector. Y otro para el señor Sterling, por favor.
Gallaho, ejerciendo de mayordomo, prosiguió.
—Pether desconoce su verdadera nacionalidad, pero probablemente sea birmano. Pether siempre se ha hecho pasar por asiático en el Sam Pak’s.
—¿El Sam Pak’s? —interrumpió Nayland Smith.
—Se ve que no conoce Limehouse, señor —dijo Gallaho mientras ofrecía un vaso de whisky a sir Denis y otro a Sterling—. El Sam Pak’s es un pequeño restaurante frecuentado por marineros de barcos que amarran en el río. Todo el mundo sabe que allí pueden obtener opio y hachís. Pero, dado que su consumo se limita a los asiáticos, jamás liemos hecho nada. No ha habido quejas. Bien… —tomó un sorbo de su whisky con soda—. Al parecer, el muerto era conocido como «Charlie». Aparentemente no tenía otro nombre y en ocasiones trabajaba como camarero para Sam Pak’s.
—Esto es muy importante… —murmuró Nayland Smith, que empezó a pasear de un lado a otro de la habitación—. Una conexión muy importante. Gallaho. Fu-manchú es un fugitivo. Tiene pocos acólitos a su disposición y ha regresado a su guarida. Muy significativo. ¿Podría describirme a Sam Pak?
—Puedo intentarlo, señor. Pether le conoce mejor que yo, pero no me tomé la molestia de traerlo. Veamos… —Mascó un chicle imaginario mientras miraba al techo—. Sam Pak es un chino anciano y menudo y muy arrugado. Tal vez tenga más de cien años. Su voz es como un débil silbido y habla en inglés pidgin.
—¡Basta! —cortó Nayland Smith—. El sargento detective Fletcher, de la división K, se retiró hace algunos años, ¿no es cierto?
—Así es, señor —contestó Gallaho, bastante sorprendido—. Es el propietario del George and Dragón, en Commercial Road. Le conozco bien.
—Vaya al George and Dragón —le indicó Nayland Smith—. Descubra si Fletcher está en casa y, si es así, dígale que quiero hablar con él.
—Muy bien señor… ¿Ahora?
—Sí, por favor. Quiero pensar. Puede utilizar el teléfono del vestíbulo.
—Muy bien, señor.
El inspector Gallaho salió con su vaso en la mano.
—¿Sabe una cosa? —dijo Nayland Smith mientras se volvía y miraba a Sterling—. Tengo la sensación de que conozco a Sam Pak. Creo que es un tal John Ki, que desapareció de Chinatown hace unos años. Era uno de los hombres de Fu-Manchú, Sterling. Me gustaría asegurarme.
Sterling había encendido su pipa y había vuelto a su butaca, pero estaba lejos de sentirse tranquilo. Permanecía sentado, sujetándose los brazos y observando cómo sir Denis se paseaba arriba y abajo de la alfombra. De pronto, dijo:
—Déme su palabra de honor, sir Denis. ¿Cree que está viva?
Nayland Smith se volvió y clavó una resuelta mirada en Sterling.
—Le doy mi palabra de honor —contestó—, de que así lo creo.
—¡Gracias a Dios! —murmuró Sterling—. ¡Hace usted que mantenga la esperanza!
—El doctor está huyendo —prosiguió sir Denis con una excitación mal contenida en sus fríos ojos color gris azulado—. Ha regresado a sus guaridas de la orilla del río. No le resulta fácil disponer de dinero. La policía europea le pisa los talones. Es una bestia acorralada y muy peligrosa. El príncipe mandarín se ha convertido en un criminal común. Me pregunto si será su destino, Sterling, que, tras haber amenazado la seguridad de las naciones, le atrapen. Eso sí sería justicia poética. Él nunca ha mostrado la más mínima piedad.
Sterling miró a Smith fascinado. Irradiaba vitalidad. Su fuerza interior no dejaba indiferente a nadie. Solamente alguien que hubiera conocido al doctor Fu-Manchú como le conocía Sterling podría haber dudado de que el destino del hombre chino estaba decidido. Pero conociendo, y valorando, el genio del gran médico oriental, Sterling, haciendo acopio de todo su optimismo, se vio obligado a admitir que la partida era justa. Sir Denis Nayland Smith habría sido un adversario invencible para cualquier hombre, pero el doctor Fu-Manchú no era un hombre cualquiera. Era un superhombre, un Satán con forma humana, dotado de una sabiduría que muy pocos habían alcanzado: un intelecto frío y dominante, libre de las ataduras de la carne y de las leyes humanas.
El silencio que reinaba sólo fue interrumpido por los débiles timbrazos del teléfono y el distante murmullo del inspector Gallaho. Nayland Smith seguía recorriendo la habitación. Sterling fumaba, las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Entonces, Gallaho, todavía con su vaso, ahora vacío, en la mano, regresó a la habitación.
—Le he encontrado, señor —dijo—. Y por suerte está al teléfono.