—¿Cierro la puerta? —preguntó el inspector Gallaho con las llaves en la mano.
Nayland Smith había sido el último en abandonar el sepulcro de los Demuras. Esa espesa niebla que, con breves intervalos, iba a durar muchos días, ya había proclamado aquella ciudad como la ciudad de los muertos. Eran un grupo fantasmal envuelto en la más densa de las nieblas. Alan Sterling trataba de contener su nerviosismo.
El señor Roberts, el representante del ministerio del Interior, surgió de la oscuridad.
—Así pues, ¿el féretro estaba vacío, sir Denis?
Nayland Smith descendió los tres escalones.
—Vacío, no —contestó—. Dentro había una lápida que alguien ha robado de por aquí.
El viejo encargado de las tumbas permaneció junto a la puerta abierta. El desconcierto había imprimido a aquel rostro gris y apenado una expresión de angustia, que podría haber sido la del espíritu de algún Demuras del mausoleo turbado en su descanso.
Entonces, Nayland Smith hizo algo muy extraño. ¡Se inclinó y empezó a quitarse los zapatos!
—Decía, sir Denis…
Una mano alzada interrumpió a Alan Sterling.
—¡Cállese, Sterling! —le espetó sir Denis—. Escuchen todos. —Se quitó el abrigo de cuero—. Voy a volver a bajar.
—¿Solo? —preguntó Gallaho.
—Sí.
—¡Dios santo!
—En cuanto me haya deslizado dentro, ajusten la puerta. Digan en voz alta: «Tenga las llaves, sir Denis» o lo que quieran para que parezca que estoy con ustedes. ¿Entendido?
—Sí —contestó Gallaho con brusquedad—. Pero si sospecha que hay alguien escondido ahí abajo, ¿no es un tanto descabellado?
—No se me ocurre otra cosa. No cierren la puerta —dijo Nayland Smith en voz baja—; dejen la llave puesta pero simplemente ajústenla.
—Muy bien, señor.
Nayland Smith volvió a entrar en el sepulcro descalzo, se volvió e hizo una seña con la mano. Gallaho empezó a cerrar la pesada puerta de teca.
—Esto es espantoso —murmuró el señor Roberts—. ¿Qué pretende encontrar?
Gallaho sacudió las llaves.
—¿Cierro, sir Denis? —preguntó con su voz profunda y áspera. Hizo una pausa y luego dijo—: Muy bien, señor. Vaya usted delante; yo le sigo.
Introdujo ruidosamente la llave en la cerradura. La puerta estaba abierta sólo unos milímetros.
—¡Silencio! —susurró—. Todos quietos.
Tras la espectral cancela flanqueada por cipreses, Nayland Smith bajó los peldaños de piedra en silencio, a hurtadillas. Gallaho lo había hecho muy bien. Nayland Smith, muy familiarizado con la burocracia, sabía que, de no haber forzado la situación ante el hombre del ministerio del Interior, haber intentado turbar el descanso de otro Demuras habría provocado que la investigación se pospusiera. A solas y sin interrupciones, debía confirmar o descartar por sí mismo que aquella extraña sensación que había tenido de que algo estaba vivo y se movía en un viejo féretro metido en un nicho de piedra era real.
Llegó al panteón sin producir ningún ruido. Tenía los pies helados a causa del suelo de piedra. Su imaginación saturó la brumosa atmósfera con olores de podredumbre. La oscuridad era muy intensa. Miró hacia la escalera que había subido, donde sólo una visión borrosa indicaba la presencia de las vidrieras de colores de las ventanas. Se agazapó y se movió con cuidado hasta apoyarse contra el muro, bajo el nicho que contenía los restos mortales de Isobel Demuras, o al menos aquello era lo que indicaba la inscripción.
Durante un minuto no se oyó ni un solo ruido. No captó el sonido de aquel movimiento furtivo que había oído, o que creyó haber oído. Tras volverse lentamente y con mucho cuidado, levantó la vista…
Vio algo que hizo que, por un momento, le invadiera el temor.
El nicho de piedra resplandecía débilmente, como si una luz espiritual emanara de la tumba de Isobel Demuras.
Luego se oyó el sonido de unos pies que se arrastraban, el mismo que percibió cuando, a punto de marcharse, se había detenido al pie de la escalera. Entonces… un rayo de luz salió del nicho y alcanzó la otra pared, donde reposó sobre una placa de latón. Recordaba haber leído la inscripción: «Aquí yace Tristán Demuras, fundador de la rama inglesa de la familia.»
Aquel ruido, al que se le añadió un chirrido se hizo más audible. El rayo desapareció del muro, pero el nicho se iluminó con mayor intensidad. Nayland Smith, a cuatro patas, se arrastró hasta una esquina del sepulcro. No habían transcurrido ni tres segundos cuando la luz iluminó el suelo. Se encontraba justo fuera de su alcance.
La luz desapareció y se hizo la más absoluta oscuridad. Entonces se oyó un crujido más fuerte seguido por un golpe sordo en el suelo, junto a él.
En aquel momento, Nayland Smith dio un salto…
—¡Gallaho! —gritó—. ¡Sterling!
La puerta de teca se abrió de golpe. Gallaho, iluminándose con su lámpara de mano, empezó a bajar la escalera. Sterling le siguió.
—¡La luz…! ¡Aquí, Gallaho! ¡Deprisa! —exclamó Nayland Smith con voz ronca—. ¡Quítele el cuchillo!
—¡Por todos los santos!
Sterling se echó hacia atrás.
Un ágil oriental, con la mirada encendida por el odio, forcejeaba para soltarse de Nayland Smith. Sir Denis lo tenía agarrado por el cuello, pero con la mano izquierda sujetaba la delgada y fibrosa muñeca del hombre, en cuya mano sostenía un cuchillo de hoja corta y curva. A pesar de todos los esfuerzos de Nayland Smith, éste se acercaba cada vez más a su objetivo, impelido por la fuerza maníaca que animaba aquel cuerpo salvaje. El brazo izquierdo del asiático rodeaba a su captor para acercarlo a la oscilante hoja del cuchillo…
Gallaho logró arrebatarle el arma al hombre y Nayland Smith se incorporó jadeando. Dos agentes de policía se unieron a ellos y les iluminaron con sus linternas.
—¿Quién lleva unas esposas? —gruñó Gallaho.
Nadie llevaba esposas, pero el agente Dorchester, el del pelo de punta, agarró al prisionero y lo empujó escaleras arriba.
En el exterior, inmovilizado por Dorchester y otro agente y con la espalda contra la puerta de teca, sonrió malévolamente pero no pronunció ni una palabra. Mientras, Nayland Smith se ató los zapatos y se puso el abrigo de piel. Gallaho enfocó con una lámpara del bolsillo el rostro del cautivo.
El hombre llevaba una camisa sin corbata y un traje de franela mala y sus tobillos desnudos asomaban de unos zapatos de suela de goma. Los dientes le brillaban en aquella sonrisa malvada llena de odio, y en sus ojos hundidos ardía un intenso fuego interior. Mechones de pelo negro y grasiento se le pegaban a la frente. Jadeaba y estaba completamente empapado en sudor.
Nayland Smith le apartó un mechón de pelo húmedo de la frente, y una pequeña marca en aquella piel seca como un pergamino quedó al descubierto.
—La marca de Kali —dijo—. Lo suponía… Es uno de los asesinos religiosos del doctor.
—¿Alguien quiere explicarme qué significa todo esto? —preguntó el señor Roberts con voz aguda y temblorosa.
Nayland Smith se volvió hacia él, de modo que, desde donde estaba Sterling, podía verse cómo su perfil anguloso y vehemente se recortaba claramente contra la luz de una lámpara que llevaba un agente.
—Significa… —empezó a decir sir Denis…
Algo pasó zumbando como un enorme insecto junto a la oreja de Sterling, y a un centímetro de Nayland Smith, que se echó hacia atrás con los puños cerrados, y… el hombre con la marca de Kali gorgoteó y su cuerpo, que sujetaban dos agentes, se quedó inerte.
En sus labios apareció una espuma manchada de sangre. Quedó ensartado en la puerta por un cuchillo largo de hoja estrecha que había atravesado completamente su garganta y había penetrado casi un centímetro en la madera de teca contra la que se había apoyado.