—Esta niebla lo está cubriendo todo otra vez —protestó Nayland Smith, irritado—. Ya no puedo ver el río. Cuando anochezca volveremos a estar igual.
Apartó la vista de la ventana y miró hacia la habitación, en dirección a un sillón de cuero en el que estaba tendido su invitado. Alan Sterling, su agradable y atezado rostro muy demacrado, intentó sonreír.
En la chimenea ardía un fuego. El cuero rojo era la nota predominante de los muebles, y de la pared colgaban algunos óleos de gran fuerza y calidad artística. Aquella gran habitación tenía pocos muebles, pero era acogedora y parecía confortable. Parecía que alguien que hubiera vivido mucho tiempo en Oriente, y que por ello estuviese acostumbrado a un mobiliario escaso, la hubiese decorado. Algunos cuadros mostraban temas orientales y, encima de una librería, en la que había muchos libros de carácter médico-legal y sobre orientalismo, podían verse unas cuantas piezas de buen jade.
—¿Sabe una cosa, sir Denis? —dijo Alan Sterling, incorporándose—. Para mí usted es como un tónico. Me entusiasma mi profesión, la botánica, pero que un excomisario de la policía metropolitana haya escogido una residencia en Whitehall, prácticamente al lado de Scotland Yard, indica todavía una mayor afición al trabajo.
Nayland Smith le miró con viveza. Sabía la tensión bajo la que estaba Sterling, y lo bueno que resultaba que se distrajese de esas preguntas que le atormentaban: ¿Dónde está ella? ¿Estará viva?
—Tiene razón —contestó—. He pasado por la situación que está pasando ahora, Sterling, y siempre he considerado que el trabajo es el mejor bálsamo. Supongo que fue cosa del destino que me convirtiera en un agente de la policía india. Los dioses, sean quienes sean, me han escogido como oponente de…
—Del doctor Fu-Manchú —acabó Sterling.
Se retiró el cabello de la frente: fue un gesto nervioso, casi de desespero. Nayland Smith se dirigió al bar y empezó a cargar su pipa con el tabaco de una caja que había allí.
—El doctor Fu-Manchú, sí. Sé que he fracasado, Sterling, porque sigue con vida. Pero él también ha fracasado, porque, gracias a Dios, le he ido parando los pies.
—Lo sé, sir Denis. Ninguna otra persona en el mundo podría haber hecho lo que usted ha llevado a cabo.
—Eso está por ver. —Nayland Smith colocó la mezcla en la cazoleta de la pipa—. La cuestión es que, si bien no puedo derribarle, al menos puedo detenerle. —Encendió una cerilla—. Está aquí, Sterling. Está aquí, en Londres.
Alan Sterling apretó los puños y Nayland Smith le observó mientras encendía la pipa. La pasividad, aquella resignación oriental que Smith conocía tan bien amenazaba a Sterling. Debían combatirla: debía revivir a aquel hombre, despertar al espíritu fiero que, él lo sabía con seguridad, ardía en su interior.
—Revisemos los hechos —prosiguió enérgicamente, ahora con la pipa bien encendida. Empezó a pasear de un lado a otro de la alfombra persa—. Ya verá, Sterling, como no son tan desfavorables como parece. Para ordenarlos de algún modo. —Levantó un dedo—: a) El doctor Fu-Manchú, perseguido por la policía europea, logra llegar a Inglaterra disfrazado de profesor Ambroso. Usted y yo sabemos que es el mejor ilusionista desde la muerte de Houdini. Muy bien. —Alzó un segundo dedo—: b) Fleurette Petrie, su prometida, fue engañada para que abandonara el Oxfordshire con algún truco que quizá nunca sepamos y llevada a Niza. —Levantó un tercer dedo—: c) Sin duda, en este estado de trance que el doctor Fu-Manchú es capaz de inducir, ella viajó de Niza a Londres como La Venus dormida del profesor Ambroso, y de este modo llegó a la casa situada en el lado norte del Common.
—Está muerta —dijo Sterling con voz ronca—. La han matado.
—Estoy seguro de que no —dijo Nayland Smith—. Es más, sé que anoche no estaba muerta.
—¿A qué se refiere, sir Denis?
Una débil luz de esperanza apareció en los cansados ojos de Sterling.
—Una chica muerta, brutalmente asesinada… su espíritu llamando en silencio a un flemático policía londinense…
—Pero la llamada no fue silenciosa. Ireland oyó un grito de socorro.
—Exacto. Por lo tanto, la chica no estaba muerta.
Alan Sterling, sujetándose las rodillas con las manos, observaba al orador como, en la antigüedad, los devotos debieron observar el oráculo de Cumaen.
—Es un movimiento del maestro de la intriga que ya conozco. Mientras retiene a Fleurette posee la carta ganadora. Su propia seguridad depende de la de ella, ¿no lo comprende? —Alzó el dedo meñique—: Pasemos a la d) O Pietro Ambroso es inocente o cómplice de Fu-Manchú; no importa. Pero que haya abandonado su casa es significativo. Sabemos por P. C. Ireland, un agente excelente, que ningún coche se acercó a la casa ni la abandonó antes de nuestra llegada. Piense en ello. Tiene una importancia extraordinaria.
—Intento pensar —murmuró Sterling.
—Pues siga intentándolo; veremos si sus pensamientos corren paralelos a los míos. ¡Mire la maldita niebla! —Agitó los brazos hacia la ventana—. Esta noche seguirá sin haber visibilidad. ¿Ha captado lo que he querido decir?
—No del todo.
—No pueden haberla llevado muy lejos, Sterling. Ireland y su relevo han pasado toda la noche y todo el día allí.
—¡Dios santo! —exclamó Sterling con los ojos muy brillantes—. Tiene razón, sir Denis. Ahora lo entiendo.
—El doctor Fu-Manchú, por segunda vez en toda su carrera, está huyendo. Usted no lo sabe, Sterling, pero le he cortado las alas. Le he aislado de muchos de sus socios. Me estoy acercando al meollo del misterio. Su economía está amenazada. Es un hombre perseguido, y Fleurette es su última esperanza. No imagine ni por un segundo que está muerta. Muerta no le sería útil; viva, es un as en la manga para el doctor.
Se oyó el sonido amortiguado de un timbre. Nayland Smith se dirigió a una mesita y descolgó el teléfono.
—Sí —dijo—. Pásemelo, por favor.
Se volvió hacia Sterling.
—El agente de policía Waterlow —dijo—. Está de servicio en la casa del profesor Ambroso. ¿Sí? —dijo por el auricular—. Diga…
El agente Waterlow llamaba desde una cabina telefónica de Brixton.
—Después de que P. C. Ireland me relevara, señor, dejé de estar de servicio y empecé a pensar. No sé si debería de haber informado, pues mis órdenes eran un poco vagas. Pero al hablarlo con mi esposa he llegado a la conclusión de que usted debía saberlo, señor. El inspector jefe Watford me ha dado permiso para hablar con usted y me ha facilitado su número de teléfono.
—Siga, agente. Soy todo oídos.
—Verá, señor; el inspector no creía que fuera importante, pero dijo que a usted le gustaría saberlo. Hubo un funeral en la puerta de al lado de la casa del profesor Ambroso esta tarde…
—¿Cómo?
—En la casa contigua, señor. No puedo decirle demasiado, señor, porque no sé mucho. Pero era el de una tal señorita Demuras, que al parecer llevaba un mes viviendo allí. Jamás pensé en mencionárselo a Ireland cuando me relevó, pero mi mujer dice que se trata de un caso de asesinato, y que si ha habido un funeral debo hablar con el inspector. Lo he hecho, y me ha dicho que tenía instrucciones de ponerme directamente con usted.
—¿Quién se encargó del funeral, agente?
Alan Sterling se levantó de un salto con los puños apretados, temblando, y observó a Nayland Smith.
—La London Necrópolis, señor.
—¿A qué hora fue?
—A las cuatro en punto de esta tarde.
—¿Había gente?
—Sólo una persona, señor. Un caballero extranjero.
—¿No sabrá quién atendió a la paciente…?
—Sí, señor. Lo sé. El doctor Norton, que vive en la parte sur del Common. Era mi propio médico, señor, cuando vivía en Clapham.
—Gracias, agente. Ojalá hubiera informado antes de esto. Pero no ha sido culpa suya.
Nayland Smith se volvió hacia Sterling.
—No ponga esa cara —le rogó—. Puede que no signifique nada o que sea un ardid. Mientras recojo algunas cosas de la otra habitación, llame a Gallaho a Scotland Yard y dígale que se reúna con nosotros en un coche rápido.