4. EL ESTUDIO DE PIETRO AMBROSO

Ni siquiera los potentes reflectores del coche de la brigada lograban penetrar aquella increíble niebla más de algunos metros. Marchaban muy lentamente; a cualquier otro vehículo no tan bien equipado le hubiera resultado imposible. Un agente que conocía la zona caminaba delante con una linterna roja. Los potentes faros del coche iluminaban la linterna, y de este modo fueron avanzando.

P. C. Ireland, en el vestíbulo de la casa del profesor Ambroso, aprendió que el silencio y la soledad pueden ser más aterradores que el peor de los disturbios. Las instrucciones habían sido que cerrara la puerta pero que permaneciera en el vestíbulo. Y eso es lo que había hecho.

Al encontrarse a solas en aquella casa misteriosa le asaltaron los más negros pensamientos. No era un hombre de mucha imaginación, pero su sentido común le decía que algo horrible y extraño había ocurrido aquella noche en casa del profesor Ambroso.

Las brasas ardían en la chimenea. En una cesta de hierro había algunos troncos, e Ireland echó un par al fuego sin saber demasiado bien por qué se tomaba aquella libertad. Observó furtivamente la escalera que, más arriba, desaparecía entre las sombras. Era un hombre de acción y su instinto le empujaba a explorar aquella casa silenciosa, pero no poseía autoridad para hacerlo. Como no podía asegurar que el grito hubiera procedido realmente del interior de la casa, su mera presencia en el vestíbulo era una transgresión. Pero en aquello, al menos, estaba cubierto. El inspector le había indicado que permaneciera allí. ¿Cómo iban a encontrarle? Probablemente se perderían por el camino.

Ahora que la niebla había quedado fuera, empezaba a echarla de menos. Aquel silencio que parecía hablar y del que surgían extrañas siluetas había sido horrible, pero el silencio de aquel vestíbulo iluminado era incluso más opresivo.

No dejó de mirar hacia la escalera. Había algo misterioso en el oscuro rellano, pero nada quebró la quietud. Empezó a examinar su entorno más cercano. En el vestíbulo había algunas figurillas extrañas: bustos singulares y figuras deformadas. Los cuadros también le resultaban chocantes. Todos los detalles de aquel lugar entraban en la categoría de lo que P. C. Ireland condenaba mentalmente como «bohemio».

Uno de los troncos que había puesto en el fuego y que había empezado a prender cayó fuera de la chimenea. Se sobresaltó como si alguien hubiera disparado.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Este sitio me pone nervioso.

Recogió el tronco y volvió a colocarlo en su sitio. Se imponía un cigarrillo. Si el inspector en persona aparecía, cosa que dudaba, lo apagaría rápidamente. Se quitó el impermeable y sacó un pequeño paquete amarillo. Luego escogió un cigarrillo y lo encendió casi con cariño. Un cigarrillo podía ser un gran compañero cuando un hombre se sentía solo y extraño. No dejó de mirar la escalera.

Terminó el cigarrillo y lanzó con desgana la colilla al fuego, que ahora ardía alegremente, cuando se oyó un tintineo que le asustó. Era el timbre de la puerta. P. C. Ireland corrió a abrirla.

Un hombre con un abrigo de cuero, de cabello cano y ojos azules, le miraba.

—¿El agente Ireland? —preguntó.

Aquel recién llegado tenía, sin duda, autoridad.

—Sí, señor —contestó Ireland.

Nayland Smith entró en el recibidor, seguido del inspector Gallaho, un personaje conocido para cualquier agente. Había un tercer hombre, un joven ojeroso, pero Ireland apenas se fijó en él. La presencia de Gallaho le indicaba que, de algún modo que tal vez resultara provechoso para él, se había visto implicado en un caso de gran importancia. La niebla se coló en el recibidor. Ireland permaneció alerta mientras reconocía los rostros de algunos colegas, y escudriñaba entre la oscuridad.

—¿Ha oído un grito de socorro? —prosiguió Nayland Smith. Su modo de hablar le recordó a una ametralladora—. Según tengo entendido, usted se encontraba fuera, en la entrada.

—No, señor.

—¿Por qué no? —preguntó Gallaho.

—Vi que algo se movía en la niebla. Cuando le di el alto, no contestó, simplemente desapareció. Finalmente pude ver a alguien, o a algo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Gallaho—. Si vio algo, podrá describirlo.

—Bueno, señor, tal vez fuera un hombre que iba a gatas… ya sabe cómo es la niebla…

—¿Quiere decir —preguntó Nayland Smith— que intentó capturar a esa cosa, o persona, que no quiso responderle?

—Gracias, señor. Sí, eso es lo que quería decir.

—¿Lo tocó? —preguntó Gallaho.

—No, señor. Pero me desorienté al tratar de atraparlo. Me encontré al otro lado de la calle. Entonces oí el grito.

—Describa ese grito —le pidió Nayland Smith.

—Era la voz de una mujer, señor. Muy amortiguada por la niebla. Sus palabras fueron: «¡Socorro! ¡Por Dios, que alguien me ayude!» Pensé que procedía del interior de esta casa. Regresé, y cuando llegué a la puerta la encontré abierta. Desde entonces no me he movido del vestíbulo.

—Ha dicho que era la voz de una mujer —interrumpió Sterling—. ¿De una mujer joven o de una anciana?

—A juzgar por lo que pude distinguir a través de la niebla, señor, diría que se trataba de una mujer joven.

Sterling se mesó los cabellos. Creyó que iba a volverse loco.

Gallaho se volvió hacia sir Denis.

—Usted decide, señor. ¿Quiere que registremos la casa? Según las normas, no podemos hacerlo.

Su tono de voz era irónico.

—Regístrenla desde el sótano hasta el último piso —le dijo Nayland Smith—. Ponga a un hombre a cada extremo de la calle y divida a los demás.

—Muy bien, señor. —Gallaho se volvió hacia la puerta abierta—. ¿Cuántos llevan linternas? Las lámparas de bolsillo no irán bien con esta niebla.

—Dos —dijo una voz apagada—. E Ireland lleva una tercera.

—Que los dos hombres con linterna se sitúen a ambos extremos de la calle. Detengan a cualquiera que quiera salir. Vamos, dense prisa. Los demás, vengan.

Cuatro agentes entraron en el vestíbulo.

—¿No hay un garaje? —preguntó Nayland Smith.

—Sí, señor —contestó Ireland—. Queda a mano izquierda del camino de entrada. Pero esta noche no ha salido nada ni nadie de allí.

—¿Tienen idea de dónde se encuentra el estudio?

—Sí, señor. He estado de servicio aquí de día. Se encuentra detrás del garaje, pero probablemente haya un modo de llegar desde dentro de la casa.

—Venga conmigo, Sterling —dijo Nayland Smith—. Gallaho, asigne un hombre a cada una de las cuatro plantas. Vuelva a cerrar la puerta principal y ponga a un hombre aquí, en el vestíbulo.

—Muy bien, señor.

—Venga conmigo, Ireland. ¿Dice que el estudio queda por aquí?

—Sí, señor.

—Vamos, Sterling.

Cruzaron el vestíbulo y se acercaron a una puerta que quedaba a la izquierda de la escalera. El inspector jefe Gallaho se estaba colocando bien el sombrero. Los agentes de policía subían ruidosamente por la escalera con las lámparas de mano encendidas. La puerta conducía a un pasillo estrecho.

—Busque el interruptor —apremió Nayland Smith.

Ireland lo encontró. Y con aquella luz, unos extraños cuadros que colgaban de la pared asaltaron sus sentidos. Al final del pasillo había otra puerta. La abrieron y se encontraron en una habitación oscura.

—Tiene que haber un interruptor —murmuró Nayland Smith.

—Ya lo he encontrado, señor.

El estudio de Pietro Ambroso se iluminó. Para alguien que no estuviera familiarizado con el arte moderno, aquello habría resultado una pesadilla. Quienes conocían las fases del célebre escultor, habrían podido explicar que su modo de expresión, que durante muchos años se había asociado a la llamada escuela de Epstein, había regresado últimamente a la tradición griega, a la simplicidad fotográfica de Praxíteles. Los agentes estaban rodeados de todo tipo de figuras. El estudio se caracterizaba por ese deplorable desorden que parece inherente a los genios.

Había una o dos pruebas hechas con cerámica: extrañas figuras de porcelana que recordaban a diosas primitivas. Pero toda la atención de Nayland Smith se concentraba en una caja larga y estrecha, sólidamente construida, que yacía en el suelo. Tenía un inquietante parecido con un ataúd. La tapa estaba apoyada contra la pared, y una lámina de cristal, a todas luces diseñada para que cupiera en la caja, descansaba en el suelo. Por todas partes había algodón. Nayland Smith se inclinó y examinó el receptáculo.

—Esto es lo que ha descrito Preston —dijo.

—Miren… —Señaló con el dedo—. Éstos son los restos que mencionó, no muy diferentes de los que utilizaban en el antiguo Egipto para que reposara la momia.

Echó un vistazo alrededor del estudio.

—Sé lo que está pensando, sir Denis —dijo Sterling con la voz ronca.

—¿Dónde está la Venus de porcelana?

Se hizo un breve silencia. Y luego:

—Ese agente de aduanas —dijo Gallaho, que acababa de entrar— no parecía estar seguro de que lo que vio fuera la Venus de porcelana.

—Estoy de acuerdo, inspector —dijo Nayland Smith.

Sus ademanes y su voz denotaban una gran tensión. Extrajo un estuche de piel de un bolsillo y, del estuche, unas gafas. Se inclinó para observar el interior de la caja fabricada para contener la célebre obra de arte.

Gallaho le observó en silencio, con respeto. Sterling, con los puños cerrados, sabía que su propia cordura dependía de lo que encontrara Nayland Smith. Sir Denis terminó el examen de la caja y luego dirigió su atención hacia los listones de madera que debían sostener la figura. Pero esto tampoco pareció aportarle nada. Por la casa se oían voces amortiguadas. El equipo de búsqueda estaba ocupado. La niebla había penetrado en el estudio; sus siniestras espirales podían verse cerca de las luces. Finalmente, sir Denis observó los copos de algodón y exclamó:

—¡Dios santo! ¡Yo estaba en lo cierto! ¡Sterling! ¡Yo tenía razón…!

—¿Qué ocurre, sir Denis? Por el amor de Dios, dígame, ¿qué ha encontrado?

Nayland Smith se dirigió a un banco lleno de trozos de yeso, estructuras de alambre y otras cosas, y depositó algo bajo la luz con mucho cuidado.

—Un mechón de cabellos cobrizos —dijo en voz baja—. Examínelo detenidamente, Sterling. Usted conoce el color y la textura del cabello de Fleurette mejor que yo.

Sir Denis…

Sterling estaba conmocionado.

—No desespere, Sterling. Creo que la preciosa figura que Preston vio en esta caja no fue construida en la fábrica de Sévres según las indicaciones del profesor Ambroso, sino que era… Fleurette.