Alan Sterling irrumpió en la habitación. Era un hombre joven, delgado y muy viril. Sus facciones eran demasiado irregulares para considerarlo un hombre guapo, pero tenía unos ojos firmes y muy escoceses, y podría decirse que esa tenacidad era su principal virtud. Su piel estaba muy bronceada, y parecía un joven oficial del ejército. Llevaba el abrigo abierto, mostrando un traje de franela muy raído, y el sombrero en la mano. Se le veía agitado, al límite de su resistencia. Sus ojos demacrados examinaron todos los rostros. Luego vio a sir Denis y exclamó:
—¡Sir Denis…! —Y, a pesar de su apellido escocés, cualquier buen observador hubiera deducido por su entonación que Sterling era estadounidense—. Por el amor de Dios, dígame que tiene noticias. Algo… lo que sea… ¡Me voy a volver loco!
Nayland Smith le estrechó la mano a Sterling y colocó el brazo izquierdo alrededor de sus hombros.
—Me alegro de que esté aquí —dijo con calma—. Hay novedades, en cierto sentido.
—¡Gracias a Dios!
—Pero hay que comprobar si nos serán válidas.
—¿Cree que está viva? ¿No creerá que…?
—Estoy seguro de que vive, Sterling.
Los tres hombres de la habitación observaron en silencio y sin comprender. Solamente Gallaho parecía entender el significado de las desesperadas palabras de Sterling.
—Debo dejarle un momento —prosiguió Nayland Smith—. Éste es el inspector Watford, y éste el detective inspector jefe Gallaho, de Scotland Yard. Deles toda la información. No tardaré mucho. —Se volvió hacia Preston—. Si pudiera hablar cinco minutos con usted antes de que se marche —dijo—, se lo agradecería.
Salió con Preston. Sterling se dejó caer en la silla que éste había dejado vacía y se pasó los dedos por el cabello mientras miraba a Gallaho y a Watford.
—Deben de creer que estoy loco —se disculpó—. Pero lo he pasado muy mal, ¡fatal!
Gallaho asintió lentamente con la cabeza.
—Sé algo, señor —afirmó—, y le comprendo.
—¡Pero no conoce a Fu-Manchú! —contestó Sterling—. Es un desalmado, un demonio, y disfruta de una vida privilegiada.
—Seguro —dijo Watford, mirándole—. Han pasado muchos años desde que apareció por primera vez en la prensa, señor, y por lo que tengo entendido sigue teniendo mucho poder; es una especie de superhombre.
—Es el representante del demonio en la tierra —dijo Sterling con amargura—. ¡Daría diez años de mi vida y toda mi felicidad por ver a ese hombre muerto!
Se abrió la puerta y entró Nayland Smith.
—Déme rápidamente los detalles, Sterling —le indicó—. Usted quiere acción y eso es lo que voy a ofrecerle.
—Muy bien, sir Denis. —Sterling asintió con la cabeza mientras giraba el sombrero en las manos. Cada vez se le veía más exaltado—. En realidad, no hay nada en absoluto que pueda contarle.
—No estoy de acuerdo —dijo Nayland Smith con calma—. Los hechos extraños aparecen cuando se repasa lo que antes parecía carecer de importancia. Aquí tenemos a dos agentes de policía experimentados y, puesto que están implicados en el caso, le agradecería que relatara los hechos de su desgraciada experiencia.
—Muy bien. ¿Desde que nos vimos en París?
—Sí. —Nayland Smith miró a Watford y a Gallaho—. El señor Sterling —explicó— está comprometido con la hija de un viejo amigo común, el doctor Petrie. Fleurette, que así es como se llama la chica, pasó gran parte de su vida en casa de ese Fu-Manchú al que usted, inspector Watford, parece dispuesto a considerar un mito.
—Fue un extraño suceso que ocurrió en el sur de Francia hace algunos meses —gruñó Gallaho—. La prensa francesa corrió un tupido velo, pero en Scotland Yard tenemos toda la información.
—Sir Denis y yo —prosiguió Sterling— fuimos a París con el doctor Petrie y su hija, mi prometida. Ellos regresaban a Egipto; el doctor Petrie vive en El Cairo. Sir Denis se vio obligado a regresar a Londres, pero yo fui a Marsella y me despedí de ellos en el Oxfordshire.
—Yo sólo tengo una idea general de lo ocurrido, señor —interrumpió Gallaho—. ¿Puedo preguntarle si usted subió a bordo?
—Fui uno de los últimos visitantes en marcharme.
—Es decir, que se despidió de la chica saludando con la mano mientras el barco zarpaba.
—No —contestó Sterling—. No, inspector. La dejé en el camarote. Estaba muy afectada.
—Comprendo.
—El doctor Petrie paseaba por la cubierta mientras el barco zarpaba, pero imagino que Fleurette se encontraba en el camarote.
—Lo que intentaba decir, señor, es lo siguiente —insistió Gallaho obstinadamente mientras Nayland Smith le observaba con una mirada de admiración en los ojos—. ¿Cuánto tiempo pasó desde el momento en que se despidió de su prometida en el camarote hasta que el barco zarpó?
—No más de cinco minutos. Hablé con el doctor, su padre, en cubierta y me marché en el último momento.
—¿Fleurette le pidió que la dejara? —soltó Nayland Smith.
—Sí. Estaba muy conmovida. Consideró que sería mejor que nos despidiéramos en el camarote. Me reuní de nuevo con su padre en cubierta y…
—Un momento, señor —volvió a interrumpir Gallaho con un gruñido—. ¿En qué lado de la cubierta se encontraban? ¿En la que daba al mar o en la que daba a tierra?
—En la que daba al mar.
—¿Entonces no puede saber quién desembarcó en los siguientes cinco minutos?
—Me temo que no, señor.
—Muy bien. Continúe.
—Observé cómo zarpaba el Oxfordshire —continuó Sterling— con la esperanza de que apareciera Fleurette, pero no lo hizo. Entonces regresé al hotel, comí algo, y por la tarde tomé el Riviera Express de regreso a París. Esperaba encontrar un mensaje en el Hotel Meurice, pero no fue así.
—¿Sabía Petrie que se alojaba en el Meurice?
—No, pero Fleurette sí.
—¿Dónde estuvo cuando salió del hotel?
—En el Chatham, el pub favorito de Petrie.
—Está bien. Continúe.
—Comí y pasé la tarde con unos amigos que viven en París. Cuando regresé al hotel seguía sin haber ningún mensaje. He venido a Londres esta mañana, o mejor dicho, puesto que ya es más de medianoche, ayer por la mañana. En Boulogne me aguardaba un mensaje por radio. Lo habían enviado desde el Oxfordshire… —Sterling hizo una pausa mientras se pasaba los dedos por el pelo—. Decía que Fleurette no se hallaba a bordo y me pedían que me pusiera urgentemente en contacto con usted, sir Denis. También decía que el doctor esperaba poder ser trasladado a un barco que volviera…
—Un cúmulo de desgracias —murmuró Nayland Smith—. Ya ve: ambos estuvimos ilocalizables temporalmente. De todas formas, tengo noticias más recientes. Petrie ha podido tomar otro barco, un transatlántico alemán que llegará a Marsella esta noche.
Sonó el teléfono. El inspector Watford descolgó el auricular y dijo:
—Sí. —Escuchó y luego añadió—: Pásemelo.
Miró a Nayland Smith.
—Es el agente que está vigilando la casa del profesor Ambroso —informó, con un tono de excitación en la voz.
Hubo un largo silencio durante el que todos observaron al hombre sentado frente a la mesa. Smith fumaba con fruición. Sterling, demacrado bajo su tez morena, observaba todos los rostros sin cesar. El inspector jefe Gallaho se quitó el sombrero, que le iba algo pequeño, y se lo volvió a colocar. Entonces:
—Hola, sí. El oficial al mando al habla. ¿Qué hay? —Se oyó el rumor de una voz distante—. ¿Dice que se encuentra en el interior de la casa? Espere un segundo.
—El agente que está de guardia ha oído un grito de socorro —explicó—. Logró abrirse camino entre la niebla. La puerta estaba abierta y ahora se halla en el vestíbulo. Dice que la casa está vacía.
—¡Demasiado tarde! —Era la voz de Nayland Smith—. ¡Ha vuelto a engañarme! Dígale a su hombre que no se mueva, inspector. Reúna a todos los hombres disponibles y métalos en el segundo coche. Vamos, Gallaho. Sterling, ¡venga con nosotros!