2. LA VENUS DE PORCELANA

Aquella extraña niebla que cubrió gran parte de Europa, y que anunció y marcó el inicio del Año Nuevo, fue la responsable de muchos acontecimientos extraños y de otros horribles, como el descarrilamiento del expreso París-Estrasburgo y el trágico accidente de un buque de pasajeros de la Imperial Airways. El triunfante demonio de la niebla también era el responsable del apuro en el que se encontraba P. C. Ireland.

Un gran coche de la brigada móvil de Scotland Yard, provisto de unos faros antiniebla especiales, estaba aparcado en la puerta de la comisaría de Wandsworth. Y en el despacho del inspector se desarrollaba una conversación que, si P. C. Ireland hubiera podido escuchar, habría hecho comprender a ese inteligente agente de policía la importancia de su solitaria vigilia.

El inspector de división Watford era un hombre de cabello cano, aspecto distinguido y aire militar. Estaba sentado tras una gran mesa y miraba de forma alternativa a sus dos visitantes. De ellos, uno, el inspector jefe Gallaho del departamento de investigación criminal, era conocido por todos los agentes de las fuerzas policiales metropolitanas. Se trataba de un hombre fornido y perfectamente afeitado, de rostro rubicundo y expresión feroz, que llevaba un abrigo azul abrochado hasta el cuello y un bombín de ala ancha. Permanecía inmóvil, con un codo apoyado encima de la mesa, mientras observaba al hombre que había acudido con él desde Scotland Yard.

El segundo hombre, alto, delgado y con una tez tostada que revelaba una larga estancia en el trópico, llevaba un abrigo de cuero sobre un traje de mezclilla muy gastado. No llevaba sombrero, y su cabello canoso, muy corto y ondulado, despertaba la envidia del inspector del distrito; su cabello era del mismo color, pero hacía años que se le había empezado a caer. El hombre del abrigo de cuero estaba fumando en pipa y paseaba sin descanso de un lado al otro del despacho. El inspector se sentía un tanto impresionado por este visitante, que no era otro que el exayudante del inspector jefe, sir Denis Nayland Smith. Algo importante estaba sucediendo. De pronto, sir Denis se paró frente a la mesa, se sacó la pipa que llevaba entre los dientes y dijo:

—¿Ha oído hablar alguna vez del doctor Fu-Manchú? —preguntó mientras miraba fijamente a Watford.

—Por supuesto, señor —dijo este mientras le miraba asombrado—. Mi predecesor en esta división trabajó en el caso hace algunos años. Por mi parte —dijo, y sonrió tímidamente—, siempre lo he considerado lo que llamaríamos una marca registrada.

—¿Una marca registrada? —repitió Nayland Smith—. ¿A qué se refiere? ¿A que ese hombre no existe?

—Algo así, señor. Me refiero a que, en realidad, ¿no es Fu-Manchú el nombre de una especie de organización política como la Mafia o la Mano Negra?

Nayland Smith rió brevemente y miró al hombre de Scotland Yard.

—Él es el jefe de esa organización —contestó—, pero la organización tiene otro nombre. Existe un doctor Fu-Manchú y se encuentra en Londres. Por eso estoy aquí esta noche.

El inspector le miró de hito en hito y luego dijo:

—De acuerdo. ¿Y debo entender que existe alguna relación entre este Fu-Manchú y el profesor Ambroso?

—No lo sé —dijo Nayland Smith—, pero pretendo descubrirlo esta misma noche. ¿Qué puede decirme del profesor? Vive en su zona.

—Sí, señor. —El inspector asintió con un movimiento de cabeza—. Posee una gran casa con estudio en la parte norte del Common. Hemos recibido órdenes en varias ocasiones para que le proporcionemos una protección especial.

Nayland Smith asintió y volvió a ponerse la pipa en la boca.

—Yo no lo he visto jamás y tampoco conozco su trabajo. Está fuera de mi zona. Pero tengo entendido que, a pesar de que es italiano de nacimiento, tiene la nacionalidad británica. Por qué quiere que le protejan es algo que no sé, pero realmente me gustaría saberlo. Si alguien puede decírmelo…

Sir Denis miró al hombre de Scotland Yard.

—Ponga al inspector al corriente de todo —ordenó—. Es evidente que no sabe nada.

Watford puso las manos sobre la mesa y miró al conocido detective inquisitivamente.

—Bueno, esto es lo que ha ocurrido —empezó a decir Gallaho en un tono de voz bajo—: al parecer a usted le importa, así que empezaré por admitir que a mí no. El profesor Ambroso ha estado fuera durante algún tiempo, supervisando la producción de un nuevo tipo de estatua en los talleres de Sévres, a las afueras de París. Creo que se trata de una escultura de tamaño natural y más o menos coloreada. Desde que tuve noticias de ello, he ido leyendo artículos sobre esta cuestión, en los periódicos, pues al parecer ha creado cierta sensación en los círculos artísticos. Bien. El profesor la llevó a una exposición internacional en Niza. Esta muestra terminó hace una semana, y la figura, que lleva por título La Venus dormida, fue trasladada de nuevo a París, y de París a Londres.

—¿Fue también el profesor?

—Sí. Y en París pidió protección policial.

—¿Por qué?

—No me lo pregunte a mí. Soy yo quien se lo pregunta. Los franceses enviaron a un hombre a Boulogne en el tren que transportaba la figura. Luego nos hicimos cargo nosotros. Ahora hay un hombre de servicio en la puerta de su casa, ¿no es cierto?

—Sí. Y la niebla es tan densa que es imposible relevarlo.

Nayland Smith había empezado de nuevo a ir de un lado a otro.

—Se le relevará cuando llegue el otro coche —dijo con brusquedad mirándoles por encima del hombro—. Debería haber ido directamente, pero estoy ansioso por interrogar a alguien. He quedado en que me lo traerían aquí.

Era evidente que se encontraba bajo una gran tensión nerviosa. Alguna duda espantosa oprimía a aquel hombre.

—Ésta es la historia —siguió Gallaho—. El profesor y su estatua llegaron el viernes por la tarde con el Golden Arrow, cuando empezaba a aparecer la niebla. Iba con dos ayudantes extranjeros y había alquilado una furgoneta. Un hombre vestido con prendas sencillas se encargó de las gestiones y, por lo que sé, la caja que contenía la estatua llegó a casa del profesor hacia las nueve en punto el viernes por la noche. —Entonces, sin saberlo, se hizo eco de un pensamiento del agente Ireland—: No comprendo para qué demonios querría alguien robar una estatua.

—Yo tampoco entiendo —dijo rápidamente Nayland Smith— por qué estoy aquí esta noche para examinar esa obra de arte.

Watford mostró una expresión patéticamente perpleja.

—No parece haber ningún motivo —confesó.

—No —gruñó Gallaho—. Y todavía habrá menos cuando le diga que esta tarde hemos recibido un telegrama de la policía italiana en el que nos avisaban de que habían visto al profesor Ambroso en el jardín de su casa de Capri ayer por la mañana.

—¿Qué?

—¿Cómo? —exclamó Gallaho—. Al parecer hemos estado protegiendo al hombre equivocado…

—¡Bendito sea Dios! —El rostro de Watford mostraba un gran desconcierto—. ¿Opina lo mismo, señor…?

—Se volvió hacia Nayland Smith. —Me refiero a que no creerá que el profesor Ambroso…

—Bueno —dijo Gallaho—, continúe.

—No, por supuesto, ¡si lo han visto vivo! ¡Por todos los Santos! —Se volvió de nuevo hacia sir Denis, que cada vez caminaba más deprisa de un lado para otro—. ¿Y qué tiene que ver Fu-Manchú con todo esto?

—Es una larga historia —contestó Smith—. Y hasta que no haya entrevistado al profesor, o a la persona que se hace pasar por él, no puedo estar seguro de que tenga algo que ver.

Se oyeron unos golpes en la puerta y entró un agente.

—Ha llegado el otro coche, señor —le dijo a Watford—, y un tal señor Preston que pregunta por sir Denis Nayland Smith.

—Dígale que entre —dijo Watford.

Al cabo de un momento, entró en el despacho un hombre joven que trajo consigo la humedad de la niebla del exterior. Llevaba un pesado abrigo de mezclilla, una bufanda blanca y un sombrero. Tenía el rostro enrojecido y unos brillantes ojos azules. Parecía alegre y de buen carácter. Estornudó varias veces y sonrió a modo de disculpa.

—Me llamo Nayland Smith —dijo sir Denis—. ¿Quiere sentarse?

—Gracias, señor —contestó, y se sentó—. Es una noche horrible para sacar de casa a un colega, pero no tengo ninguna duda de que se trata de algo muy importante.

—Así es —dijo Nayland Smith—. Le retendré el menor tiempo posible.

Gallaho se volvió lentamente y clavó su observadora mirada en el recién llegado. El inspector de división Watford miró a Nayland Smith.

—Por lo que sabemos —continuó éste—, el viernes usted estaba de servicio en la estación Victoria cuando el expreso París-Londres, el Golden Arrow, llegó.

—Así es, señor.

—¿Es obligatorio inspeccionar el equipaje de este tren a su llegada a Victoria?

—Sí, lo es.

—Uno de los pasajeros era el profesor Pietro Ambroso, acompañado por dos ayudantes o trabajadores, que llevaba una caja grande que contenía una estatua. ¿Abrió usted esa caja?

—Así es. —A Preston le brillaron los ojos. Estornudó, se sonó la nariz y sonrió a modo de disculpa—. Había un detective en servicio especial que había viajado con el profesor y que parecía ansioso por terminar el trabajo. Sugirió que la inspección no era necesaria. Pero —dijo, y sonrió—, yo quería echarle un vistazo a la estatua. El profesor se mostró desagradable, pero…

—Descríbame al profesor —le pidió Nayland Smith.

Preston le miró sorprendido por un momento, pero contestó:

—Es un hombre mayor, alto, muy encorvado, con barba y bigote blancos. Llevaba quevedos, una extraña capa negra y un sombrero de ala ancha también negro. Hablaba con un ligero acento italiano y resultaba aterrador…

—Una descripción admirable —comentó Nayland Smith con su mirada penetrante clavada casi de un modo febril en aquel hombre—. Gracias a Dios es usted un hombre observador. ¿Recuerda el color de sus ojos?

Preston negó con un movimiento de cabeza mientras reprimía un estornudo.

—Parecía medio ciego. Miraba con los ojos entornados.

—Bien. Continúe. La estatua.

Preston estornudó. Luego sonrió alegremente como solía hacer.

—Me costó Dios y ayuda abrir la caja —prosiguió—. Pero logré abrirla por una esquina. ¡Caramba! —exclamó—. Me quedé asombrado. La figura iba en una especie de envoltorio, y había una segunda caja de cristal. ¡Me llevé la sorpresa más grande de mi vida!

—¿Por qué? —preguntó Gallaho.

—Bueno, había leído algo sobre La Venus dormida en la prensa. Pero no estaba preparado para ver lo que vi. En serio, era increíble y, si se me permite, incluso inquietante.

—¿En qué sentido? —soltó Nayland Smith.

—Bueno, se trata de la figura de una chica preciosa dormida. No era reluciente como esperaba, pues había oído que se trataba de una figura de porcelana. Parecía una mujer auténtica. Y estaba coloreada para darle naturalidad. Me refiero a las uñas de los dedos de la mano y de los pies y a todo, ¡por todos los Santos!

—Parece que vale la pena verla —dijo Gallaho.

Nayland Smith buscó en un gran bolsillo del abrigo de cuero y extrajo una gran fotografía. La colocó sobre la mesa del inspector, bajo la lámpara. Preston se levantó y Gallaho se acercó a la mesa. En la habitación había restos de niebla, que competían por la supremacía con el humo de la pipa de Nayland Smith. La fotografía era la de una figura desnuda, tal y como Preston la había descrito. Era una estatua exquisita; la figura de una chica muy relajada, como dormida.

—¿La reconoce? —preguntó Nayland Smith.

Preston se acercó un poco más para examinarla mejor.

—Sí —contestó—. Es ella; es la misma. O eso parece. —La examinó con más detenimiento—. ¡Demonios! No estoy seguro.

—¿Qué diferencias encuentra? —le apremió Nayland Smith.

—Bueno… —dudó Preston—. Supongo que es por el colorido. Pero la estatua era mucho más bonita que esta fotografía.

Alguien llamó a la puerta y el agente entró en la habitación.

—Ha llegado el tercer coche, señor —informó a Watford—, y un señor llamado Alan Sterling está aquí.