Reba quería que yo llamase a Beck. Al final encontramos una cabina enfrente de un supermercado: era una isla de claridad donde unas frías luces fluorescentes se reflejaban en la brillante pintura de la docena de coches estacionados en el aparcamiento. Yo solía hacer mi compra semanal allí. Nada deseaba tanto como comprar leche y huevos e irme a casa.
Reba dejó un puñado de monedas y un papel con el número de teléfono particular de Beck y el de la oficina en el estante de metal debajo del teléfono.
—Prueba primero en su casa. Si contesta Tracy, quizá piense que tiene una amiga —dijo.
—La tiene. Se llama Onni.
—De eso probablemente ya está enterada. Hablo de una nueva amante. ¿Por qué no le hacemos la pascua, ahora que podemos?
—Pensaba que las mujeres éramos más sensibles.
—Yo que tú no apostaría por eso.
—¿Y qué tengo que decirle? —Descolgué el auricular.
—Cítalo en el aparcamiento de East Beach dentro de un cuarto de hora. Si nos entrega a Marty, tendrá el ordenador.
Sostuve el auricular contra el pecho.
—No lo hagas, por favor —le rogué—. ¿Qué va a impedirle quitarte ese trasto sin más? Ni siquiera tienes pistola.
—Claro que no tengo pistola. Soy una exconvicta. No puedo llevar armas —dijo como si le ofendiese la sola idea.
—¿Y si Beck viene armado?
—Nunca ha tenido pistola. Además, estará a la vista de todos. Cualquiera que pasee por Cabana Boulevard puede vernos. Trae. Dámelo.
Agarró el auricular y me lo acercó al oído; a continuación tomó unas monedas y las introdujo en la ranura. Además del tono de marcado, hubiera jurado que oí el zumbido de la electricidad que recorría mi cuerpo. Se me aceleró el corazón y mis entrañas parecían una caja de fusibles con todos los cables cortocircuitados. Para no perder tiempo, marcó ella misma el número particular de Beck. Al primer tono, Reba arrimó la cabeza a la mía y ladeó el auricular para escuchar.
—Esto parece el instituto. No me gusta nada —me quejé.
—¿Puedes callarte? —farfulló Reba.
Beck descolgó al tercer tono.
—Sí —dijo.
Yo tenía la boca seca.
—Beck, soy Kinsey.
—¡Maldita sea! ¿Dónde está Reba? La muy zorra… Quiero lo que es mío y más vale que se dé prisa.
Reba me quitó el auricular y se permitió su tono más almibarado, ahora que lo tenía cogido por las pelotas.
—Hola, encanto. ¿Qué tal? Estoy aquí mismo.
Fuera cual fuese la respuesta de Beck, debió de ser áspera, porque ella se echó a reír de pura satisfacción.
—¡Vaya, vaya, vaya! No seas tan desagradable. He pensado que deberíamos vernos y charlar un rato.
Con la mirada fija en el extremo opuesto del aparcamiento, esperé mientras ella exponía su proposición y la naturaleza del trato. Después acordaron el lugar de encuentro, no sin antes pelearse para ver quién se salía con la suya. La caseta de baño de East Beach, en la esquina de Cabana Boulevard y Milagro, era el sitio donde yo daba la vuelta cuando corría por las mañanas. Incluso de noche, se trataba de una zona abierta y bien iluminada, y en la otra acera, frente a la entrada del aparcamiento, se hallaba el hotel Santa Teresa Inn. Había un pequeño solar abandonado en el extremo opuesto del edificio, pero Reba optó por el espacio más público de los dos. Esto reveló un sentido común poco habitual en ella. Insistió en que el encuentro tuviese lugar en quince minutos, y él juró que no podía llegar allí en menos de media hora. Reba terminó accediendo. Un punto a favor de él. Yo estaba intranquila porque me temía que cuanto más tiempo le diese, más probabilidades tendría de buscar refuerzos. También eso debería habérsele ocurrido.
—Una cosa más, Beck. Si traes a alguien, aparte de Marty, vas a enterarte… Sí, vale, lo mismo digo, mierdecilla. —Colgó el teléfono con brusquedad y hundió las manos en los bolsillos de la cazadora—. Dios mío, lo odio. ¡Vaya un tarado!
Descolgué e hice ademán de tomar unas monedas.
—Voy a llamar a Cheney.
Me arrebató el auricular y lo devolvió a la horquilla.
—No quiero a Cheney en esto. No quiero a nadie excepto nosotras.
—No puedo hacer una cosa así. Tú y Beck podéis jugar a lo que os apetezca, pero yo me apeo —dije.
—Ah, muy bien. Pues vete a paseo. Llévame hasta mi coche y quedas libre. —Se volvió y se alejó.
Yo había albergado la esperanza de inducirla a pedir ayuda, pero Reba no estaba dispuesta a ceder. Parpadeé con la mirada fija en la acera. ¿Qué opciones tenía? Hacerlo a su manera o arriesgarme… ¿a qué? ¿A que muriese o sufriera algún daño? Como Marty había robado el ordenador, ella daba por supuesto que Beck había mandado a los secuestradores, pero ¿y si se equivocaba? Podía haberlo hecho Salustio Castillo, que tenía también mucho que perder. Lo de Beck podía ser un farol. Tal vez no tuviese la menor idea de dónde retenían a Marty, y entonces ¿qué? Le bastaba con agarrar la maleta, ¿y cómo íbamos a impedírselo nosotras? O, más exactamente, ¿cómo iba a impedírselo yo? Imposible. No obstante, Reba sabía que no la abandonaría. Había demasiado en juego.
La seguí a mi pesar. Las portezuelas del coche estaban cerradas con llave, y ella, mirando en otra dirección, esperó a que yo entrase y echase el bolso en el asiento trasero. Una vez sentada al volante, me incliné hacia la portezuela de su lado y la abrí. Reba entró y permanecimos allí en silencio. Con las manos en el volante, dejé pasar el tiempo a la vez que me devanaba los sesos buscando alternativas.
—Tiene que haber una mejor forma de resolverlo —argumenté.
—Genial. Soy toda oídos —dijo.
Pero no tenía respuesta alguna. El encuentro se había concertado a las once de la noche, y faltaban poco más de veinticinco minutos. En rigor, teníamos tiempo de sobra para pasar por el estudio y recoger mi pistola. Casi me di de cabezazos contra el volante. ¿En qué estaba pensando? La pistola estaba descartada. No iba a disparar contra nadie. ¿Por un ordenador? ¡Qué absurdo!
Aunque…, coño…, si Marty tenía pinchado el teléfono de su casa, el FBI debía de haber pinchado también las líneas de Beck. Seguramente uno de sus agentes había escuchado la discusión entre Beck y Reba, así que quizás habían tomado nota y la caballería iba ya de camino.
Con el rabillo del ojo, vi que Reba consultaba el reloj a la vez que decía:
—Tictac… Tictac. Estamos perdiendo el tiempo.
—¿Y dónde ha tenido a Marty todo este tiempo?
—No lo ha dicho. Supongo que no muy lejos.
Sacudí la cabeza en un gesto de frustración.
—Me cuesta creer que me haya prestado a una cosa así. —Hice girar la llave de contacto y di marcha atrás—. Al menos dediquemos un momento a inspeccionar la zona. ¿O ya lo has hecho?
—La verdad es que no. ¿Para qué? Tú eres la experta.
El viaje se me hizo interminable. Atajé hasta la autovía para ir más deprisa. Error garrafal. Debido a un accidente en uno de los carriles en dirección norte, la circulación era densa y las luces de posición se sucedían en dos largas filas. Veía los destellos allí donde habían confluido la policía de carreteras y los vehículos de emergencia. De hecho, en nuestro lado no había ningún obstáculo, pero estábamos completamente parados porque la gente se detenía a curiosear.
Una vez en la salida de Cabana Boulevard, llegaríamos en un minuto. Admito que en los últimos dos kilómetros pisé a fondo el acelerador con la esperanza de que un policía nos viese y nos detuviera. Pero no hubo suerte. El mar quedaba a la derecha, separado de la carretera por la playa, un carril bici y una ancha franja de hierba salpicada de palmeras. A la izquierda, dejamos atrás una serie de moteles y restaurantes. Los turistas pululaban por la acera; por una vez, verlos era reconfortante.
En Milagro, entré en el aparcamiento acordado. No se veía ningún coche, lo que significaba (quizás) que si Beck traía a sus matones, al menos no habían llegado antes que nosotras. Reba me dijo que fuese hasta el fondo del aparcamiento y diese la vuelta para regresar a la entrada. Seguí sus instrucciones y, maniobrando marcha atrás, ocupé una plaza con el coche de cara a la calle por si era necesario marcharse precipitadamente. Salimos del coche. Echó el asiento hacia delante y sacó la maleta. Extendió el asa y tiró de la maleta para colocarla frente al coche.
—Que Beck sepa que vamos al grano —afirmó.
A nuestras espaldas, las olas batían contra la arena, cobrando impulso antes de romper en la orilla. El agua tenía un color negro intenso con una fina pátina blanca allí donde la luna hería las crestas de las olas. Una brisa húmeda me alborotaba el cabello y me agitaba las perneras de los vaqueros. Di media vuelta y recorrí la playa con la mirada, saltando de un pie a otro para calentarme. En apariencia, estábamos solas.
Reba se apoyó en el guardabarros delantero y encendió un cigarrillo. Tras diez minutos, miró el reloj por enésima vez.
—¿A qué viene esto? ¿Quiere el ordenador o no?
Al otro lado de la calle, los huéspedes del hotel Santa Teresa Inn se detenían a la entrada. Había dos aparcacoches y varios transeúntes. En el restaurante de la segunda planta, las mesas estaban dispuestas a lo largo de un ventanal curvo. Se veía a los comensales, pero, siendo ya noche cerrada, dudaba que estos nos distinguiesen a nosotras. Un coche patrulla blanco y negro se acercó, dobló a la derecha en Milagro y aceleró. Noté que mis esperanzas crecían antes de desvanecerse.
—Deberíamos marcharnos de aquí —dije—. Esto no me gusta.
Volvió a consultar su reloj.
—Todavía no. Si a las once y media aún no ha aparecido, ahuecamos el ala.
A las 23:19 dos coches entraron despacio en el aparcamiento. Reba tiró el cigarrillo y lo pisó.
—El de delante es el coche de Marty —informó—. El segundo es el de Beck.
—¿Ves a Marty al volante?
—No lo sé. Parece él.
—Bien. Ahora tranquila. Acabemos de una vez con esto —dije.
Reba cruzó los brazos; no sabría decir si por el frío o por la tensión. Ya dentro del aparcamiento, el coche de Marty giró a la izquierda, trazó un círculo como habíamos hecho nosotras antes y regresó despacio. Se detuvo a diez metros de distancia y allí permaneció, al ralentí, mientras Beck paraba cinco metros más cerca. Los dos pares de faros formaron una hilera de intensos puntos de luz. Levanté una mano para protegerme los ojos. Vi a Beck al volante de su coche, pero no tenía tan claro que el segundo conductor fuese Marty. Transcurrió un minuto. Reba, nerviosa, cambió de posición.
—¿Qué hace? —susurró.
—Reba, vámonos. Aquí pasa algo raro.
Beck salió del coche. Se quedó de pie junto a la portezuela abierta, su atención fija en la maleta con ruedas. Vestía una gabardina oscura, abierta de arriba abajo, con los faldones ondeando al viento.
—¿Es eso? —dijo Beck.
—No, no lo es. Si te parece, he decidido marcharme del pueblo —contestó Reba.
—Tráela aquí y le echaremos un vistazo.
—Dile a Marty que salga para que podamos verlo.
—¡Eh, Marty! —gritó Beck por encima del hombro—. Saluda a Reeb. Cree que eres otra persona.
El conductor del coche de Marty nos saludó con el brazo e hizo parpadear los faros. A continuación revolucionó el motor igual que haría un piloto al principio de una carrera. Toqué el brazo a Reba y, con voz entrecortada, grité:
—¡Corre!
Me precipité hacia la izquierda mientras el coche de Marty, con un chirrido de neumáticos, se ponía en marcha y aumentaba la velocidad en dirección a nosotras. Reba agarró el asa de la maleta y me siguió a trompicones. La maleta se tambaleó sobre la superficie irregular del aparcamiento y finalmente se volcó. Ella siguió arrastrándola hacia la calle. Oí el roce en el pavimento. La dichosa maleta era un lastre peor que un ancla en nuestro intento de escapar.
—¡Reba, déjala! —grité a pleno pulmón.
El conductor del coche de Marty pisó el freno y giró el volante de modo que la parte trasera del vehículo se deslizó a un lado y no chocó contra el VW de milagro. Dos hombres saltaron del interior: el conductor y otro hombre que apareció súbitamente del asiento trasero, donde se había escondido.
Beck permaneció con las manos en los bolsillos, observando con indiferencia a Reba mientras dejaba la maleta y se alejaba a todo correr. Los dos hombres eran rápidos. Ella había recorrido una distancia insignificante cuando uno le hizo un placaje desde atrás y ambos cayeron al suelo.
Me di la vuelta y me encaminé hacia allí. No tenía ningún plan. La maleta me importaba una mierda, pero no iba a abandonar a Reba a su suerte. Ella forcejeaba, lanzando puntapiés al tipo que la había derribado. Él le asestó un puñetazo en la cara. Con la sacudida, se golpeó la cabeza contra el asfalto. Lo alcancé cuando levantaba el puño para golpearla de nuevo. Me aferré firmemente a su brazo derecho con los míos. El otro tipo me agarró por detrás. Me inmovilizó los brazos a los costados y me alejó de su compañero llevándome en volandas. Alargué el cuello para ver a Reba, que se había vuelto de costado. La observé mientras intentaba incorporarse apoyándose en manos y rodillas. Parecía aturdida y la sangre le manaba de la boca y la nariz. El tipo que la había golpeado se volvió hacia mí. Me levantó los pies y, entre los dos, me llevaron al coche de Marty. Arqueé la espalda, tratando de liberarme, pero él se limitó a sujetarme con más fuerza y no pude hacer nada.
Beck se acercó al coche de Marty y abrió una de las portezuelas traseras. El tipo que me tenía aprisionada entre sus brazos cayó en el asiento trasero y me arrastró consigo. Se revolvió; yo quedé debajo de él, con la cara contra la tapicería. Su peso me oprimía de tal modo que no podía respirar. Pensé que mis costillas cederían y se me aplastarían los pulmones. Intenté gemir, pero sólo conseguí emitir un grito ahogado.
—Apártate de ella —ordenó alguien.
El tipo me hincó un codo en la espalda al levantarse. Simultáneamente, me agarró la muñeca izquierda y me retorció el brazo hacia atrás a la vez que me empujaba la cabeza hacia el suelo. Tenía ante mis ojos las alfombrillas del coche, a unos quince centímetros de la nariz. Alguien me dobló las piernas y cerró la portezuela. Al instante, se oyó el golpe de la portezuela del coche de Beck al cerrarse. Puso el motor en marcha mientras el conductor del coche de Marty se sentaba al volante, cerraba la portezuela y arrancaba. No hubo chirridos de frenos ni nada que llamase la atención. Que yo supiese, Reba seguía tumbada en el asfalto, intentando restañar la hemorragia de la nariz. Yo había alcanzado a ver a mi acompañante en el asiento trasero, que llevaba un parche de gasa blanca sujeto al ojo izquierdo con esparadrapo. Dos contusiones de intensos colores rojo y morado surcaban su mejilla como brochazos. Debía de haber estado a punto de sacarle el ojo con la pata de la silla, y por eso probablemente se había ensañado tanto al atacarme.
Me concentré en el trayecto en coche. Supuse que los dos vehículos circulaban uno detrás del otro. Pensé en los secuestros que había visto en las películas, y en cómo la heroína comprendía su destino final por el sonido de las ruedas al cruzar la vía de un tren o el ululato de una sirena a lo lejos. Yo básicamente oía la respiración entrecortada de mi acompañante. Por lo visto, ninguno de los dos estaba en buena forma. O, quizás, más halagüeño para nosotras, Reba y yo habíamos ofrecido más resistencia de la que preveían.
Doblamos a la izquierda por Cabana Boulevard y seguimos a marcha lenta durante menos de un minuto hasta detenernos. Supuse que era el semáforo del cruce de State Street con Cabana. El conductor encendió la radio y la música llenó el coche, una voz masculina que cantaba: «I want your sex…».
Mi nuevo mejor amigo dijo:
—Quita esa mierda.
—Me gusta George Michael —dijo el conductor, pero la radio se apagó.
—Baja la ventanilla. A ver qué quiere Beck.
Imaginé a Beck en el carril contiguo, haciendo un gesto rotatorio e inclinándose sobre el asiento de su coche para hablar. Molesto, nuestro conductor farfulló:
—Vale, vale. Ya lo he entendido. Eso estoy haciendo. —Y dirigiéndose a su compañero del asiento trasero—: Él tiene la tarjeta de acceso, así que en principio debemos seguirlo nosotros. ¿Cuántas veces tiene que repetirlo?
A lo lejos, tenuemente, oí que se acercaban unas sirenas cuyo sonido aumentó y acabó dividiéndose en dos. «Que sean dos coches de policía, por favor», pensé.
Intenté volver la cabeza con la esperanza de ver algo por la ventanilla, pero no conseguí más que un violento tirón en el brazo. Las sirenas estaban casi a nuestra altura. Vi las luces estroboscópicas de dos coches patrulla que pasaron en rápida sucesión. Las sirenas se alejaron por Cabana Boulevard; el volumen disminuyó hasta desvanecerse por completo. «Olvídate de la ayuda en carretera», rectifiqué.
Torcimos a la derecha en lo que supuse que era Castle Street. Cuando aminoramos la velocidad para detenernos por segunda vez, imaginé que se trataba del semáforo de Montebello Street. Nos pusimos de nuevo en marcha y avanzamos a unos quince kilómetros por hora. Oí la reverberación hueca de la calzada al pasar por debajo de la autovía. Subimos por la pendiente del otro lado, que nos llevaba hasta Granizo Street. Luego a la izquierda por Chapel Street. Debíamos de dirigirnos a la oficina de Beck, que se hallaba a sólo un par de manzanas de allí. Sabía que las tiendas del centro comercial estarían cerradas y también los bloques de oficinas. La «tarjeta» que el conductor había mencionado probablemente accionaba la barrera mecánica del aparcamiento subterráneo. Como preveía, noté que el coche reducía la velocidad y doblaba a la derecha para bajar por una rampa. A esa hora, el aparcamiento estaría vacío. Atravesamos de punta a punta aquel cavernoso espacio y el coche se detuvo. Beck debía de haber aparcado enfrente, porque oí el portazo de su vehículo antes de que nuestro conductor tuviese ocasión de apagar el motor.
Me sacaron del asiento trasero sin contemplaciones y me pusieron de pie. Albergaba la esperanza de cruzar una mirada con Beck, establecer un contacto, pensando que tenía más opciones de persuadirlo a él que a los matones que me flanqueaban. Él, inexpresivo, evitó mi mirada. Esperamos mientras abría el maletero de su coche y extraía la maleta con ruedas. Tras el accidentado recorrido a rastras por el asfalto, la maleta tenía arañazos grises y arena de la playa incrustada en ambos lados. El asa se había partido. Beck la tumbó en el suelo y se arrodilló junto a esta. Descorrió la cremallera y la abrió. Estaba vacía.
La miré fijamente como si intentase descubrir el truco del juego de magia. Reba me había enseñado el ordenador. Estaba allí dentro hacía menos de una hora… ¿Adónde había ido a parar? Sólo nos habíamos separado cuando la dejé en el callejón para ir a buscar mi coche. Debía de haber aprovechado mi ausencia para sacar el ordenador y guardarlo en el maletero del suyo. De ahí se desprendía, pues, que había previsto la traición de Beck y se le había adelantado. Del mismo modo, él debía de haber sabido que ella se la jugaría. En caso contrario, ¿por qué me habían secuestrado?
Beck se irguió y, con expresión pensativa, empujó la maleta con la puntera del zapato. Yo esperaba una reacción colérica; sin embargo, parecía desconcertado. Quizá le complacía que Reba llevase el conflicto a tales extremos, imaginando que así su victoria final sería más dulce. Dio media vuelta y se dirigió hacia los ascensores.
Los tres lo seguimos. Nuestros pasos resonaron como las pezuñas de una manada de animales en un inmenso espacio vacío. El tipo de la herida en el ojo mantenía una presión constante en el brazo que me había retorcido tras la espalda. Al menor movimiento, se me desgarraría como el ala de un pollo asado. Las puertas del ascensor se abrieron y los cuatro entramos. Beck pulsó el botón. Las puertas se cerraron y el ascensor empezó a subir.
—¿Por qué me has traído aquí? —pregunté.
—Para que Reba sepa dónde encontrarme —dijo Beck—. Por si no te has dado cuenta, nos hemos enzarzado en una pequeña batalla de ingenio.
—Es difícil pasarlo por alto.
Beck me dirigió una breve sonrisa.
Las puertas se abrieron en la planta baja. Salimos al edificio Beckwith y cruzamos el vestíbulo de mármol hacia los ascensores públicos que nos conducirían a la cuarta planta. Me volví para mirar a Willard, sentado tras su mostrador. Nos observó sin hacer comentarios, con el rostro tan agraciado e inexpresivo como siempre. Le lancé lo que, esperaba, se interpretase como una mirada suplicante, pero no recibí nada a cambio. ¿Cómo era posible que un hombre tan atractivo tuviese tan poca vida en los ojos? ¿Acaso no veía lo que ocurría? Beck era su jefe. Tal vez le pagaba generosamente para que hiciese la vista gorda.
Subimos a la cuarta planta. Las puertas del ascensor se abrieron y revelaron la oficina bañada en luz artificial, en que los colores deslumbraban como los de una película de dibujos animados de Disney. Las largas tiras de moqueta verde, los luminosos cuadros abstractos alineados en el pasillo, las plantas saludables, el mobiliario moderno… Yo esperaba que me llevasen al despacho de Beck, pero dobló el recodo en dirección al montacargas. Pulsó el botón y las puertas se abrieron. Se acercó a la pared del fondo y apartó el revestimiento de tela acolchada gris. Marcó la clave en el teclado numérico instalado en la pared del ascensor. Se abrió la puerta de la contaduría. Beck le dio al botón para dejar el montacargas en espera y se hizo a un lado. Se volvió y se quedó mirándome. Tenía las manos en los bolsillos de la gabardina. Nadie pronunció una sola palabra.
De soslayo, vi las máquinas de contar y fajar. Al instante advertí que habían vaciado todas las cajas de cartón de billetes sueltos y que ahora estos se hallaban amontonados en fajos sobre la repisa. También reparé en Marty. Lo habían atado a una silla y golpeado hasta dejarlo casi irreconocible. La cabeza le caía sobre el pecho. Incluso sin verle la cara, supe que estaba muerto. Tenía la mejilla hinchada y marcada, y sangre seca, ya casi negra, en el nacimiento del pelo. Le había salido sangre de los oídos, que se había coagulado en el cuello de la camisa. Ahogué un grito y sacudí la cabeza para no verlo. Me traspasó una punzada de dolor, como si me hubiesen disparado con un arma de electrochoque. Se me humedecieron las palmas de las manos y me recorrió una oleada de calor. Sentí que la sangre abandonaba mi cabeza. Me flaquearon las piernas. El hombre del parche en el ojo me sostuvo de pie. Beck pulsó un botón y las puertas de la contaduría se cerraron.
Con paso vacilante, me dejé llevar al despacho de Beck, donde me hundí en el sofá y posé la cabeza entre las manos. La imagen de Marty era como una fotografía que ahora veía en negativo, unas luces y sombras invertidas. Una conversación se desarrollaba por encima de mi cabeza: Beck daba instrucciones a los dos matones para que sacasen el cuerpo de allí y lo hiciesen desaparecer. Supe que lo bajarían en el montacargas hasta la planta baja, donde podían llevarlo a rastras por el corredor de servicio y sacarlo al garaje. Lo meterían en el maletero de su coche y abandonarían el cadáver junto a la carretera. Era extraño: yo había visto en sus ojos ese final, esa muerte, pero había sido incapaz de intervenir.
Se me nubló la visión. La oscuridad estrechó el cerco y tuve esa curiosa sensación en los oídos —un ruido blanco— que indicaba que estaba a punto de perder el conocimiento. Puse la cabeza entre las rodillas. Me esforcé en respirar. Al cabo de un minuto, el aire pareció refrescar y noté que la oscuridad retrocedía. Cuando alcé la vista, los dos matones se habían ido y Beck estaba sentado tras su escritorio.
—Disculpa. —Se refería a Marty—. No es lo que piensas. Ha tenido un ataque al corazón.
—Está muerto y tú eres el responsable —repuse.
—Reba tiene parte de culpa.
—¿Y eso?
—Fíjate en lo que ha hecho. Teníamos un trato y se presenta con la maleta vacía. ¿Qué se ha creído? ¿Que puede joderme y quedarse tan ancha?
—Ella no robó el ordenador. Marty se lo llevó al irse.
—Me da igual quién se lo llevó. Bastaba con que Reba me lo devolviese. Quizás ahora él estaría vivo. Lo ha matado la tensión. Un par de puñetazos inofensivos y la ha palmado.
Era imposible discutir con él. Estaba muy seguro de sí mismo y actuaba con absoluta determinación. ¿Adónde iría a parar aquello? La pugna entre Beck y Reba se había descontrolado y las cosas sólo podían agravarse. Ahora Beck llevaba la voz cantante. Era así de sencillo. Me tenía a mí.
Esbozó una sonrisa.
—Albergas la esperanza de que Reba avise a la policía, pero no lo hará. ¿Y sabes por qué? Porque no sería divertido. Es una jugadora. Le gusta apostar contra la casa. La pobre no es tan lista como se cree, ni muchos menos.
—No me metas en esto —amenacé—. Arregladlo entre vosotros.
—Por supuesto.
Permanecimos los dos allí sentados, inmóviles, esperando a que sonase el teléfono. Ya había renunciado a predecir los acontecimientos. Ahora mi objetivo consistía en salvar el pellejo. El problema era que estaba cansada y el pánico hacía mella en mí.
Me temblaban las manos por el nerviosismo y me costaba poner en orden mis ideas. Beck se retrepó en la silla giratoria y empezó a juguetear con un pisapapeles, lanzándoselo de una mano a la otra.
Advertí que había una hilera de cajas de cartón contra la pared, todas bien cerradas con cinta adhesiva y listas para trasladarse. El despacho estaba patas arriba: anaqueles medio vacíos, un gran número de voluminosas carpetas en el escritorio. Daba la impresión de que Beck tenía ya los bártulos a punto para la huida. No era de extrañar su obsesión por recuperar el ordenador y los disquetes. Estos y el disco duro contenían toda la información de la empresa, hasta su último centavo, todo el dinero que había guardado, las compañías ficticias, las cuentas de bancos panameños… Era un hombre incapaz de recordar números o fechas. Tenía que anotarlos o se le perdían. Sabía tan bien como yo que si esos datos caían en malas manos sería su ruina.
—Tengo que ir al baño —dije.
—No.
—Por favor, Beck. Acompáñame y te quedas delante de la puerta escuchando mientras meo.
Movió la cabeza en un gesto de negación.
—No puedo. Quiero estar al lado del teléfono cuando Reba llame.
—¿Y si tarda una hora?
—Mala suerte.
Aguardamos en silencio. Miré mi reloj. El cristal estaba hecho añicos y las manecillas se habían detenido exactamente a las 11:22. No veía ningún reloj desde donde me hallaba. La espera se me hizo eterna. Cuando Reba telefonease, si es que telefoneaba, yo dispondría de una nueva oportunidad para mandar alguna señal a los agentes que grababan las llamadas de Beck. No tenía muy claro cómo me las arreglaría ni qué diría, pero allí estaba la posibilidad.
El silencio se prolongó durante tanto tiempo que cuando por fin sonó el teléfono, me sobresalté. Beck agarró el auricular y, relajándose, se lo acercó al oído. Se acodó en el escritorio sonriendo.
—Buena chica, Reeb. Sabía que me llamarías. ¿Estás lista para hablar de negocios? Ah, espera un segundo. Tengo aquí a una amiga tuya y me preguntaba si querrías aprovechar la ocasión para hablar con ella.
Activó el altavoz del teléfono y el sonido hueco de la voz de Reba llenó el despacho.
—¿Kinsey? Dios mío, ¿estás bien?
—No me vendría mal un poco de ayuda —dije—. ¿Por qué no llamas a Cheney y le cuentas lo que está pasando?
—Olvídate de él —contestó irritada—. Déjame hablar con Beck.
Ahora que tenía las manos libres, Beck abrió un cajón del escritorio y sacó una pistola. Quitó el seguro y me apuntó.
—Oye, Reeb. Perdona que te interrumpa, pero vayamos al grano. Escucha esto.
Apuntó a la pared por encima de mi cabeza y disparó. Un sonido escapó de mi garganta, a medio camino entre el gemido y el grito. Se me arrasaron los ojos en lágrimas.
—¡Vaya! —exclamó Beck—. He fallado.
—¡Beck, no lo hagas! —gritó Reba.
—Esto no se me da muy bien. Willard intentó enseñarme pero, por lo que se ve, no acabo de cogerle el tranquillo. ¿Pruebo otra vez?
—¡Dios mío! Por favor, Beck, ¡no le hagas daño!
—No he oído tu respuesta. ¿Estás lista para hablar de negocios?
—No dispares otra vez. No lo hagas. No. Te lo llevaré. Lo tengo. Está en el maletero de mi coche. Lo he metido en una bolsa de tela.
—Eso me lo has dicho antes. Te he creído, y ya ves lo que has hecho. Me has dado gato por liebre.
—Esta vez no te engañaré, lo juro. No estoy muy lejos. Dame dos minutos. Espera, por favor.
—En fin, Reeb, no sé —dijo él con escepticismo—. He confiado en ti. Pensaba que jugarías limpio. Lo que has hecho está mal. Muy, muy mal.
—Ten por seguro que esta vez te lo llevaré. Sin trucos. Te lo juro.
Beck no me quitaba el ojo de encima mientras hablaba. Me guiñó un ojo y sonrió. Lo estaba pasando en grande.
—¿Cómo sé que no volverás a hacerme la misma jugada, es decir, que volverás a darme una bolsa de tela sin nada dentro?
Me levanté y señalé la puerta al tiempo que formaba las palabras «Tengo que mear» con los labios. Beck me ordenó por señas que me sentase. Mientras, Reba, desesperada, decía:
—Tengo una idea. Entraré por el corredor de servicio. Tú puedes ir al mostrador de Willard y mirar por el monitor. Abriré la bolsa y te enseñaré el ordenador. Podrás verlo con tus propios ojos.
Me llevé las manos a la entrepierna de los vaqueros y luego, entrelazándolas en un gesto de súplica, articulé: «Por favor». Volví a señalar en dirección al pasillo.
Blandió el arma hacia mí, distraído, e insistió en que me sentara. Entretanto, yo avanzaba poco a poco hacia la puerta. Alcé un dedo y susurré:
—Enseguida vuelvo.
Salí y me alejé a toda prisa por el pasillo, mis pasos acallados por la moqueta. Entretanto, iba dando portazos en cada despacho. Lo oí gritar:
—¡¡Eh!! —Más que colérico, parecía molesto por mi desobediencia.
Aligeré el paso. Llegué a recepción. Por fortuna, las puertas del montacargas estaban abiertas. Me acerqué a la pared del fondo y pulsé la clave de la contaduría: 15-5-1955. La fecha de nacimiento de Reba. Las puertas se abrieron.
Fuera, en el pasillo, Beck gritaba mi nombre irrumpiendo en los despachos. De repente, disparó un tiro; yo me sobresalté a pesar de la distancia. Del mismo modo que antes creía que sería incapaz de disparar contra él, ahora no estaba tan segura de que él no disparase contra mí, aunque fuese por accidente. Me quité una zapatilla y la coloqué en el recorrido de la puerta abierta del ascensor. La puerta se cerró, tropezó con la zapatilla y se abrió de nuevo, proceso que se repitió como un tic. Me volví y pulsé el botón A en el panel opuesto para mandar el montacargas al aparcamiento. Las puertas tardaron en reaccionar, lo que me dio tiempo de sobra para cruzar hasta el segundo par de puertas. Retiré la zapatilla y entré en la contaduría a la vez que se cerraban las puertas del pasillo. Las puertas de la contaduría se cerraron unos segundos después. Estaba a salvo. Al menos, momentáneamente.
El cadáver de Marty seguía allí. Desconecté y bloqueé todas mis emociones. No era momento para eso. Lancé la zapatilla a un lado, sin atreverme a ponérmela por no perder el tiempo. Miré la escalerilla empotrada en la pared y la seguí con la vista barrote a barrote hasta lo alto. Empecé a subir, con un pie calzado y el otro no. Sabía que la trampilla daba al terrado. Una vez allí, me escondería o gritaría asomada al parapeto hasta que apareciese la policía. Quizá los agentes estaban ya de camino —la policía municipal de Santa Teresa, el equipo de asalto, los negociadores de secuestros—, todos provistos de chalecos antibalas.
Lancé una ojeada a Marty, que seguía atado a la silla. ¿Por qué aquellos tipos no habían cumplido las órdenes de Beck? Tenían que llevárselo de allí y, sin embargo, lo habían dejado donde estaba. Me sudaban las manos, pero me aventuré a mirar por segunda vez algo en lo que no me había fijado antes. Las máquinas de contar y fajar continuaban en la repisa. Pero el dinero había desaparecido. En lugar de deshacerse del cadáver, los matones debían de haberse llevado los fajos de billetes.
Llegué al último barrote y alargué el brazo hacia la trampilla que había encima de mi cabeza. No encontré un pasador, ni un picaporte, ni medio alguno para abrirla. Recorrí la superficie a tientas, buscando un gancho o un tirador, cualquier clase de palanca que pudiese activar el resorte. No había nada. Entonces me aferré desesperadamente al último barrote mientras intentaba introducir las puntas de los dedos en el resquicio. La golpeé con la palma de la mano y luego la empujé con todas mis fuerzas. En la planta inferior, la puerta del montacargas se abría. Apoyé la cabeza en el barrote y contuve la respiración.
—Esa trampilla está cerrada. Será mejor que lo dejes —dijo Beck como si tal cosa—. Reba viene de camino. En cuanto zanjemos este asunto, podrás marcharte con entera libertad.
Lo miré. Vestía su gabardina, como si hubiera llegado el momento de marcharse. Empuñaba la pistola y me tenía encañonada. Probablemente no sabía siquiera cuánta presión se requería para accionar el gatillo. Si me volaba la cabeza sin querer, yo moriría de todos modos. Se agachó y recogió mi zapatilla. Después blandió la pistola.
—Vamos, Millhone —dijo—. No quiero hacerte daño. Esto casi ha terminado. Es mal momento para fugarse. Estamos ya en la última etapa.
Bajé tanteando cada barrote con el pie, presa de un súbito terror a las alturas. Contemplé la posibilidad de soltarme y caer sobre él, pero me haría daño y no había ninguna garantía de que le hiciese el menor daño a él. Beck me observó pacientemente hasta que puse los pies en el suelo. Supongo que prefería mantener la vista fija en mí antes que mirar a Marty. Al parecer, no había reparado en que no se habían llevado el cadáver.
Esbozó una sonrisa y comentó:
—Buen intento. Me has despistado. Pensaba que te habías escapado en dirección contraria.
Me entregó la zapatilla. Yo, por mi parte, me apoyé en la pared para calzármela. Él me tomó del codo y me apremió a cruzar el montacargas hasta el pasillo. No le faltaba razón. Aquello ya casi había terminado. ¿Qué sentido tenía, pues, jugarse el cuello? Al fin y al cabo, no era asunto mío. Me agaché para atarme las zapatillas con calma. A Beck se le empezaba a agotar la paciencia, pero a mí nunca me ha gustado andar con los cordones sueltos. Me sujetó del codo otra vez y me obligó a doblar en dirección a los ascensores. Había dejado su maletín en el pasillo. Lo recogió y pulsó el botón de Llamada con la punta del dedo. El ascensor debía de estar allí mismo, porque las puertas se abrieron al instante. Entramos los dos. Beck apretó el botón para bajar al vestíbulo. Permanecimos en silencio como dos desconocidos, apoyados contra la pared del fondo, la mirada fija en el indicador digital mientras los números de planta descendían. Acaricié la efímera esperanza de que, al abrirse las puertas, apareciesen varios agentes de policía, con las armas desenfundadas, dispuestos a detenerlo y poner fin a aquello.
El vestíbulo estaba vacío excepto por Willard, como siempre sentado detrás de su mostrador. La fuente del centro se arremolinaba como el agua de un inodoro. Yo tenía la vejiga tan llena que podría haber trazado un diagrama de su forma y tamaño. Más allá de las ventanas de cristal cilindrado, en el exterior, el paseo estaba a oscuras y no se veía un alma. Al otro lado, las tiendas permanecían cerradas. Willard se puso en pie sin desviar la atención de la hilera de los diez monitores. Extendió un brazo y chasqueó los dedos. Beck y yo cruzamos el vestíbulo y rodeamos el mostrador de Willard. La imagen de una de las pantallas en blanco y negro mostraba el aparcamiento subterráneo. Reba, al volante de mi VW, descendió por la rampa y dobló a la derecha. El coche se perdió de vista. Al cabo de tres minutos, la vimos entrar en el corredor de servicio, en la planta inferior. Se valía de las dos manos para cargar la bolsa, que obviamente era pesada. La dejó con suavidad en el suelo y alzó la vista para mirar hacia la cámara de seguridad instalada en el rincón.
—¿Beck? —dijo la chica.
Tenía la mejilla tumefacta a causa del golpe recibido, los labios hinchados y un ojo morado. Daba la impresión de que le hubiesen aplastado el puente de la nariz.
Esperó mirando a la cámara. Willard entregó a Beck el auricular del teléfono de su mostrador. Pulsó un botón y oímos que sonaba el teléfono mural en el corredor de servicio. Sin apartar la mirada de la cámara, Reba descolgó el auricular.
—Hola, encanto. —Beck reprodujo con sorna el anterior saludo de Reba—. ¿Qué tal?
—Corta el rollo, Beck. ¿Quieres esto o no?
—Primero enséñamelo.
Reba soltó el auricular, que osciló en el extremo del cable en espiral y golpeó contra la pared. Beck echó atrás la cabeza y dijo entre dientes:
—Mierda.
En la planta inferior, Reba se inclinó y abrió la bolsa de tela. El ordenador quedó a la vista.
—¿Y los disquetes? —preguntó Beck.
Ella abrió un bolsillo lateral y extrajo unos veinte disquetes. Los tendió de cara a la cámara para que Beck leyese la secuencia de fechas que probablemente había escrito él.
—De acuerdo —dijo Beck—. Está bien.
Reba volvió a guardarlos y cerró la cremallera de la bolsa.
—¿Ya estás contento, gilipollas? —soltó Reba.
—Sí. Gracias por preguntarlo. Sube al vestíbulo y compórtate. Tengo a Kinsey a mi lado. Lo digo por si intentas pasarte de lista.
Reba le hizo un corte de mangas. «Bravo, chica», pensé. Así aprendería. Lancé una mirada a Willard.
—¿Va a quedarse ahí sin hacer nada? —le espeté al vigilante.
No respondió. Quizá Willard había muerto y nadie se había acordado de mencionarlo. Estuve a punto de agitar una mano ante sus ojos para ver si pestañeaba.
El montacargas llegó al vestíbulo y se abrieron las puertas. Reba salió acarreando la pesada bolsa. Beck, pistola en mano, atendió cualquier asomo de rebeldía o traición. Ella dejó la bolsa en el suelo frente a él. Beck hizo una seña con la pistola.
—Ábrela —ordenó.
—¡Por Dios! ¿Crees que he puesto una bomba? —gritó ella.
—Viniendo de ti, todo es posible.
Reba se agachó, descorrió la cremallera y dejó el ordenador a la vista por segunda vez. Sin esperar a que él se lo pidiese, sacó los disquetes y se los entregó.
—Atrás —le ordenó.
Reba, con las manos en alto, retrocedió unos tres metros.
—Te noto preocupado —comentó.
—Vigüelas. —Beck dio la pistola a Willard.
Se arrodilló y extrajo el ordenador de la bolsa. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño destornillador de estrella, que utilizó para aflojar los tornillos que mantenían la caja en su sitio. Tiró los tornillos a un lado y retiró el panel posterior. Yo no entendía qué se proponía.
Las tripas del ordenador quedaron expuestas. Puesto que no tengo ordenador, nunca había visto uno por dentro. Vaya un complejo surtido multicolor de conectores, cables, circuitos, transistores o comoquiera que se llamen… Willard sostenía con firmeza la pistola, encañonándonos alternativamente a Reba y a mí. Me dije: «Parece despreocupado». Beck abrió el maletín y extrajo un vaso de precipitados con tapón de cristal. Lo destapó y vertió un líquido transparente sobre los circuitos como si fuese el aliño de una ensalada. Debía de ser ácido, porque se oyó un silbido y un olor de combustión química impregnó el aire. Los cables aislados se disolvieron; unas pequeñas piezas se abarquillaron como si tuviesen vida propia, arrugándose y encogiéndose al entrar en contacto con el líquido cáustico. Sacó un segundo vaso de precipitados y lo derramó sobre los disquetes, extendiéndolos para no dejarse ninguno. Al instante se formaron agujeros y, en medio de la crepitación, mientas los disquetes se desintegraban, se elevó una nube de humo.
—Perderás toda esa información —dijo Reba.
—Descuida. Tengo copias en Panamá.
—Me alegro por ti —repuso ella con un extraño tono de voz.
La miré. Los labios habían empezado a temblarle y tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—Te he querido con toda mi alma, Beck —dijo con aspereza—. Lo eras todo para mí.
—Reeb, nunca aprenderás, ¿eh? ¿Qué hace falta para que te entren las cosas en la cabeza? Eres como una niña. Alguien te cuenta que Santa Claus existe y tú te lo crees.
—Me dijiste que podía confiar en ti. Que me querías y cuidarías de mí. Lo dijiste.
—Ya lo sé, pero mentí.
—¿En todo?
—Prácticamente —contestó él compungido.
Vi movimiento en uno de los monitores. Dos coches patrulla de Santa Teresa bajaban por la rampa del aparcamiento subterráneo. Los seguían otros dos automóviles sin distintivos.
Entretanto, Beck seguía absorto en su tarea. Tomó el destornillador y, llevando cuidado para que el ácido no entrase en contacto directo con sus manos, lo hundió entre los componentes del ordenador, retorciendo piezas de metal, rompiendo cables. Puesto que estaba de espaldas a las enormes ventanas de cristal cilindrado, no vio cómo Cheney salía de la oscuridad con el arma desenfundada. Le seguía Vince Turner, acompañado de cuatro agentes vestidos con chalecos del FBI.
Ya era demasiado tarde para rescatar la información del ordenador, pero di gracias de todos modos. Reba advirtió su presencia. Su mirada osciló de la ventana a Beck.
—¡Oh, pobre Beck! ¡La has cagado! —exclamó.
Él se irguió y tendió la mano hacia su maletín. La miró con expresión afable.
—¿En serio? ¿Qué te hace pensar eso?
Reba guardó silencio y una sonrisa le iluminó su maltrecho rostro.
—Nada más llegar al pueblo, he telefoneado a un hombre que trabaja para Hacienda. He descubierto el pastel, lo he contado todo… Nombres, números, fechas…, todo lo que necesitaba para conseguir las órdenes judiciales. Ha tenido que llamar al juez a su casa, pero este ha colaborado gustosamente.
—Por Dios, Reba, contrólate —dijo Beck con sorna—. Sé desde hace meses que andaban detrás de mí. Esto era lo único que me preocupaba realmente, y ahora ya está resuelto. ¿Cuántos datos comprometedores crees que recuperarán de ese desecho?
—Seguramente ninguno.
—Exacto. Muchas gracias.
Beck notó que Reba desviaba la atención. Miró por encima del hombro y vio a Cheney, a Vince Turner, a varios policías y agentes federales en la entrada. Quizá su sonrisa vaciló, pero no exteriorizó la menor inquietud. Hizo una seña a Willard para que les franquease el paso. Este dejó la pistola en el suelo, levantó las manos para mostrar que no iba armado y abrió las puertas con su manojo de llaves.
Reba no había terminado.
—Hay sólo un problema —continuó.
—¿Cuál? —Beck se volvió hacia ella.
—Ese no es el ordenador de Marty.
Beck rompió a reír.
—No digas más mentiras.
Reba negó con la cabeza.
—No. Nada de eso. A los federales no les ha gustado que el ordenador fuese robado, de modo que lo he cambiado por otro.
—¿Cómo has entrado en el edificio?
—Me ha dejado él —dijo Reba señalando a Willard.
—Ríndete, nena. Ese hombre trabaja para mí.
—Puede ser, pero soy yo quien se lo folla. Así están las cosas. —Levantó la mano izquierda y formó un círculo con los dedos pulgar e índice. Metió el índice de la mano derecha en el agujero y lo deslizó como un pistón.
Beck hizo una mueca de aversión ante tal vulgaridad, pero Reba soltó una carcajada. Lancé una breve mirada a Willard, que bajó la vista con el debido pudor. Los policías y los agentes del FBI invadían el vestíbulo. Cheney tomó la pistola de Beck y puso el seguro antes de entregársela a Vince.
—Cuando Willie me ha dejado entrar —explicó Reba—, he llevado el ordenador de Marty a tu despacho. He desconectado el tuyo, lo he sacado y he puesto el de Marty en su lugar. Luego he colocado tu ordenador bajo el escritorio de Marty. Ese es el de Onni. Había correspondencia personal y varios juegos absurdos. Me parece increíble que le pagues tan bien si no hace más que perder el tiempo.
Beck seguía sin darle crédito. Negaba con la cabeza y se pasaba la lengua por los incisivos a la vez que intentaba reprimir una sonrisa. Hubiera reaccionado de la misma forma si le hubiera contado que la habían abducido los alienígenas para usarla en experimentos sexuales.
—¿Sabes qué más he hecho? —continuó Reba—. Te lo aseguro, Beck, he estado muy ocupada. Después de cambiar los ordenadores, he ido a ver a Salustio y le he entregado los veinticinco mil dólares que había robado. Marty me ha dado el dinero en pago por los documentos que no ha llegado a usar. La verdad es que a Salustio le traía sin cuidado de dónde saliese el dinero. El problema es que le he pagado y seguía furioso conmigo. Así que una forma de compensarlo, me he dicho, era prevenirle de la redada. Eso le ha dado el tiempo necesario para sacar su dinero de aquí, y ahora ya me ha perdonado. Él y yo estamos en paz. Y tú te has quedado al descubierto.
La expresión de Beck era inescrutable. No le daría la satisfacción de admitir su derrota, pero ella sabía que había ganado la partida.