30

Llegué a Santa Teresa a las nueve de esa misma noche. Las temperaturas veraniegas habían caído rápidamente conforme el sol declinaba lentamente hacia el horizonte. En Cabana Boulevard las farolas estaban ya encendidas y la inmensidad del mar se había teñido de un color entre blanco y plata. Pasé por el estudio, donde descargué el equipaje y escribí una breve nota a Henry para informarle de que había vuelto a casa. Dejé un mensaje a ese mismo efecto en el contestador de Cheney anunciándole que lo pondría al corriente de todo en cuanto me fuese posible.

A las 21:20 estaba otra vez en el coche, camino de Montebello y la casa de Nord Lafferty. Me llevé con cuidado una mano al chichón, aún inflamado y del mismo tamaño que antes. Por suerte, ya no me dolía la cabeza y me parecía razonable suponer que mejoraba. No saldría a correr en un par de días, pero al menos tenía las ideas más claras.

El viaje desde Los Ángeles me había dado tiempo para reflexionar. Aún no podía imaginar, ni remotamente, cómo aquellos matones nos habían localizado en Reno. Por detestable que fuese Beck, no creía que tuviera gorilas en nómina, lo que significaba que los había mandado Salustio Castillo. Tampoco alcanzaba a explicarme el secuestro de Marty. Reba había robado los veinticinco mil dólares a Salustio; ella era el objetivo lógico. A no ser que Marty hubiese cometido un disparate aún mayor… ¿Como qué? Me pregunté si había metido el resto del dinero de Salustio en la maleta con ruedas. ¿Y con qué finalidad? Por lo que había comentado aquella noche en el Dale’s, había ahorrado dinero suficiente para cubrirse las espaldas. Si ese era el caso, ¿por qué robar más dinero y entregárselo a Reba cuando eso la pondría en un peligro aún mayor? ¿Y dónde estaba ella?

Me dije que era muy posible que hubiese encargado a Misty un pasaporte y demás documentos falsos también para ella. De ser así, Reba podría estar de camino al extranjero, aunque me costaba creer que no se hubiera despedido de su padre. Quizá no le confiase su destino, pero sin duda buscaría la manera de hacerle saber que estaba bien. No fue aquella la primera vez que pensé que mi relación con Reba había tocado a su fin. La chica echaría a perder la libertad condicional y asumiría el riesgo de fugarse.

Cuando llegué a la entrada de la residencia de Nord Lafferty, la verja estaba cerrada. Me acerqué al portero electrónico, bajé la ventanilla y pulsé el botón. Oí el timbre interior. Freddy descolgó y su voz me llegó chirriante a través del intercomunicador.

Asomé la cabeza por la ventanilla y grité a pleno pulmón:

—¿Freddy? Soy Kinsey. ¿Puede dejarme entrar, por favor?

Oí varios pitidos consecutivos y luego el leve zumbido de la verja que se abría. Encendí las luces largas y avancé por el camino. Entre los árboles veía parpadear las luces de la casa. Cuando superé la última curva, advertí que el piso superior se hallaba a oscuras, pero en la planta baja muchas de las habitaciones tenían luz. El coche de Lucinda estaba aparcado en su sitio de costumbre. Torcí el gesto ante la perspectiva de encontrarme con aquella mujer. Al salir del coche, percibí movimiento a mi derecha. Rags se aproximó lentamente por el camino a un paso calculado para interceptarme. Cuando llegó a mi lado, me agaché y le rasqué entre las orejas. Tenía suave el largo pelo de color calabaza. Su ronroneo fue en aumento cuando arqueó el cuello y apretó contra mi mano su enorme cabeza.

—Escucha, Rags —dije—, me gustaría llevarte adentro, pero si abre Lucinda, será mejor que no lo intente.

Me acompañó por el camino, a veces corriendo en círculos frente a mí para recibir más caricias y palabras. Entonces comprendí por qué tener un gato puede llegar a entontecer a un adulto. Hice ademán de pulsar el timbre, pero la puerta se abrió de par en par antes de que llamase. Lucinda quedó encuadrada en la luz del porche, enfundada en un vestido amarillo entallado que parecía recién planchado, zapatos de tacón a juego y medias claras. Se la veía bronceada y en forma, con el cabello a mechas rubias peinado como si el viento lo agitase permanentemente.

—¡Ah! —exclamó—. Freddy ha dicho que había llamado alguien a la verja, pero no sabía que fuese usted. Creía que estaba de viaje.

—Lo estaba. Acabo de volver y tengo que hablar con el señor Lafferty.

Lucinda asimiló la información.

—Supongo que no hay inconveniente.

Se hizo a un lado para dejarme entrar y, al ver a Rags, arrugó el entrecejo con manifiesto enojo. Moviendo el pie con rapidez, le cortó el paso y lo apartó de un empujón. Ella era esa clase de persona: una pateadora de gatos. ¡Vaya un mal bicho! Cuando entré en el vestíbulo, vi una bolsa de viaje pequeña cerca de la puerta. Había dejado el bolso en la consola. Lucinda se detuvo ante el espejo, se miró, se arregló un pendiente y se atusó un mechón de pelo. Abrió el bolso, al parecer para buscar sus llaves.

—Nord no está en casa. Esta mañana ha sufrido un colapso y he tenido que llamar a una ambulancia. Lo han ingresado en el Hospital Clínico de Santa Teresa. Yo iba ahora a llevarle su neceser y la bata.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Está muy enfermo —explicó como si fuese una estupidez preguntarlo—. Los disgustos que le da Reba le han pasado factura.

—¿Ha vuelto?

—Claro que no. Nunca está cuando se la necesita. Esa tarea recae en Freddy o en mí —contestó con una sonrisa de autosuficiencia y en un tono cortante—. ¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarla?

—¿El señor Lafferty puede recibir visitas?

—Me parece que no me ha oído. Está enfermo. No hay que molestarlo.

—No le he preguntado eso. ¿En qué planta está ingresado?

—En la sala de cardiología. Si insiste, supongo que podría hablar con su enfermera. ¿Qué es lo que desea?

—Me encargó un trabajo. Me gustaría informarle.

—Yo preferiría que no lo hiciese.

—Pero yo no trabajo para usted. Trabajo para él —aduje.

—Reba vuelve a estar metida en un lío, ¿me equivoco?

—Eso parece.

—Usted no entiende lo que ha sido esto para él. Ha tenido que rescatarla toda su vida. Reba lo pone una y otra vez en la misma posición. Provoca situaciones en las que, si él no interviene, acabará condenada al desastre, o eso le gustaría a ella que él creyera. Seguramente lo negaría, pero sigue siendo una niña dispuesta a hacer lo que sea por atraer la atención de su padre. Si le ocurriera algo, él se sentiría culpable el resto de su vida.

—Es su padre. La ayudará si quiere.

—Pues puede que yo haya puesto fin a eso.

—¿Cómo?

—Telefoneé a Priscilla Holloway, la asistenta social que supervisa a Reba. Consideré oportuno que estuviese enterada de lo que ocurría. Sin duda, Reba ha estado bebiendo y probablemente también jugando. Le conté a la señora Holloway que Reba había salido del estado, y se puso hecha una furia.

—Así conseguirá que la mande de vuelta a la cárcel.

—Esa es mi esperanza. Todos saldríamos ganando, ella incluida.

—Estupendo. ¿A quién más le ha ido con el cuento? —Planteé la pregunta con sarcasmo, pero el posterior silencio me indicó que sin saberlo había dado en la diana. Fijé la mirada en ella—. ¿Es así como descubrió Beck dónde estaba?

Lucinda bajó la vista.

—Mantuvimos una conversación sobre ese tema —reconoció.

—¿Se lo dijo?

—Así es. Y volvería a hacerlo.

—¿Cuándo habló con él?

—Vino el jueves. Puesto que Nord dormía, fui yo quien lo atendí. Parecía muy preocupado por encontrar a Reba. Me aseguró que no quería causar problemas, pero sospechaba que ella se había llevado algo. Se lo veía muy incómodo, y me representó un gran esfuerzo convencerlo de que me dijese qué era. Al final, admitió que había robado veinticinco mil dólares. Insistió en que no quería causarnos complicaciones, pero yo le dije dónde estaba Reba.

—¿Cómo encontró la dirección de Misty?

—No tenía la dirección de ella; tenía la de usted. Nord la anotó la noche en que le telefoneó. Motel Paraíso. La vi escrita en el bloc junto a su cama.

—Lucinda, Beck la ha manipulado, ¿no se da cuenta?

—Me extrañaría. Es un hombre encantador. Después de lo que Reba le hizo, se lo habría dicho aunque no me lo hubiese preguntado.

—¿Tiene idea de lo que ha provocado? Un hombre ha sido secuestrado por su culpa.

Lucinda se echó a reír y, tras ponerse el bolso bajo el brazo, levantó la bolsa de viaje.

—Nadie ha sido secuestrado —dijo como si la posibilidad misma fuese inconcebible—. La verdad es que es usted como Reba, siempre dramatizando. Todo es una crisis. Todo es el fin del mundo. Ella nunca ha hecho nada. Siempre es la víctima, siempre espera que otro arregle lo que ella estropea. Pues esta vez tendrá que asumir las consecuencias. Y ahora, si me disculpa, desearía acercarme al hospital y dejarle esto a Nord.

Abrió la puerta, salió y cerró de un portazo. En vista de su convicción, yo no había sido capaz de ponerla en tela de juicio ni de expresar siquiera la menor protesta. Había cierta verdad en sus palabras, pero no era toda la verdad.

—¿Señorita Millhone?

Al volverme, vi a Freddy de pie en el pasillo, detrás de mí.

—¿La ha oído? Esa mujer es espantosa —dije.

—Ahora que ella se ha ido, quiero informarle a usted de algo. Reba ha estado aquí. Ha llegado poco antes de que la señorita Cunningham pasase a recoger las cosas del señor Lafferty.

—¿Adónde ha ido?

—No lo sé. Ha venido en taxi y sólo ha estado en casa el tiempo necesario para coger su coche y una muda. Ha dicho que iría al hospital a ver a su padre, pero buscaría el momento idóneo para no cruzarse con la señorita Cunningham. Va a telefonear al médico del señor Lafferty para pedirle que restrinja las visitas a la familia únicamente, incluida yo, claro está. —Freddy se permitió una sonrisa maliciosa—. Eso ha sido idea mía.

—A Lucinda le está bien empleado. ¿Cómo se encuentra el señor Lafferty?

—Dice el médico que se recuperará. Estaba deshidratado y tenía los electrolitos alterados. Creo que también padece anemia. El médico quiere tenerlo ingresado un par de días.

—Me alegro. Una preocupación menos, sobre todo si en el hospital consiguen mantener a raya a Lucinda. ¿Ha dicho Reba dónde estaría?

—Con un amigo.

—No tiene ningún amigo. ¿Aquí en el pueblo?

—Eso creo. Con un hombre al que conoció al volver a casa.

Reflexioné unos instantes.

—Quizá sea alguien de Alcohólicos Anónimos…, aunque, ahora que lo pienso, no parece probable. No me la imagino en una reunión a estas alturas. ¿Hay alguna manera de ponerse en contacto con ella? ¿Ha dejado algún número de teléfono?

Freddy negó con un gesto de la cabeza.

—Ha dicho que pasará por casa a las nueve, pero le preocupaba que el señor Beckwith la encontrase otra vez.

—No me sorprende. Lucinda ha estado dando información a diestro y siniestro —comenté—. Por favor, si la ve dígale que es importante que hablemos. ¿No habrá dejado una maleta por casualidad?

—No, pero llevaba una. La ha metido en el maletero del coche antes de irse.

—En fin, espero que aparezca. —Consulté el reloj—. Estaré en mi despacho un par de horas y luego me marcharé a casa.

De noche mi despacho siempre me produce una extraña sensación. La luz artificial exageraba sus imperfecciones y su cochambroso estado. Sentada a mi escritorio, lo único que veía por la ventana era el reflejo de la deprimente oscuridad; las manchas de polvo y las gotas de lluvia antigua me impedían contemplar la calle. Durante los fines de semana esta parte del centro de Santa Teresa está muerta a partir de las seis de la tarde: los edificios municipales permanecen cerrados, el juzgado y la biblioteca pública, a oscuras. Mi despacho ocupaba un bungalow entre otros dos iguales, cuyas idénticas estructuras de estuco antiguamente albergaron unas modestas viviendas. Desde que me instalé, los bungalows contiguos al mío continuaron vacíos, lo que me proporcionó la tranquilidad que yo andaba buscando, creando a la vez una inquietante sensación de aislamiento.

Revisé la montaña de correspondencia que el cartero había echado por la ranura del buzón. En su mayoría se trataba de correo basura, más varias facturas, para las que preparé las órdenes de pago. Estaba nerviosa, impaciente por llegar a casa, pero tenía la sensación de que debía quedarme, pues conservaba aún la esperanza de que Reba telefonease. Archivé papeles, puse en orden el cajón del material de oficina. Tal vez era un trabajo rutinario, pero me sentí útil. Con todo, miraba una y otra vez el teléfono, deseando que sonase. Me caí del susto al oír que llamaban a mi ventana.

Reba estaba fuera, oculta en el espacio en penumbra entre mi bungaló y el siguiente. Se había cambiado el pantalón corto por unos vaqueros, y la camiseta blanca parecía la misma que llevaba al salir de la penitenciaría. Descorrí el pestillo de la ventana de guillotina y levanté la hoja.

—¿Qué haces? —Me alarmé.

—¿Tienes acceso a los garajes? —dijo ella.

—Sí, al de esta unidad. Nunca lo he utilizado, pero el casero me dio las llaves.

—Tómalas y vámonos. No puedo dejar el coche en la calle. Los matones me han seguido desde que he salido de casa.

—¿Los que hemos visto en Los Ángeles?

—Sí, sólo que ahora uno de ellos tiene un ojo morado, como si hubiese tropezado con una puerta.

—Vaya por Dios. Me pregunto si eso se lo he hecho yo con mi contundente silla —comenté—. ¿Cómo los has esquivado?

—Por suerte, conozco este pueblo mucho mejor que ellos. Me han seguido durante un rato; luego he acelerado, he apagado las luces, he doblado por una calle secundaria y me he escondido detrás de un seto. En cuanto he visto que el coche pasaba, he retrocedido y he venido aquí.

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

—No preguntes. —Parecía agitada—. He dado más vueltas que una noria. Vamos, muévete. Tengo frío.

—Te espero en la parte trasera.

Cerré la ventana y eché el pestillo. En el fondo de un cajón del escritorio, aparté el listín telefónico y tomé las dos llaves plateadas sujetas mediante un clip. En el bolso, busqué mi fiel linterna y, mientras recorría el pasillo y salía por la puerta trasera, comprobé las pilas. Una estrecha franja de hierba separaba los bungalows de la hilera de tres garajes que daban al callejón. Reba había escondido el coche detrás de un arbusto que probablemente le había arañado la pintura del lado derecho del coche. Me esperaba al volante fumando un cigarrillo.

Había un aplique con una bombilla de cuarenta vatios sujeto a la viga de madera en lo alto del garaje central, que era el que me correspondía. La bombilla daba luz suficiente sólo para quienes tenían muy buena vista. Manipulé el candado y finalmente conseguí abrirlo. Lo desenganché de la armella y tiré de la puerta, que subió con un trabajoso gemido de madera y goznes herrumbrosos. Alumbré con la linterna las paredes y el suelo, que estaban desnudos. El aire olía a aceite de motor y a hollín y pendían telarañas por todas partes.

Reba lanzó el cigarrillo por la ventana y puso el coche en marcha. Me aparté y entró en el garaje. Salió, cerró el coche con llave, abrió el maletero y sacó un bulto del tamaño del equipaje de mano de los aviones, aunque requería un esfuerzo levantarlo. Tenía un asa extensible y ruedas. Reba parecía preocupada, pero no supe interpretar su estado de ánimo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí.

—Sólo por curiosidad, ¿vas a decirme qué hay ahí dentro?

—¿Quieres verlo?

—Sí.

Plegó el asa, colocó la maleta en posición horizontal, descorrió la cremallera de la parte superior y la abrió. Ante mis ojos apareció una caja metálica, de unos cuarenta centímetros de alto, cincuenta de largo y veinte de hondo.

—¿Qué demonios es eso? —dije.

—Estás de broma. ¿No lo sabes?

—Reeb, si lo supiera no te lo preguntaría. Lanzaría una exclamación de alegría o de sorpresa.

—Es un ordenador. Marty se llevó el suyo cuando se fue. Además, pasó por el banco y recogió todos los disquetes de la caja de seguridad. Estás viendo los datos empresariales de Beck. Conéctalo a un teclado y un monitor y tendrás acceso a todo: cuentas bancarias, ingresos, compañías ficticias, sobornos, hasta el último centavo que ha blanqueado para Salustio.

—Vas a dárselo a los federales, ¿no?

—Probablemente. En cuanto termine…, aunque ya sabes lo puntillosos que se ponen con las propiedades robadas.

—Pero no puedes siquiera contemplar la posibilidad de quedártelo. Por eso aquellos tipos fueron detrás de Marty, para recuperarlo, ¿no?

—Exactamente. Así que llamemos a Beck y propongámosle un trato. Nos entrega a Marty, y nosotros a cambio le ofrecemos esto.

—¿No acabas de decir que ibas a dárselo a los federales?

—No me escuchas. He dicho «probablemente». No estoy muy segura de que su investigación de mierda valga más que la vida de Marty.

—No puedes resolver esto tú sola. ¿Negociar con Beck? ¿Has perdido el juicio? Tienes que decírselo a Vince. Informar a la policía o al FBI.

—Ni hablar. Esta es la única posibilidad que tengo de ajustar cuentas con ese hijo de puta.

—Ya entiendo. Aquí la cuestión no es Marty, sino tú y Beck.

—Claro que es Marty, pero es también un ajuste de cuentas. Es como una prueba. Veamos de qué material está hecho Beck. A mí no me parece tan mal trato: Marty a cambio de esto. El hecho de que lo quieran los federales lo hace muy valioso.

—En la vida hay cosas más importantes que la venganza —dije.

—Eso es una gilipollez. Dime una sola cosa —contestó—. Además, yo no hablo de venganza. Hablo de ajuste de cuentas. Son cosas distintas.

—No, no lo son.

—Sí. La venganza es: tú me haces daño y yo te pisoteo hasta que desees estar muerta. Un ajuste de cuentas devuelve el equilibrio al universo. Tú lo matas a él; yo te mato a ti. Ahora estamos en paz. ¿En qué consiste, si no, la pena de muerte? En un ajuste de cuentas. Lo uno por lo otro. Tú me haces daño; yo te lo devuelvo. Estamos iguales y aquí paz y después gloria.

—¿Por qué no ajustas las cuentas entregándolo a Hacienda?

—Lo nuestro no es un asunto profesional. Se trata de algo personal entre él y yo.

—No entiendo qué es lo que quieres.

—Quiero obligarle a disculparse por lo que hizo. He malgastado dos años de mi vida pensando en él. Ahora tengo algo que él quiere, así que se verá obligado a suplicarme.

—Eso es una necedad. Beck hace una carantoña y pide perdón. ¿De qué te sirve? Tú sabes cómo es él. No se puede hacer tratos con una persona así. Acaba jodiéndote.

—Eso no puedes saberlo.

—Créeme, lo sé. Reba, ¿quieres escucharme? Te la jugará a la primera de cambio.

—¿Por qué no traes el coche? —Mantuvo una expresión imperturbable—. Te espero aquí.

Apreté los labios y cerré los ojos. ¿Para qué intentaba que entrara en razón si ya estaba decidida?

—¿Quieres que te ayude con la puerta del garaje?

—Ya me las arreglaré.

Volví al despacho. Cerré la puerta trasera con llave y recorrí el pasillo apagando las luces. Agarré el bolso, salí por delante y cerré la puerta. Escruté la calle a oscuras un momento: todos los vehículos que vi pertenecían a los vecinos. Entré en mi coche y encendí el motor. Avancé hasta la esquina y enfilé el callejón.

Reba había cerrado el garaje y había echado el candado. Abrió la portezuela del copiloto, dejó la maleta en el asiento trasero y entró. Yo alargué el brazo hacia atrás y tomé mi cazadora vaquera.

—Póntela si no quieres resfriarte. —Se la tendí.

—Gracias.

Se puso la cazadora y se abrochó el cinturón de seguridad.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A la cabina más cercana.

—¿Por qué no telefoneamos desde mi despacho?

—No quiero relacionarte con esto de ninguna manera.

—¿Relacionarme con qué?

—Tú busca un teléfono —dijo.